sábado, 13 de septiembre de 2014

Un mundo imperfecto


Si hay alguna vez en que se adueña de mí la angustia y la zozobra es cuando vuelvo a mi pueblo natal, lugar donde permanecí hasta cumplido los diez años. Tal vez sea porque voy tan de tarde en tarde que noto demasiado los cambios en este pueblo tomado por la horda extranjera que ha hecho del viento su fortuna. Entre la melancolía de lo que fue y la realidad de lo que es, media un abismo. La miseria contumaz de garras voluptuosas —propias del neorrealismo italiano y que nosotros no hemos sabido retratar a pesar de tener inmejorables motivos— que acechaba con asirte por cada rincón que asomabas camino a cualquier parte, pasó a la historia; y si a un viejo del lugar le hubieran dicho entonces que el viento que azota a un lado y a otro los sólidos cimientos de la punta más meridional de Europa se iba a convertir en el motor del pueblo, lo habría tildado inmediatamente de loco poseído por el influjo del levante furioso o del poniente sombrío. Sin embargo, esa presunta profecía jamás promulgada por nadie, pude constatarla cuando volví más de diez años transcurridos. Las turbas de surferos ya amenazaban con establecerse como si de nuevo colonizaran el viejo oeste hasta ir quedando todo a merced de su capricho. Al capricho extranjero que son los que mejor aprovechan las veleidades del dios Eolo, único por estos lares.  
Dicen que si logras acceder a la manivela del tiempo y girarla al revés, mostrándote pertinaz, poco a poco irá apareciendo aquello que deseas ver. Así que, cuando me veo deambular de nuevo por esas callejas zigzagueantes, que imprimen cierto carácter, en pantalón corto y con las coronarias libres, creo haberlo conseguido.
Los sitios por donde correteaba mi curiosidad infantil ya no son los mismos y de ahí la melancolía de la que hablo y que se adueña de mí al recorrerlos; y aunque hay rincones que aun se conservan prácticamente igual, rápidamente queda deformado por cualquier elemento otrora extraño y hoy cotidiano que te devuelve a la estampa actual y rompe el encanto de mi memoria como por ensalmo obteniendo el tiempo un significado distinto. Donde antes estaba la tienda de comestibles de Paca «la coneja» ahora hay un pequeño hostal con ínfulas minimalistas; de la casa donde nací, en la que teníamos un pequeño patio y una parra donde no solo los sarmientos pugnaban por sobrevivir, solo quedan las señales junto a una muralla árabe semiderruida patrimonio de la humanidad; de la panadería de Corrales ya no queda ni rastro, usurpando su recinto una gran tienda de marcas surferas; el cine Alameda ya no existe por causa de un Mercadona invasor y lo que fue el bar del «Conilato»… un letrero luce en su vieja fachada diciendo que compran oro. 
Y esto viene a cuento ya que, la última vez que me dejé caer por allí fue la más desazonante de todas porque, al merodear por su vericueto trazado, un aroma inconfundible de domingo tiró de mí con fuerza inusitada hasta lo que fue la casa de un amor infantil e imposible porque la destinataria jamás lo supo. En su lugar, me topé con un impersonal bazar chino atestado de baratijas de a euro la pieza. Un día, en medio de una de las clases, apareció un ángel hija de un oficial del ejército destinado al pueblo. Me enamoré de inmediato. En mi cabeza infantil solo había cabida para aquel rostro sublime que no solo llenaba las horas de clase sino las que dedicaba para seguirla hasta su casa, porque era tal el arrobo de su presencia que me impedía articular palabra con tan solo sentir el influjo de su aureola que, dicen, es un aro con el que Dios dota a algunas personas para poder asirlos mejor en caso necesario. A mí me hubiera gustado poder asirla alguna vez de ahí, o de donde fuese, para ocultarla a las miradas del resto de los mortales o de cualquier otro peligro amenazante como hacía el Capitán Trueno con Sigrid y llevarla allende los mares, a Thule quizá, para poder sentirla solo mía. 

Pasaban las horas y los días contemplándola a tres filas de pupitres con pasillo intermedio sin ni siquiera cruzarnos la mirada y aun así sintiéndome insignificante y diminuto, pero bebiendo los vientos por ella como Petrarca con Laura. Consternado y sin ganas de nada, el suceso no pasaría desapercibido para mi madre que debió advertir algo raro cuando me dijo: «niño, espabila que todavía no has llegado a la edad del pavo, que no sé que vas a dejar para cuando venga». Cómo decirle: mamá ¿no ves que estoy enamorado? Y a ella qué, solo obtendría como respuesta, probablemente, un capón y un «anda niño, que estás tonto». Ni siquiera un gesto de comprensión para mí que era su hijo. Estas cosas las madres no las entienden. Qué sabrán ellas del amor. Y así continuaba un día y otro con mi angustia en silencio ‘rumiando’ una salida hasta que decidí que no podía continuar con aquel tormento debiendo confesar a mi amada lo que por ella sentía. Cuanto antes le haría saber que no podía estar sin su presencia y que estaba dispuesto amarla para toda la vida con el riesgo que eso entrañaba porque era para siempre. Así me zafaría de la angustia que me atenazaba y, quién sabe, a lo mejor hasta lográbamos perder la cabeza juntos y huir hasta donde nuestro amor fuera entendido. 
Al día siguiente el querubín no apareció. Según pude indagar el destino de su padre fue tan fugaz como mi sentimiento, yéndose a algún lugar del que nada supieron decirme.
Vagué por las calles como un autómata. El recoveco trazado hasta llegar a mi casa se me hizo eterno tratando de eliminar de mi semblante los efectos de una fantasía desvanecida. Y cuando mi madre me vio aparecer taciturno y macilento como era costumbre desde hacía unos días, comprendí que nada se había eliminado no advirtiendo, sin embargo y para mi sorpresa, gesto alguno en mi progenitora que desaprobara tal situación. De inmediato entendí que el sexto sentido de ellas le había hecho comprender aquello que me afligía en lo más hondo. Derrotado, como el guerrero tras la batalla, me abandoné en el aroma de su seno. Mamá, ¿por qué no nos vamos de este pueblo?
Francisco Cervantes Gil

domingo, 3 de agosto de 2014

Resiliencia

Cuando aportaba mi granito de arena en aquel escenario laboral de antaño (o en mi época de ‘activo’ como se dice ahora porque así parece más importante aquello que hacías), conocí a un tipo de la Administración —buen tipo, por cierto—, al que le gustaba departir todo lo que se relacionara con la mecánica. Enamorado de la misma, siempre andaba detrás de aquellos con los que creía poder sostener un diálogo más o menos técnico que, como él decía, recordara sus viejos tiempos. No sé si era por arrobo hacia esa parte de la física o por trasladarse a tiempos pretéritos donde lo único que se echa de menos es la juventud, pero tanto le daba abordar el diagrama hierro-carbono como la escala de Mohs o la resistencia de materiales siempre que le valiese para ahondar en el mundillo de los metales y la cinemática. Cierto día, comentando acerca de las propiedades de los metales, de improviso me soltó: « ¿te acuerdas de la resiliencia?». 

La resiliencia se definía entonces como la propiedad que tenían algunos metales para poder soportar golpes, absorbiéndolos. La verdad es que con una definición tan baladí no podía por menos que pasar desapercibida y arrinconada dentro de los confines tecnológicos sin concedérsele la menor importancia, sobre todo, cuando existían otras de mayor fuste y postín como la ductilidad, la maleabilidad o la dureza. Pero hete aquí que, y seguramente os habréis dado cuenta, la palabra en cuestión se ha puesto de moda hasta hacerse omnipresente; y se educa, tomándose prestado de la física, para conocer las capacidades humanas. Tanto, que se ha metido en casi todas las situaciones o estados ya sean psicológicos o de cualquier otro cariz, ‘obligando’ a ser recogida por el Diccionario de la RAE en 2010 como: «capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite», que a fin de cuentas era lo que tenían que soportar las pobres chapas al ser golpeadas ¡Quién lo iba a decir! ¡Qué falta de previsión! Desde luego nadie podía sospechar entonces la importancia que escondía aquella banal definición que iba a llegar a convertirse en un término tan de moda ya que entonces, quizá por el apogeo de los términos boxísticos, solo se empleaba lo de encajador, sufridor, paciente, etc.; pero, en ningún caso, resiliente. 

Esto viene a colación porque, aparte de que se otorgue al idioma el dinamismo que demanda la calle, hay vocablos que alcanzan su acepción neologista a fuerza del abuso habitual por mor de cierta progresía idiomática que, con un snobismo galopante, se apodera de sintaxis y prosodias por doquier. La moda e imposiciones políticas, ideológicas, etc., obligan a utilizar conceptos que todo el mundo suscribe sin el menor análisis, abundando así frases huecas y romas como: ‘para nada’ (que se emplea para casi todo) o el manido ‘sí o sí’ (que resulta, a todas luces, insufrible). Y no digamos cuando se acerca cualquier período electoral donde los políticos, con tal de atraerse el voto, son capaces de lo indecible. Atrapan palabras aplicables a cualquier situación resultando que, cuanto más floreadas y redundantes son, más difíciles de enlazar con la esencia de su significado resulta, estableciendo una jerigonza realmente sorprendente. Y aquí aparecen, por arte de birlibirloque, las archiconocidas para cuando se dan estas situaciones, como: bisagra, marco, pinza, geometría variable, asimetría, indexación, etc. Y, sobre todo, la manipulación y perversión del ‘masculino genérico’ donde, de manera entusiasta, establecen diferencias entre género y sexo llegando a difuminar la línea que los separa. El ‘masculino genérico’, como todos sabemos, nació y se utiliza como economía del lenguaje, llegándose a instituir como una norma lingüística; pero, como tantas otras, pervirtiéndose por causa de la jerga política y periodística de la que antes hacía mención. El desdoblamiento del sustantivo en su forma masculina y femenina, dice la Academia, es artificioso e innecesario desde el punto de vista lingüístico. Sin embargo, estas joyas del mal uso, siguen con sus adeptos aunque suene a recochineo. Les da igual porque, al parecer, los votos recabados supera la vergüenza producida. Recuerda a la torpe verborrea pseudo feminista de la que hizo gala una ex Ministra de infausto recuerdo a la que se le caían los silogismos al compás de sus caderas en un alarde idiomático sin precedentes. Me dan ganas de apagar la televisión cuando oigo lo de andaluces y andaluzas, por ejemplo, porque puedo admitir lo de andaluzas si se dijera andaluzos, pero no es el caso. Lo políticamente correcto llega hasta el paroxismo y no son nada más que esfuerzos banales para quitar hierro al concepto. Los autores de estas perífrasis lo que delatan es un extraño sentimiento de culpa obteniendo, en muchos casos, el efecto contrario al que persiguen o cayendo en el ridículo. Y el colmo es cuando se introduce la arroba (@), que no es un signo lingüístico precisamente, para englobar ambos sexos, que no géneros, ya que las personas solo tienen género cuando van vestidas (es un decir). El género es para las cosas (mesas, casas, árbol…). No es que quiera impartir una clase de Lengua porque hasta ahí no llego, pero es ineludible no acordarse de los análisis morfológicos y sintácticos que diariamente nos hacían aprender, glaciación arriba, glaciación abajo, en la escuela, y que ahora, a juzgar por los resultados, deben prescindir de su uso. 

Tenemos un idioma rico en recursos idiomáticos…, pero una cosa es rico y otra redundante como quieren hacer a ‘machamartillo’ los que necesitan el voto con tal de no emplear el masculino genérico. Si con tantas definiciones para una sola cosa no hay Dios que domine el idioma, encima le agregamos palabras que solo llevan a confusión. Por eso el inglés, haciendo honor al sentido pragmático de quienes lo inventaron, se ha convertido en el idioma universal por antonomasia porque sucede todo lo contrario: una sola definición para varias cosas, consiguiéndose así la simpleza, la brevedad y, sobre todo, lo comercial que lo consagra. Hay palabras que, llevadas por un snobismo espeluznante tanto por su definición como por su etimología, resultan tan ambiguas que podrían emplearse en cualquier oración y para cualquier cosa y solo llamaría su atención la ridiculez de su empleo. Y otras de etimología tan oscura como la pócima que administraron por el oído al rey Hamlet, que los diversos traductores del genial ‘Saquespeare’, como diría Menéndez Pidal en aquella célebre conferencia que levantó tan general murmullo, no se ponen de acuerdo. Algo similar a la nueva factura de la luz, que también nos deja totalmente a ciegas. O como ‘entelequia’, que puede ser desde matemática hasta cualquier otra cosa y casi todas sin aplicación, o aplicándose a todas. Brrr… 

Post Scriptum. 
¿Y parámetro? ¿Qué es un parámetro? (aunque esto no tenga mucho que ver con lo anterior). ¿Alguien lo ha analizado alguna vez? Si paramilitar es algo parecido a militar, pero que no llega a serlo, y parafarmacia lo mismo, convendremos en que parámetro es algo que no llega a ser un metro ¿Un centímetro quizá? ¿El metro de Granada? No sé, quizá se me ocurra un ‘ensayo’ acerca de ello próximamente. Y no es una amenaza. 

Hasta pronto. 

francisco cervantes gil

martes, 15 de julio de 2014

SOCORRO…¡MI MUJER SE QUIERE JUBILAR!

Todo empezó cuando le dije que en el teatro Isabel la Católica iban a representar ‘La casa de Bernarda Alba’ de Federico García Lorca. No oye muy bien, pero esto lo cazó de inmediato. Tal vez porque la obra, y el hecho de ver en escena a la ‘Poncia’, la excita de tal manera que pone como hoja de perejil a todos los personajes, sobre todo a la Poncia por su complicidad con Bernarda. Tanto fue así que, con un gritito de satisfacción acompañado del clásico  batido de pestañas, respondió de inmediato: «Oh, ‘Rai’, me llevarás ¿verdad?»

A mi mujer le parece bien que en todos sitios se sientan orgullosos de sus paisanos célebres «pero como aquí en ningún lado —dice ella—, siempre dando la murga con Lorca, Ganivet, y Pedro Antonio. No hay día que no aparezcan en el periódico, al igual que el Alcalde. La verdad es que se pasan de chovinistas; no he visto una cosa igual».

Yo sí. A ti. Cuando reivindicas a los Hernán Cortés, Pizarro y Espronceda como ilustres extremeños. En todos sitios cuecen habas, cariño, y cuando se trata de ensalzar a los paisanos ilustres se tiende siempre a la exageración. Sin embargo, algo cambió cuando hace algún tiempo la llevé a ver ‘Bodas de Sangre’ y ‘Mariana Pineda’ y, sobre todo, cuando leyó aquella preciosa elegía que tanto la emocionó: ‘Llanto por Ignacio Sánchez Mejías’, con lo que a ella le gusta todo lo que se relacione con el toreo. A partir de ahí el idilio con Federico resultó abrumador y ya no despotrica tanto de que se le mencione a diario en los ‘medios’. Hasta por la Huerta de San Vicente tenemos que ir forzosamente siempre que pasamos cerca del parque que lleva su nombre, para impregnarnos, hasta el tuétano, del aura que envuelve la antigua residencia de verano del autor del Romancero.

     —  Claro que sí—respondí. Además hacen descuento a jubilados y estudiantes.
—      Estupendo, como estamos jubilados, ya es hora de que nos beneficiemos de algo.
—      Es verdad, pero será solo por mí que soy el que está jubilado, por ti no descontarán nada.
—      Anda, y porqué. Tú siempre has dicho que estamos jubilados los dos.
—      No cariño, la jubilación es mía; no tuya. No, oficialmente.

Para qué quise más. Siempre me pasa lo mismo. Y todo por no usar mi suave mano izquierda; por no utilizar la verborrea políticamente correcta y por no edulcorar la cosa, del tipo: «mira, nena, bonita, es que, para los que trabajan en la cosa pública, que son tontos del culo, el único jubilado a efectos funcionariales soy yo. Además tú estás muy bien así, tonta, para qué quieres complicarte la vida. Jubilada, qué idioteces, por favor, con lo que avejenta eso.

—      ¡Y un cuerno!  Claro, ya me lo veo venir. Nosotras no nos jubilamos nunca. De hecho hago lo mismo desde que dejé de trabajar.
—      Ves, tú también dejaste de trabajar. Como yo.
—      Desde que dejé de trabajar fuera de casa, digo, porque dentro de ella, no he parado y lo que te rondaré morena. Sin embargo tú, entre aficiones, hobbies y demás, no das un palo al agua. Así que, a partir de ahora, a repartir las faenas del dulce hogar, porque estoy hasta el moño de tanto fregar.
—      Pero cariño, si hay días que me faltan horas. No querrás que me frustre y se vuelva a adueñar de mí el estrés dañino.
—      Pero que cara tienes, Raimundo— clamó con los brazos en jarras. Tendrás que arreglártelas. Menos música clásica, óperas y, sobre todo, menos darle que te pego al ordenador ese. Lo demás, como el ejercicio y la pintura te lo dejo, porque, lo primero evita que se adueñe de ti la forma del sillón y lo segundo, me gusta.
—      Puedes abusar de mí que ya me tomé el sedante — repuse irónico. ¡La música! De eso ni hablar, no sabes lo que dices. La música clásica despierta los sentidos y las neuronas. Es como hacer sudokus. Estimula el yunque, el lenticular y hasta el estribo y, con el tiempo, te puede ahorrar el sonotone. De hecho, fíjate en el oído tan fino que tengo y no el tuyo que poco a poco lo estás perdiendo por no cultivarlo. Siempre con el Sálvame ese, la isla de los estúpidos y el baile de los malditos. Eso, cariño créeme, acaba con los cerebros.
—      Y tú con el punto pelota o como se llame, que parece un manicomio con un balón de por medio, ¿qué?
—      Sabes perfectamente que uso esos programas como somníferos. De hecho cuando el Pedrerol, con cara de guasa, se propone anunciar lo del Sportium ese, sabes que apago la tele y me voy a la cama sonámbulo perdido.

El mohín de contrariedad ya no la abandonaría tan fácilmente, si lo sabré yo. A la mañana siguiente me tocó hacer la cama ante su mirada inquisidora. Ni una arruga me dejó hacer con lo bien que se me dan. El nidito de soltero flotaba burlón encima de mi cabeza como un espectro ¡Ah, qué años aquellos donde la cama francesa se imponía! Y esto solo era el comienzo. Eso sí, quedó claro que la limpieza era una cosa, pero que lo de la cocina ni hablar. Por muy de Silestone que fuera la encimera nadie me vería sobre ella blandiendo ningún aparataje culinario.
El acuerdo, si no quería engrosar la nómina de los sesentones asquerosamente divorciados, fue poco traumático porque somos civilizados y todas esa cosas que se dicen ahora con tal de disimular la frustración del fracaso; no obstante, confiaba en que, como el tiempo termina difuminándolo todo (que se lo pregunten a Rajoy si no), las aguas tornarían pronto a su cauce porque, conociéndola, ¿qué íbamos a hacer el uno sin el otro?

—      ¡Raimundo! —Siempre me llama así, enfatizando cada una de las sílabas, cuando tiene que reprocharme algo— ¡La persiana ni sube ni baja; la lavadora no abre la puerta y mi televisión no se ve!
—      ¡Busca en las páginas amarillas, cariño, que estoy con el sofrito! 
  

FIN


domingo, 27 de abril de 2014

El pueblo premonitorio

Hace unos días cayó en mis manos un artículo sobre la civilización de Rapa Nui, o la isla de Pascua, que hablaba de su extinción. Sostenía el autor que dicha civilización se había extinguido por esquilmar los recursos naturales de la isla, otrora frondosa de bosques y rica en recursos, hasta cargarse el último árbol.

Por otro lado, una investigación llevada a cabo por el periodista Alan Weisman titulado La cuenta atrás, dice que el censo mundial crece en un millón de personas cada cuatro días y que ya se están utilizando todas las tierras cultivables para alimentar a la humanidad, y que si a todo ello se añade la próspera y galopante clase media asiática, habrá que duplicar la producción de alimentos.



Hay otros expertos como Akihito Matsutani que sostienen que la economía puede ser viable con una población decreciente, y aduce, además, que los economistas no cuentan toda la verdad y evitan decir que «cuantos más trabajadores compitan en el mercado laboral, menor será su salario»

Todo esto fue lo que llamó mi atención alimentando por algunos segundos mi ego galopante porque, hombre, no es que uno sea un prodigio de la novela de anticipación ni guarde cromosomas del Oráculo de Delfos, pero me hizo meditar porque, mira por donde, en un relato de ciencia ficción que escribí hace algún tiempo titulado «El Plan», sostengo que el fin de nuestra civilización será por causa del excesivo aumento demográfico frente a la disminución paulatina de los recursos, precisamente. No, no temáis porque no fue invención mía ni mucho menos, sino que, para ello, me basé en las ‘predicciones’ de Thomas Malthus aunque a mi amigo Mariano no le guste porque dice que antepongo sus dotes de visionario al de economista y clérigo. Mantiene mi amigo, que Malthus fue ante todo un economista y es verdad, pero este tipo dijo muy cargado de razón que « Mientras los recursos naturales son finitos, la demografía aumenta a ritmo acelerado» y de esto hace ya doscientos años. En dicho relato, que está en este mismo blog (2011. Noviembre), por si alguien no tiene nada mejor que hacer y opta por ‘ojetearlo’, hablo incluso de granjas destinadas al suicidio colectivo, que el gobierno imperante entonces, inducía subliminal y caritativamente para aliviar el tránsito hacia la otra vida con la finalidad de contribuir a un crecimiento humano sostenible. Ahí es nada.

Perdida en medio del Pacífico y a más de 3000  Km. de la próxima tierra habitada, Rapa nui es célebre por los moais, unas estatuas colosales construidas inexplicablemente, así como por el arte rupestre más rico del océano. Sufrió una crisis demográfica que terminó arrasando los recursos naturales y provocando la guerra entre sus tribus hasta su aniquilación. El primer autor que menciono, y que despertó en mí el interés por el tema, cree ver un paralelismo con la sociedad actual, que de alguna manera va camino también de cargarse el último árbol.



Recientemente, y esto ya si que es casualidad, pues, parece que hay una corriente de opinión en este sentido, el eminente científico Stephen Hawking ha declarado que «O el hombre coloniza en los próximos cien años el espacio exterior o desaparecerá» y un informe reciente de la ONU, vaticina que la escasez de recursos provocará guerras y disturbios a nivel mundial. Y esto ya son palabras mayores porque corresponden a arúspices sesudos y serios del tema que nos concierne.

Pero no hay que preocuparse porque aún quedan muchos años para que la predicción, tanto de Hawking como la de todos los otros, se cumpla. Ya se sabe que si la responsabilidad hemos de dividirla entre todos, toca a muy poco y, por tanto, se difumina hasta casi desaparecer. Lo malo es que ese ‘difumino’ sea igual que el empleado para el último árbol de Rapa nui. Desde luego, lo de apuntarme a Greenpeace empieza a tomar forma.

f. Cervantes gil. 

sábado, 29 de marzo de 2014

Don Alfonso

De pronto, irrumpe ante mí una manifestación entre la llovizna; y me veo envuelto, sin quererlo, en una algarabía bullanguera más propio de una fiesta que de una protesta. Las pancartas, alusivas e irreverentes, pidiendo una educación pública de calidad y sin recortes, rezuman agua y tinta deslavazando el texto. Aquí no hay forma de que las protestas se articulen razonablemente, y así no hay manera de que las cosas se tomen en serio ya que todo parece más un carnaval que otra cosa. Tampoco se trata de convertir la citada comitiva en un duelo rodeado de pompa y circunstancia; pero, viendo las cosas con el festejo que llevan consigo, ¿Alguien puede creerse que estas gentes sufran algún problema?

Lamentablemente, hoy no solo se sale del colegio con un montón de faltas de ortografía y apenas sabiendo ordenar sujeto, verbo y predicado, sino que se llega a la universidad con ese gran hándicap. Como resultado, se produce una falta de vocabulario en los jóvenes que cualquier conversación entre ellos, salvo las manidas excepciones, resulta de una apatía idiomática que tira de espaldas. Y todo por unos sistemas emponzoñados de política e ideología que han lastrado la enseñanza desde un tiempo a esta parte. Antes se salía, después del bachillerato, con cierta cultura general, de manera que en cualquier concurso de radio, televisión, etc., después del tiempo transcurrido, te asombras de saber un gran número de respuestas. Y es que, una cosa es educar y otra instruir. Pero me da que la protesta no va por ahí. 


No ha mucho me topé en el periódico local con un titular que decía: «Las inundaciones que ‘debastan’ China ponen a prueba la gran presa de las Tres Gargantas». Otro día oí como un reputado político pedía en el Congreso: «un poco de ‘urbanismo’, por favor». Otro: «vi la pancarta porque estaba delante ‘mío’». Y así podría seguir hasta llenar este artículo, o lo que sea, con frases altisonantes, palabras ininteligibles y muletillas degradantes provenientes del personal que se presume formado. Si el correcto uso  de la lengua no se exige a quienes lucen sus títulos con pompa y ornato, difícilmente podrá lograrse que lo haga el ciudadano de la calle.
A pesar de mi vasta incultura y albergar hondas carencias gramaticales, que le vamos a hacer, hay cosas que por flagrantes, llaman mi atención y despiertan mi curiosidad algo dormida últimamente. Y es que los ejemplos que nos adornan día a día hablan por sí solos.

Los políticos los elegimos para que nos representen y sepan hablar en público, aunque hay pocos que se atrevan a hilvanar tres frases seguidas sin mirar un papel. Y, desde luego, los que utilizan la lengua como instrumento de trabajo, habría que exigirles cierto interés y decoro en el empleo del lenguaje. 

Dicen que lo habitual llega a convertirse en normal, y de tanto ver las cosas mal escritas y con faltas de ortografía (que aun con nuestro nivel las advertimos) pueden llegar a confundirnos, consiguiéndolo de hecho en algunos casos.  
Cuando me enfrasco en la lectura de un libro, a veces me evado de la temática porque solo me fijo en el manejo que del lenguaje hace el autor. A nuestro nivel se ignoran palabras por doquier, como ya he dicho, aunque siempre ha de imponerse la consulta; pero al nivel de ciertos sujetos que tienen que velar por el idioma, esta ignorancia debiera ser imperdonable. Decía d. Camilo José Cela: «nunca se llega a dominar un idioma por completo; ni siquiera el vernáculo. Por eso hay que manejar constantemente el diccionario como herramienta de trabajo». 

La lluvia en otoño siempre trae un aire de nostalgia y eso me ayuda a transportarme a mi más tierna infancia. Así que, una vez pasada la marabunta ‘manifestera’ me dejo llevar por ese aire que lava el alma y…

Aún puedo ver a d. Alfonso escribiendo en el encerado, en aquellos tiempos en que se premiaba la caligrafía primorosa, la oración que, extraída de algún texto, iba a ser la protagonista del análisis morfológico del día. Nos inculcaba la ortografía a través de unos dictados aderezados de una fonética y una prosodia  muy peculiares, creando un vínculo indeleble entre lo pronunciado y lo escrito ya que diferenciaba la uve de la be, la elle de la i griega, la te intercalada, etc. Aprendimos así, no solo a escribir castillo, sino que también aprendimos a pronunciarlo. Con el paso del tiempo fui descubriendo que el recurso didáctico empleado por el viejo maestro, unido a cierta afición por la lectura (los tebeos también hicieron mucho), sirvió para que pudiésemos escribir con una letra legible (gracias a los cuadernos de caligrafía de Rubio) y una ortografía razonable. D. Alfonso era andaluz, y eso, quiérase o no, suponía cierta dificultad al pronunciar los vocablos, pero gracias a su actuación que como un actor imprimía con verdadero énfasis, su impecable castellano al dictar parecía provenir de la alta planicie. Pues no solo la morfología de las palabras es importante, sino también la fonética. Aquellos recuerdos que afloran como un torrente ante la trivialidad con que a menudo nos inundan ciertos planes de estudios al socaire de la ideología política que en cada momento toca, chocan con la pobreza idiomática con la que a menudo te encuentras. 

No es necesario mencionar que d. Alfonso no solo daba clases de Lengua al languidecer la tarde, sino que aprovechaba los albores del día, donde la mente despierta, para tratar de que comprendiéramos el principio de Pascal o el de Arquímedes. Solía desenrollar un viejo mapa que pendía de guita y alcayata, para recitar, con ánimo de que repitiéramos todos, los cabos, golfos, mares, cordilleras y capitales de los países que cabían dentro de aquel desvencijado hule cartográfico, de modo que nos ufanábamos de conocer la geografía del país y del extranjero sin haber atravesado ninguna frontera. Se entusiasmaba contando cualquier batalla histórica, y bajaba el tono cuando de relatar un episodio de la Historia Sagrada se trataba. Por último, se empeñaba en la conjugación de los verbos mientras flotaba en el ambiente la hora de salir en estampida en busca del Vita cal. A d. Alfonso siempre le recuerdo envuelto en una áurea egregia. Tal vez contribuyera a eso su pulcritud e impecable indumentaria, sus gafas ahumadas de miope o, simplemente, era el respeto que se le tenía muy lejos del compadreo que impera hoy en día. Sin duda era cosecha propia de gran pedagogo, porque el hecho de tener a d. Alfonso como único profesor durante varios cursos, ya que sólo cambiábamos de enciclopedia, contribuyó muy mucho a cuanto digo y expongo. Fue, en definitiva, un maestro de los que te marcan y recuerdas toda la vida porque  si quien te lleva de la mano es un maestro carismático y enamorado de su noble oficio, todo resulta más fácil.

¿Qué ha cambiado ahora en la enseñanza para que se den lugar estas manifestaciones y estas huelgas? Llevamos tropecientas leyes educativas de parecidos acrónimos que solo han servido para devaluar la enseñanza hasta llegar aquí, y todas con fecha de caducidad. Pues no ha cambiado nada, sencillamente sucede que todos los gobiernos prefieren un sistema educativo de adoctrinamiento ideológico o religioso que configure un pueblo aborregado; un individuo que piense por sí mismo es potencialmente un peligro para ellos, por eso tienen que elaborar leyes que les cuiden las espaldas. Pero algo habrá que cambiar, no se puede seguir con lo de hasta ahora. Según dicen, los que saben de la cosa, no solo estamos a la cola de cualquier informe o ranking evaluador, sino que tampoco hay una universidad con un prestigio internacional mínimo. La cultura del esfuerzo —siempre que no sea un señuelo— habrá de rescatarse, de manera que se premie e incentive al que se esfuerza y no el aprobado general a mogollón. Alguna vez hay que empezar desnudándolo todo de cualquier atisbo ideológico y tendencioso. Ni lo que se pregona en las pancartas ni lo que se pretende adoctrinar de nuevo debe darse por bueno ¿No se constituyen comités de sabios o de expertos, o de vete a saber tú, para cosas que al final no tienen ninguna trascendencia? Pues aquí vendrían que ni al pelo. Aquí es donde existe verdadera relevancia. 

f. Cervantes gil.