martes, 8 de diciembre de 2015

El guionista


En el Rockefeller Center, mientras el sol no era lo único que declinaba, Mary Pickford me confesó que era lesbiana. Cuando el asombro se esfumó de mi rostro le contesté con la mejor de mis sonrisas: «bueno, nadie es perfecto» al tiempo que recordaba como la violaban encima de una mesa de cocina en una de sus películas. Willy Wilder que está a la que salta, me copió la frase para su inolvidable ‘Con faldas y a lo loco’ según me confesó ella misma. «Después de todo, fue lo único que pude atrapar de él» comentaría más tarde el bueno de Willy. De manera que aquí me tienen siendo el guionista más ocurrente y excéntrico de Hollywood, pero perdiéndome las mejores.

Todo viene desde tiempo atrás, de la época dorada del cine, donde creía caminar por el sendero adecuado hacia la celebridad merced a un calibrado plan que permitiera convertirme en un gran guionista en aquel Hollywood de lujo y glamour; pero, paso a paso, porque lo poco agrada y lo mucho cansa, de manera que si de atraer la atención de toda esta gente excéntrica y voluble se trataba, había que escoger muy bien los momentos. Elegía mis fugaces y contadas apariciones cuidando tanto el lenguaje verbal como el gestual con exquisito esmero, haciendo que mi lúcido intelecto fuera el blanco predilecto de los poderosos iconos de la ‘Meca’. Mi comportamiento esquivo, por tanto, no se asociaba a la falta de ingenio precisamente, ya que era lo único que de verdad destacaban, sino a una originalidad en el trato que me envolvía en un atrayente halo de inaccesibilidad. Excéntrico y heterodoxo decían; pero dueño de un excelso intelecto. 

Una mañana me topé accidentalmente con Lubisch —supongo que todos conocerán de quien hablo— ¿o no tan accidentalmente? El caso es que me hizo ver lo interesante de mi colaboración con él para su obra ‘To be or not to be’. Como el que no quiere la cosa le solté que un genio como él estaba llamado para escalar cotas más altas dentro del Star-system sin necesidad de pasar por ocurrencias propias de principiantes, dado que eso era lo que se consideraba por aquellos tiempos trabajar sobre algo que tuviera que ver con el tan manido Hamlet. Al final hizo el guión a medias con el mediocre Edwin Justus Mayer consiguiendo una de las comedias más célebres y mordaces de la Metro Goldwyn Mayer, lamentando perderme, ya digo, las mejores.  
Mi coriácea fama acrecentaba mi ingenio frente a todos los que ansiaban el culmen de la dirección en aquél loco contubernio alrededor de la industria del celuloide. El rédito que el desdén y la indiferencia me otorgaban, conseguía aplazar citas importantísimas con los que perseguían fama y fortuna, disponiendo de un tiempo precioso. Por tanto, lo mismo me permitía pavonearme por Sunset boulevard como por los múltiples partys de Bel Air donde polarizaba toda la atención a través de mi sarcástica y fina ironía.

Un día me llamó Selznick —ya saben, el productor— y creí que la estrella de mi vida cambiaba. Pero no. De nuevo, en un alarde de petulancia propio de mí, postergué el encuentro donde me ofrecía colaborar en el guión de ‘Lo que el viento se llevó’ junto a Sidney Howard y Jo Swerling mientras me exponía sus dudas a la hora de elegir ‘partenaire’ para Clark Gable porque todas torcían el gesto por la halitosis del galán. Le dije que optara por la bella Vivien Leigh que pasaba por una crisis amorosa y no dudaría en decir que sí dado la fragilidad que una ruptura de ese calibre dejaba (la verdad es que Vivien recurrió a mí porque, últimamente, no se comía un rosco). La idea le pareció tan genial que se deshizo en elogios hacia mí y hacia mi sublime ocurrencia. En cuanto al guión: «el guión lo escribiría yo solo, o nada». David O. Selznick, prepotente y fanfarrón como él solo, no volvió a llamarme.

Más tarde me ofrecieron ser asesor de la Paramount, pero lidiar con gentes de la Famous Player Laski y de la Gulf+Western en nada me seducía, pues conociendo a tan singulares personajes no iba a meterme en la boca del lobo. Estaría bueno que después de dar calabazas a tan insignes personajes, que adulaban constantemente mi genio creativo, no iba a trabajar ahora junto a cualquier pelagatos. Decliné amablemente la generosa oferta de Adolf Zuker, deshaciéndome en elogios hacia su ‘imperio’, con objeto de que mi reputación continuara incólume. 
En Pickfair, la impresionante mansión de Mary Pickford, lugar de encuentro de lo más granado de Hollywood, George Cukor consiguió hábilmente apartarme del corro donde me estaba luciendo con mis aceradas críticas hacia el ‘stablishment’. Después de mucho alabar mi chispa y mi talento, me convenció para marchar juntos a Broadway donde tenía entre manos un trabajo (luego resultaría ser ‘Historias de Filadelfia’, otro éxito del ‘almibarado’ Cukor). Accedí pensando en que allí no serían tan exigentes como en Beverly, pero lo que no sabía era que la compañía de Cukor, declarado homosexual, me iba a traer más de un quebradero de cabeza como así fue. Acabé en boca de todos sin comerlo ni beberlo siendo pasto, además, de determinada prensa sensacionalista. Algunos decían comprender ahora lo esquivo de mi comportamiento para con todos menos para con el ‘tierno’ de George. No tuve por menos que darle esquinazo y decirle que se buscase a otro. Y se lo buscó. Un tal Joseph L. Mankiewicz, un desconocido ‘juntaletras’ por el que nadie apostaría un dólar.
Buscarme la vida en el inhóspito New York de aquellos días, con objeto de sacudirme el nuevo sambenito que me habían colgado, consistió en una tarea de lo más ardua ya que resultaba realmente impenetrable. Las tácticas empleadas por mí en la costa oeste no daban resultado en un ambiente tan hostil plagado de gangs, mafias y violencia, lejos del glamour de la época dorada. El trabajo se exigía con una antelación endiablada y esas premuras impedían desarrollar mi ingenio más allá de los tópicos de rigor. La necesidad hizo que me desprendiera de mi aureola megalómana bajando a las cloacas del género. Acepté pequeños trabajos en cortos y documentales hasta desembocar en la lúgubre serie B de infausto recuerdo. No tuve más remedio que zambullirme de lleno en la incipiente y mal retribuida televisión, donde cualquier cosa era bienvenida, degradándose poco a poco mi trabajo hasta llegar a ser de lo más nimio. Algunos cretinos los tildaban de zafios y carentes de talento cuando todo lo que necesitaba era tiempo para poder plasmar mis magníficas ideas. Todo se deterioró: el excelente trabajo que nunca me permitieron mostrar, y yo.

En una esquina del East side, junto a los húmedos pilares del puente de Queensboro desde donde se divisa el Empire state, deambula un tipo desaliñado y grotesco que aborda con insólitas historias a cualquiera que se dirija hacia Park Avenue o la calle 59. El pobre diablo, con la voz quebrada por la emoción, no hace otra cosa que ensalzar su figura y lo suntuoso de su trabajo. Pero, necios como ellos solos, no escuchan, no saben apreciar donde reside una gran historia ¡Pero tienen que saberlo!, clama el atrabiliario sujeto con vehemencia blandiendo un desvencijado diario que dice contener sus memorias, tienen que saber que allí, pese a los contenedores que le sirven de sustento y los cartones de asilo, no reside un tipo cualquiera, sino una celebridad que se codeó con los grandes. Un genio de Hollywood.

f. Cervantes gil. Granada, diciembre/2015

domingo, 22 de noviembre de 2015

RUNNING


Correr, correr, desfogarse, ¿huir? Comúnmente veo a tanta gente dándose unas palizas de padre y muy señor mío que a menudo me hacen mirar hacia todos lados temiendo sea fruto de alguna estampida o de algún disturbio. Y me invade la sensación de ir siempre en sentido contrario, lo cual resulta agotador. El llamado ‘running’ es invasor y ubicuo —como ubicuo era el padre Aznar, aquél dominico traidor que parecía escamondado con piedra pómez, presto a birlarte la tarjeta del cine a la menor ocasión—  además de ser un anglicismo, como no podía otra cosa, en cuyo caso no lo habríamos adoptado. La terminación ‘ing’ del inglés equivale, generalmente, al gerundio español, por lo que se podría traducir como ‘corriendo’. Son tan invasivos estos vocablos anglosajones que más de un ‘snob’ no tardaría en atraparlo para sí para soltarlo en su más estrecha intimidad, de manera que resultaría un tanto esperpéntico encontrarse en pleno éxtasis sexual y soltar un «¡Ay cariño, que me running!». Nada habría de extrañar porque, ya digo, son tan invasivos… 



Entre los ‘runners’, los que hablan por el móvil a grito pelado manoteando, los autómatas del whatsApp y los dueños de perritos con correas interminables, consiguen adueñarse de las calles de tal forma que terminarán poniendo semáforos para evitar encontronazos y atropellos, cuando no mayorales con vara y todo para ir conduciéndolos al redil, por su carril. Como digo, el running es una moda multicolor y fosforita, y de ello se encargan las firmas de deportes más prestigiosas para promocionarlo con el único objeto de vender su material a mansalva, al igual que las grandes potencias armamentísticas aprovechan los conflictos para dar salida a su material bélico, porque me da que lo de mantenerse en forma no es sino un eufemismo para ocultar sus verdaderas intenciones como trataba de ocultarlas subrepticiamente el ‘hermano’ Vinuesa, aquel presunto afeminado que se ‘picaba’ cuando pasaba por el pasillo de las aulas de Maestría de Luis de Góngora siendo blanco de bromas y siseos. Qué cabrones; pero, quién te mandaría a ti pasar por allí, Vinuesa, maricón. 
Como tal moda el susodicho running pasará, estoy seguro, y la gente sensata (porque hay gente sensata y todo aunque no lo creáis) entenderá que el deporte exigente solo está llamado para aquellos que lo practiquen profesionalmente y el otro, el moderado, para el resto. Que es bueno hacer deporte y moverse es evidente, ya que así lo dictan desde los cardiólogos hasta los chef que últimamente pululan por todos sitios, aunque también termina uno por sospechar cuando se encuentra con alguien de avanzada edad que está como las rosas sin haber dado un paso más largo que otro. Cierto es que hay quien se muere de cáncer sin haber fumado jamás un cigarrillo, y es que a esas gentes también les pasa, porque de todo hay en la viña del señor.


Correr maratones, carreras populares de medio fondo y de fondo entero, produciéndose algún suceso luctuoso en muchos casos cuando no retiros inteligentes a tiempo o abordando el coche escoba con la mano tendida y la lengua fuera, el caso es ir a la moda no vaya a ser verdad que te mueras por no moverte. ¿Y así se lo pasa bien la gente? Se preguntan unos ¿Por qué ha habido un retroceso generalizado del sentido común? Se preguntan otros al ver a ciertos corredores al borde de la alferecía. Me da que nos hemos vuelto locos por la sinrazón de encontrarnos en forma, jóvenes, apuestos y... apetitosos. Pero esto también se consigue, como dicen los expertos, con ejercicios moderados cuya única función consiste en mantener los miembros, todos los miembros, ¡eh!, más o menos a punto.

Parece ser que cuando el cuerpo se somete a unos niveles grandes de esfuerzo (supongo que no hasta la extenuación) la explosión de dopaminas, endorfinas y otras sustancias, fruto de mentes calenturientas que se han inventado todo esto, son lo suficientemente poderosas como para llevarte al nirvana, y lo que creo (sin pretender hacer de esto un ensayo) es que es una estupidez como la copa de un pene, porque de esto sabemos mucho los laborales. Que nos lo digan a nosotros que nos sometían a toda clase de esfuerzos asquerosamente inhumanos cuando Educación Física tocaba. A toda el aula sin excepción y sin tan siquiera preguntar si te aquejaba algo. Te ‘aconsejaban’ dar vueltas y más vueltas por aquellas pistas de ceniza sin venir a cuento porque así te lo pasarías de puta madre y sin que la inmensa mayoría fuese jamás a dedicarse a la práctica del atletismo, deporte bello por otro lado, sin tener que ver una cosa con la otra. Lo que experimentábamos entonces era un abatimiento y una fatiga sin límites en medio de un flato que te hacía doblar el espinazo con la mano apoyada en el flanco del abdomen sin que ni por eso te permitieran parar. Esto no hacía más que intensificar un odio hacia el Sr. Schmidt, aquel tipo rudo, de bronceado indeleble y afrancesado apellido, al no comprender el porqué de tanto sacrificio y tantas vueltas de trescientos metros cada una ¿y cuando tocaba correr los mil quinientos? La madre que los parió, pero si había quien se picaba y todo. Se podía entender como mucho un poco de ejercicio, sin pretender parecerse a la sección femenina aquella de sutil recuerdo, pero tampoco mucho más, Sr. Schmidt (ya que en paz descanse), para entonar la musculatura y todo eso referido a los miembros. Aunque ahí, como recordaréis, no acababa todo porque, posteriormente al tremebundo esfuerzo sin sentido, había que atinar para mear en un añejo bote de penicilina vacío y rezar para que el color del líquido excretado fuese cuanto más turbio y oscuro mejor, porque las malas lenguas decían que, de lo contrario, la fuerza oscura y orweliana, aquella que no veías pero que existía, advertiría la falta del empleo enérgico de la fuerza física empleada en tan ardua tarea pudiendo ser esto determinante para vete tú a saber que tipo de represalias. Teniendo la espada de Damocles en forma de beca encima de tu cabeza, no podías jugarte las castañas de forma tan trivial, por lo que se imponía un poco de esfuerzo, baldío en este caso, en pro de tu inmaculado expediente. Los pocos a los que este denodado esfuerzo de correr como pollos sin cabeza no les hacía tanta mella, tenían como recompensa dedicarse a ello así como el objetivo obsceno del tiempo contra el crono, amén de dejarse los hígados y otro tipo de casquerías dispersos por algunas de las calles de aquellas pistas, y un par de huevos fritos en el desayuno. Esto era, realmente, lo que despertaba más de una envidia así como otro tipo de viandas de las que no quiero ni acordarme. Hay que reconocer, sin embargo, que verlos correr los domingos por las pistas, sobre todo si competían con colegios foráneos, y ganar como casi siempre, era todo un placer porque una de las cosas que consiguieron en la Uni, sin embargo, fue que amáramos el deporte en general y el atletismo en particular, algo nuevo para la mayoría de nosotros. Pero ¡Ay! Había tantas cosas nuevas y buenas que algunos no dábamos crédito (desde albornoz hasta chándal pasando por una colección de ropa deportiva con elástica roja, perdón encarnada, y todo). Por eso ahora, en la senectud, como rescoldo de aquellas prácticas de ‘laboral’ compiscuo venido a menos, algunos continuamos con la práctica del ejercicio, generalmente como método terapéutico, cuando no geriátrico. Pero cuando te topas, ya digo, con algún coetáneo, o más, con aspecto sonrosado, sonrisa bobalicona y con la mata de pelo intacta, y te dice que se encuentra tieso o ‘eréctil’ como un palo, que nunca ha pisado un gimnasio y que la caminata más larga que hizo fue estando en la mili, olvidándose de todo lo demás en cuanto acabó, no sabes si cazar moscas o mandar lejos a todos esos sesudos especialistas que un día sacan un estudio en un sentido para otro día hacerlo en otro, mandar todo a hacer puñetas, retomar tu sillón favorito, que apenas lo usas por el miedo que te han metido en cuerpo, y decir: que aquí (sin señalarse en ningún sitio) me las den todas. Pero, joder, ¿y si fuera verdad?   

lunes, 28 de septiembre de 2015

Pongamos que hablo del Albaicín


Patearse el Albaicín en una mañana de luz intensa, de esas que acontecen por aquí, es un placer que de cuando en cuando suelo otorgarme, pero sintiendo siempre los mismos deseos por describir la hermosura que lo rodea como el pintor que lo expresa a través de un lienzo o el nipón que lo plasma en su cámara. Sin embargo, la desazón se apodera de mí al no saber exactamente como atajarlo no vaya a ser que me pidan cuentas por osar siquiera pronunciar ciertos nombres o lugares. Aun así, probaré de este modo:
En la colina donde se aposenta este barrio pintoresco, exótico y arrabalero de compleja historia se originó la ciudad de Granada desde la conquista de los romanos hasta el asentamiento islámico del siglo XI, siendo posteriormente ocupado por la dinastía Zirí. Después de Almorávides y Almohades la presencia musulmana se reduce casi exclusivamente al Reino de Granada encargándose Alhamar, tras reunir a los reinos de Taifas, de fundar la dinastía Nazarí. Su sucesor Muhamad I proclama a Granada Capital del Reino y traslada la corte a la colina de la Sabika, justo enfrente, tras construir en ella La Alhambra. El barrio deja de ser el centro de todo poder, pero sin perder un ápice de su mezcolanza cultural y festiva que siempre lo caracterizó porque tras la reconquista de 1492 siguen conviviendo, en solaz armonía, cristianos y moriscos hasta que el Cardenal Cisneros, rompiendo con lo pactado en las Capitulaciones de Santa Fe, impone una política excesivamente restrictiva para los segundos prohibiendo cleros y costumbres. A partir de aquí es cuando el barrio se expande hacia la Carrera del Darro dotando a este peculiar paseo de iglesias, conventos y estancias solariegas de blasonados pórticos.
Vaya esto como preámbulo sucinto para no aburrir a los lectores —siempre que los haya— porque no es objeto de este humilde relato descubrir nada que ya no se haya dicho que para eso están los libros de historia que dicen más y mejores cosas de todos estos lugares sin parangón.
En Plaza Nueva, y al pié de la manierista Real Chancillería, se vislumbra una de las postales más bellas de Granada si la enfocas a contracorriente del Darro. Santa Ana a la derecha y la Carrera del Darro a la izquierda es el reclamo idóneo para transitar por un idílico paseo bajo el protectorado de la sempiterna Torre de la Vela. Al término del mismo, desembocamos en el Paseo de los Tristes y es allí, en la placeta de Rey Chico, donde ya no sabes a donde dirigirte por miedo a perderte algo inolvidable si emprendes un camino en vez de otro. En la confluencia de la Cuesta de los Chinos con el Camino del Avellano y la Cuesta del Chapiz, frente al ‘Hotel Reuma’ y la Casa de las Chirimías, al alzar la mirada a la izquierda contemplas en todo su esplendor la bermeja fortaleza nazarí presidida por la simpar Torre de Comares. No se sabe si el pretexto de la existencia del Albaicín, tal como llega a ser, radica en poder contemplar La Alhambra desde sus múltiples atalayas o poder contemplarlo a él desde la Alhambra; porque hacerlo desde los jardines del Generalife o desde el patio exterior del Palacio de Carlos V es todo un deleite para los sentidos. Lástima que Stendhal no hubiera estado aquí antes que en Florencia porque, de haber sido así, nos habríamos apropiado su ‘síndrome’ con todas las de la ley. 

Al abandonar el ‘Bajo Albaicín’ para comenzar la ascensión de la colina que alberga el barrio por la Cuesta del Chapiz, dejando a la derecha el Palacio de los Córdova y la colegiata de Nuestro Salvador, el rumor del Darro se amortigua quedando solo como vestigio de toda corriente ‘los suspiros que reman’ de la poesía lorquiana. Nos adentramos por San Juan de los Reyes, calle estrecha y sinuosa donde las haya, para sumergirnos por las callejuelas angostas, dramáticas y a veces tortuosas pespunteadas de cármenes que son como pequeños paraísos donde la vida fluye despacio hasta casi detenerse. Y si nos dejamos arrastrar por el embrujo que destilan sus esquinas y empedrados y nos detenemos en cualquiera de los miradores que pueblan la ascensión, observaremos, en cotas escalonadas, las diferentes tonalidades arbóreas que componen el vergel que desemboca en el valle y asciende hasta La Alhambra. Dando un pequeño rodeo por la calle del Agua, a través de la calle Pagés y Casa Torcuato, culmen de la tapa albaicinera, llegaremos a Plaza Larga centro neurálgico donde las Cruces de Mayo adquieren el arte gitano que las eternizan. Pasaremos bajo el Arco de las Pesas, símbolo de la engañifa medieval y la sisa a través de las falsas pesas de balanza expuestas en su fachada para público escarmiento, hasta llegar al mirador de San Nicolás. En el balcón de Granada por antonomasia, antes de que el rosa pálido del ocaso que tinta Sierra Nevada termine por diluirse se divisa la amplia vega mil veces cantada por Federico y el aposento de la Fortaleza sobre la Sabika, constituyendo uno de los atardeceres más hermosos que uno haya podido presenciar.

Hay otros muchos rincones entrañables dentro de este laberinto de casas encaladas y sedientas que parecen precipitarse al valle del Darro (Dauro, De Oro) con intención de calmar su sed; pero, como siempre ocurre, el tiempo se escabulle por entre las sombras del crepúsculo impidiéndome ver todo lo que quisiera narrar de este enclave único, de este marco incomparable que se divisa desde cualquier atalaya albaicinera y que tiene como principal objetivo poder contemplar La Alhambra. 








domingo, 3 de mayo de 2015

La enigmática luger

En una de las muchas reuniones que tuvieron lugar en los prolegómenos del fatídico ‘Pacto de Acero’, el militar italiano quedó prendado de la Luger P08 que descansaba sobre la mesa del oficial alemán encargado de la propaganda nazi en el extranjero. Al ‘Camisa negra’ le fascinaban las armas, y esta era una pieza codiciada por él desde hacía mucho tiempo.
— ¿Le gusta?— preguntó el teutón, con gesto de complicidad, al notar el interés del romano.
—Es un bello ejemplar— repuso obnubilado sin apartar la mirada del arma.
—Suya es. Si la quiere.
—No se si debería… —titubeó el fascista tras unos instantes de azoramiento.
— ¿Aceptarla? Por favor, se la regalo con mucho gusto. Después de lo que ha hecho por nosotros en Roma, no debo por menos. Está virgen, si esta palabra puede emplearse para un arma. No ha sido disparada nunca… ‘oficialmente’, claro.


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Detestaba que lo llamaran ‘Oli’. A lo sumo aceptaba Oliver, por aquello de las connotaciones anglosajonas —otra de sus admiraciones—, aunque en verdad lo que le gustaba era que se dirigieran a él por su nombre completo: Oliverio. De manera que cuando alguien le llamaba ‘Oli’, solía responder, displicente, que él le recordaba a Stan Laurel, zanjando así su desacuerdo. Su padre siempre empleaba el nombre completo. Claro que su padre era otra cosa, algo único, excepcional. Un día, sin embargo, la aureola de misterio y gallardía que envolvía a su progenitor casi se derrumba al sorprenderlo —dado que siempre lo hacía a hurtadillas— limpiando y engrasando una pistola que nunca había visto. Le extrañó porque no habían consentido nunca, ni siquiera en Reyes, que dispusiera de una de juguete. Sin embargo, al percatarse su padre y tratar la situación con total normalidad, pese a sus pocos años, hizo que su admiración siguiera intacta. Su padre ya empezaba a considerarlo todo un hombre. Desde entonces participaría en su secreto acompañándole en aquella afanosa tarea, que tantos cuidados demandaba, siempre que fuese menester. Durante el complicado mecanismo de desarme, donde había que extremar las operaciones por la fragilidad de las piezas, y donde había que separar cuidadosamente la munición del resto de componentes, le contaba que la cogió de un oficial italiano abatido durante nuestra contienda civil. No como trofeo de guerra, ya que no era un salvaje, sino porque entendía que el pobre finado no la necesitaría más y, sobre todo, para que aquella joya de reluciente aspecto, no cayera en manos irresponsables. Por su memoria, dado que se apropiaba de algo que no le pertenecía, prometió allí mismo hacer un buen uso de ella como sin duda el interfecto le habría gustado, ya que, por su lustre y por esconderla junto a la sobaquera como segunda arma, dedujo que nunca había sido usada. Le repetía una y otra vez que no debía mirarla como un arma de matar sino como una reliquia, ya que tanto su manufactura como los materiales empleados en su elaboración, dado su antigüedad, deberían ser dignos de tenerse en cuenta. Por ello, debía considerarla, si acaso, como un objeto de colección.

La fascinación que empezó a sentir Oliverio hacia aquella ‘reliquia’ de extraño percutor a la que su progenitor le dedicaba tanto esmero, pues, no había una sola vez que al bajar al sótano no cruzara su mirada con la vitrina que la albergaba, se multiplicó a lo largo de los años acrecentando con ello su misterio. Tras la muerte de su padre continuó dedicando la misma atención y esmero a la complicada arma siguiendo la misma metodología aprendida a su lado. 
Transcurrió el tiempo y este no lo hizo de manera apacible para Oliverio y su esposa ya que, en vez de constituir su única riqueza, avanzó de forma tan cruel como inexorable. Octogenarios, sin descendencia, y aquejados por los desmanes erosivos de su inexorable tictac, se consumían en el hogar donde alguna vez albergaron sus sueños. Ella, con una enfermedad terminal que reverdecía con los primeros síntomas del otoño, perdiendo la salud como los álamos las hojas. Y él, dueño y señor de una artritis reumatoide, viajaba desbocado a lomos de una inflamación degenerativa que le carcomía los huesos. Apenas podía andar y le costaba verdaderos esfuerzos tener que salir, de cuando en cuando, a por las provisiones que les permitían alargar el sufrimiento. Su única satisfacción consistía en ver, a través de la balconada, como recobraban su verdor los árboles y los plantíos al apuntar la primavera porque era cuando sus dolores mitigaban. «Ya reverdecen las acacias, decía en un susurro, se acercan tiempos de tregua y bonanza para este maldito cuerpo». Un día de invierno, aciago y gélido en el que faltó la esperanza, notó que la llama de la vida se extinguía. «Voy a morirme pronto, Elisa» le dijo a su fiel compañera postrada e inerme como un cervatillo abatido. Un mullido de plumas se alió con sus manos deformadas por el dolor para estrangular el débil hálito que exhalaba Elisa, su Elisa, confirmando aquel cruel sortilegio que se había instalado en sus vidas. A continuación, e instantes antes de que un soplo de viento de la estación que más dolores le afligía abatiera los postigos y mostrara el llanto de las acacias, Oliverio se sentó frente a la que había sido su mujer con la mirada perdida. Confundido quizá por los fantasmas de su pasado, con mano trémula, esa mano de quien posee todos los dolores del mundo, terminó acertando con una barbilla surcada de mil arrugas que acogió el frío metal con resignación. Y sin dejar que aquellos espectros del pasado impidieran el final imperfecto, dejó que aquella Parabellum extraña, que por azares del destino nunca fue disparada, perpetrara al fin su cometido.

domingo, 26 de abril de 2015

No es lo mismo

Si Monipodio levantara la cabeza su grado de estupefacción no tendría límites al comprobar como establecen paralelismos, sin el análisis adecuado, entre su vieja escuela y la actual. Cuando osan comparar ambos comportamientos, hasta al maestro de rateros por antonomasia se le tiene que erizar el bigote. Y con razón, porque los individuos de las hazañas de una gran parte de la literatura del Siglo de Oro, denominada Género Picaresco, solo aguzaban su ingenio frente a la opulencia con el único fin de saciar el hambre que los atenazaba. Unos truhanes astutos cuyo único objeto, repito, consistía en ir malviviendo a pesar de todo como única forma de salir adelante en una España hostil ahíta de miseria. Y es por ello que debo romper una lanza en favor de estos menesterosos, frente a los que tildan de picarescas las acciones de ahora tratando de compararlas con las peripecias de aquellos pillos de tan ‘rancio abolengo’, aunque solo sea por la admiración que me suscita el género literario en cuestión. Los de ahora no son nacidos de la necesidad ni criados en la miseria precisamente, sino miembros de una casta privilegiada movidos por la codicia y que operan con total impunidad ante la complacencia del sistema. La destreza de los saqueadores de lo público de hoy nada tiene que ver con aquellos Rincón y Cortado, vagando por las callejuelas de Sevilla en espera de cualquier incauto, ni con el Guzmán de Alfarache, cuando narra sus miserias, ni mucho menos con Oliver Twist rindiendo cuentas al mezquino Fagin en la podredumbre del Londres victoriano, por citar algunos. Creo, por tanto, que se trata de otra cosa, dado que se ha sustituido la burla y la engañifa por otros procederes que sonrojarían, ya digo, al mismísimo Monipodio. Aquí, amigos, hay mucha crisis y muy pocos fondos públicos porque se los han llevado. Cierto es que la picaresca en España, que probablemente date desde mucho antes de lo que narra con primoroso estilo Vicente Espinel, Mateo Alemán, Quevedo o Cervantes, algunos años de experiencia tiene, consolidando así su arraigo entre la población. De manera que aquí el que consigue engañar al fisco no se ve con tan malos ojos como en cualquier otro sitio; es más, en ocasiones se les jalea y alienta envidiando su arrojo y destreza. Que levante el dedo de su muñón el que a la hora de hacer la Declaración sobre la Renta, por ejemplo, no sueña como burlar a la vieja madrastra. Pero no es lo mismo sisar algo, que todo el mundo está en su perfecto derecho, que ‘latrocinear’, que es una cosa la mar de fea, el dinero de todos. «Tuyo o ajeno duerme siempre con dinero» decían los clásicos, con lo que el apetito que ha despertado siempre el vil metal viene de antiguo fenicio… o de antes, que tampoco es que sea uno historiador ni nada. Pero, como ya digo, eso es peccata minuta herencia de los pillastres, rufianes y granujas del —para algunos— gran Siglo de Oro comparado con la retahíla de potentados y de políticos culpables de la llamada desafección popular que es inacabable y no pasa un día en que no aparezca algún rufián de cuello duro con el botín a buen recaudo. Pero como dijo Pablo Neruda, «El fuero para el importante ladrón, la cárcel para el que roba pan». Para los primeros haría falta que cundiera no el fuero sino el ejemplo del tal Falciani, ese ingeniero de sistemas al cual deberían hacer un monumento, aunque no sé si esto de luchar contra el verdadero poder, que es el económico, le traiga al final buenas consecuencias ya que en su frente llevará siempre, como el Caín de Saramago, una señal que lo delate frente a estos poderosos inmunizados amantes de los paraísos fiscales. Y digo inmunizados porque cuando no es por prescripciones de delito, errores de instrucción, o sentencias extrañas, emanadas por mentes calenturientas, se utiliza cualquier subterfugio en forma de figura retórica (un calambur por ejemplo, muy utilizado por el gran Gila) que parezca lo que no es con el fin de exculpar o desimputar, que es una palabra muy fea, a los inculpados importantes (los otros, al trullo directamente) pues, la ‘Omertá’ que rodea a todo este asunto es muy sospechosa y, si de pagar se trata, ya sabemos a quien le toca. En cualquier tiempo, aunque en estos de penurias como en los que vivimos más, la pobreza siempre ha tenido destino y dueño. Ya lo dijo Gabriel García Márquez rememorando un dicho de su Colombia natal: «Si la mierda tuviera algún valor, los pobres nacerían sin culo».

f. Cervantes gil.