domingo, 26 de junio de 2016

La última vez

La última vez que lo vi arrastraba sus huesudas piernas como si quisiera horadar el pavimento lejos del vigor que siempre le caracterizó. Apareció así, súbito, como un fantasma; y el recuerdo, que aflora como una aflicción del ánimo, golpeó mi angustia hasta el hartazgo. Habían pasado casi treinta años desde que nos vimos por última vez y su deterioro era más que evidente. El bastón con el que se ayudaba parecía no ser suficiente para soportar aquel corpachón tambaleante y su rostro, medio tapado con un sombrero, no conseguía disipar su aire de tristeza. 
La alegría andante, el tipo de la sonrisa a flor de piel con el que era difícil venirse abajo; siempre dispuesto a la broma, desprendido y espléndido en sus manifestaciones, pero sobre todo, amigo. 
Desde niños se fraguó entre nosotros una amistad que duraría para siempre, o al menos eso es lo que pensábamos entonces. Juramos ayudarnos mutuamente, pasase lo que pasase, en nuestro largo peregrinar por todos los castings de televisión, teatro y cine con los que topábamos y donde Ernesto se llevaba siempre el mejor papel en caso de que cayera alguno. Deambulamos por todo tipo de trabajos relacionados con el celuloide, el magnetoscopio y la tramoya, alternando pensiones de miseria y apartamentos de ínfima calidad con amistades de baja estofa, únicamente azuzados por el ímpetu que la juventud proporciona y las ilusiones que impelen los sueños de triunfo, hasta que los caminos divergieron por el éxito de Ernesto. Fue en ese momento donde nuestra amistad se resquebrajó y poco a poco nos fuimos distanciando hasta dejar de comunicarnos, de vernos. 
Me aposté entre dos coches estacionados sólo para observarlo con detenimiento y poder recrearme en aquella figura, otrora amiga y querida, antes de hacerme ver. En una gran ciudad donde todo pasa desapercibido y la frialdad se adueña de las calles, la vida te obsequia a veces con encuentros casuales y entrañables. Aproveché una pausa que hizo en su caminar, al tiempo que se palpaba el sitio donde se ubica el corazón y la cartera, como si le faltara alguna de las dos cosas, para hacer acto de presencia y dirigirme a él. Ernesto, chico, ¿pero eres tú?
Su rostro de ausente se iluminó al reconocerme, y aún quise distinguir en aquellos ojos algún vestigio de la ilusión y ganas de vivir que siempre le acompañaron, y en el silencio del abrazo, noté como se le escapaba un gemido de emoción mientras me apretaba hacia sí como si temiera perderme de nuevo. El tiempo se tornó en un instante hablando largo y tendido de todo tipo de peripecias pasadas propiciando el acelerar de los latidos al recordar los tiempos felices de la infancia y de la juventud en medio de la atmósfera evocadora que solo la añoranza es capaz de trasladar. Y entonces, después de una pausa prolongada, la emoción asomó en sus ojos de nuevo para contarme que había sobrevivido a dos ictus y un infarto con las secuelas que mostraba, pero que había arrojado la toalla frente al cáncer de páncreas que últimamente le habían descubierto. No tiré de la retahíla de mis infortunios por no entablar una lucha denodada en pos de una victoria en la derrota, pero la emoción me sobrevino igualmente al comprobar como la vida se nos había ido en un soplo. Al cabo, nos despedimos no sin antes prometer que nos veríamos en breve a sabiendas de que no sucedería, pues no supimos establecer los vínculos para ello.
Esperé en la acera viendo como se alejaba vacilante, quizá algo mejor que cuando lo avisté, aunque seguro que hacía verdaderos esfuerzos por recomponer su maltrecha figura. Cuando lo perdí de vista fue como si alguien corriera el telón de acera a acera para desvanecer todo como si nada hubiese ocurrido. Poco más tarde supe que un nuevo ictus, antes que el cáncer de páncreas que era lo que más temía, acabó definitivamente con él e inmediatamente acudió a mi memoria la última vez que lo vi. 
A veces se me pasan tantas cosas por la cabeza que tengo la percepción de que me encuentro al final de la vida. Que cada vez me quedan menos amigos y, que a medida que me hago viejo, me saturo de prisas porque todo está a punto de acabar y no me he enterado de nada. No tardará el día en que al despertar de nuevo, ya estaré muerto.

2 comentarios:

  1. Un pesimista, que se recrea en un pasado feliz, este Cervantes que nos deja un mensaje conocido y nunca suficientemente asimilado, sencillo de entender: "Nadie muere de repente... ¡nos morimos poco a poco". Excelente sin duda, Cervantes, apenas si discrepo en que el sueño es eterno, un lugar sin luz, sin aire acondicionado, sin mujeres y sin vino, un lugar sin vida del que nunca se retorna.Créeme Cervantes, te veo cada día más barojiano, menos barroco, más como tu padre y tu madre quisieron que fueras... más TÚ.

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  2. Poco que decir después de lo escrito por Mariano, salvo que es un relato intimista. Escrito para tí más que para otros. Preguntas de las que sabemos la respuesta en un futuro cada vez más cercano e inexorable. Excelentes los adivinados silencios de esa última vez

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