viernes, 23 de diciembre de 2011

La velada

De entre el tono pardo de las coníferas de aquella curva de camino a casa, sobresalía un hermoso pinsapo. El excelente ejemplar parecía demandar, por su belleza, los adornos propios de las fiestas que se avecinaban para pasear así su galanura por entre las curiosas miradas del vecindario. Pensaba, cada vez que lo veía aparecer majestuoso, que podría quedar muy bien a la entrada del pueblo como bienvenida para esas fiestas tan señaladas. Como responsable de los festejos así se lo comentaría al Alcalde.

Fue a la entrada de aquella maldita curva. Un poderoso haz de luz lo cegó, tan súbitamente, como el rayo que fulmina al árbol.

Amén del trepidante paso de la película de su vida, aquel fogonazo debería haber sido su último recuerdo. Aunque desde sus tiempos de estudiante sabía los efectos que produce la soldadura al arco si te sorprende la vista aunque sea de soslayo, no le pareció, sin embargo, que fuera para tanto, y menos cuando vio que no era la ‘eléctrica’ la que utilizaba el operario, sino el oxicorte con soplete. En este desguace tan desordenado no habrá quien encuentre nada, se dijo, mientras sorteaba hierros y chatarra de aquel lugar asfixiante. Ya podía despedirse de las llantas de aleación ligera que buscaba ante el caos reinante del lugar. Porque debía ser para eso por lo que estaba allí, aunque, a decir verdad, andaba un tanto ofuscado en aquel paraje donde la temperatura subía y el aire escaseaba por causa, probablemente, de aquel tipo y su autógena que desbrozaba metal a destajo. Tenía que salir de allí si no quería resultar intoxicado por el olor a escoria; para ello, solo tenía que sortear un gran balón de lona que se interpuso entre él y una extraña salida que no era más que un arco de hierro con señales inequívocas de haber sido cortado en el acto. El obcecado individuo del soplete parecía perseguirle blandiéndolo con destreza de ninja a juzgar por los arabescos imposibles que trazaba ante sus maltrechos ojos. Y en su precipitación por eludirle, supo que no podría atravesar aquel canal angosto si no giraba ligeramente la cabeza ganando así el camino hacia la oficina. Una vez allí, ya se encargaría de recriminar al operario de la báscula el que le hubiera enviado a un sitio tan inhóspito.

La sala donde se encontraba, junto a su mujer y sus hijos en velada armonía, era fría como el mármol. Ya podían haber elegido otro sitio, pues, tampoco hacía falta que reprodujeran el ambiente navideño con tanta fidelidad, con que solo lo hubieran hecho con la decoración y las guirnaldas habría sido suficiente; el intenso frío podían haberlo dejarlo afuera, aunque eso habría sido lo de menos. Lo malo era aquel dolor, sobretodo, aquel dolor en el dedo gordo del pié que le martirizaba y que, presumía, no cejaría en su empeño por amargarle la noche, pues ni apoyarlo podía. Como si algo lo oprimiera y cortara la circulación sanguínea. Si lo hubiese metido a rosca en uno de los orificios del barroco forjado de la mesa donde los habían sentado, no sentiría tanto dolor como sentía. «A ver si va a ser, de nuevo, el ácido úrico», le dijo su mujer, como reprochándole su disfunción metabólica. No, no es ese clásico dolor, respondió con gesto compungido tratando de zanjar un tema que, de seguir, podría tornarse embarazoso. El frío de la sala y el dolor del dedo gordo le hacían estar cada vez más incómodo, y como veía que los demás parecían ajenos al malestar que le embargaba, hacía patente su incomodidad a la que tenía más cerca. «Eres más delicado que pedo de monja», le espetó de nuevo su mujer que, ante tales muestras de disconformidad, siempre le reprochaba lo tiquismiquis que era. «Mamá, por Dios, a ver si lo que ocurre es que encuentra mal», terció una de sus hijas compadecida. «No hija, qué va. Ya sabes que tu padre es muy quejica, y tan delicado, que no está a gusto en ningún sitio». Vaya hombre ya salió la dama aguerrida. Pues tú, rica, dando rienda suelta a tus lamentos eres única. Anda ven aquí y dame un beso, finalizó para que la cosa no pasara a mayores, al ver lo sorprendido de su esposa.

Mientras la prole se divertía con las ocurrencias de sus progenitores que parecían salir de una comedia televisiva, los entrantes hicieron las delicias de todos pues hasta de pizzas los había, pasando por hamburguesas, patatas fritas y demás grasas saturadas que él tanto aborrecía. «Alberto, tú deberías pedirte un pescadito a la plancha» volvió su mujer a la carga en plan cautivador. De eso nada, enfatizó. Vosotros atiborraros con la comida basura que tanto os deleita, que lo que yo voy a hacer es zamparme unas cigalitas que no se las va a saltar un gitano. «Jesús bendito, y serás capaz de seguir alimentando el ácido úrico, como tienes poco». Naturalmente, de perdidos al río. De todas formas el dolor no cesa, así que me voy a poner como el ‘quico’, respondió retador y altanero ante el alborozo de sus hijos, y porque ya era hora de que el padre abandonara su dieta estricta en un acto de anarquismo doméstico, que tanto mola a la juventud, tomándose la licencia que se merecía. «¡Bien hecho papi!». Y además un buen vino, a ver si se me pasa el frío que me inunda, se dijo ante el estupor de su mujer que no daba crédito a que su marido, tan estricto, ordenado y serio, fuera capaz de portarse así delante de los niños. Ya son mayores, Encarna, y no pasa nada si por un día nos lo pasamos bien ¿verdad chicos?

El beneplácito fue unánime, y las risas unidas a la jarana se hicieron patentes, pues el padre, en un alarde de gracia e ingenio, algo escatológico, bien es verdad, comenzó a parodiar como los cocineros preparaban la comida que les iban suministrando. En medio de la algarabía de tan incondicional parroquia, cada integrante aportaba su granito de arena. Menos la madre, que reticente y abochornada, no paraba de repetir la retahíla de rigor: «Nos van a llamar la atención»; «se van a creer que nos reímos de alguien» « por favor, Alberto, ya está bien ». Al final, hasta ella tuvo que sucumbir al jolgorio, aunque no sin antes advertir: «mañana ya verás, Albertito, no solo será el dedo gordo, sino todas las articulaciones. Acuérdate de lo que te digo».
No sabría decir si fue por los efluvios etílicos o por el fragor de la fiesta, pero el caso es que notaba como la temperatura de la sala subía y subía hasta hacerle abandonar aquel frío que casi le paralizaba. Y hasta el dolor del dedo gordo desapareció como por ensalmo. Sin embargo, fue entonces cuando un deseo irrefrenable por salir de allí se apoderó de él, aunque no acertaba a decírselo a su mujer. Por muchos aspavientos que trataba de hacer, por mucho que intentó subir la voz que parecía no salirle de la garganta, no había manera. Algo extraño impedía relacionarse con ella.

— ¿Es éste? — preguntó el operario después de deslizar hacia sí el largo cajón de acero cincado.


— Sí — respondió la interpelada con un susurro.


El empleado de la morgue procedió a desanudar la anónima etiqueta que pendía del dedo gordo del pié del maltrecho finado, con ánimo de actualizar los datos, dejando al descubierto la honda huella efectuada por el sádico bramante. No tuvo por menos que comentar jocosamente para sí: «si no fuera porque está hecho un eccehomo, juraría que alguien ha tratado de cargarse a este tipo por el pié»


Francisco Cervantes Gil

miércoles, 30 de noviembre de 2011

El Plan




Justiniano Megías le propinaron un golpe bajo. Lo que estaba escuchando en el gran mural holográfico mientras se aseaba, le sobresaltó. El portavoz del Gobierno Global instaba, y esto era lo extraño, con insinuaciones muy poco subliminales, a ‘visitar’ las grandes granjas de inducción al suicidio colectivo, revistiendo de una serenidad inaudita aquel modo de caer en el fondo del túnel de los sueños. No daba crédito a lo que oía. El grado de desfachatez era insultante. Disfrazar el lenguaje, cambiando lo que importa al servicio del poder, había sido una prioridad de los gobernantes, de manera que al sustituir el nombre de las cosas intentando cambiar su significado, ocultaban también su sentido. Lo que generaciones atrás entendieron como exterminio, resulta que estaban equivocados. Ahora, merced a llamarlo de mil maneras diferentes, el camino en pos de la última morada sonaba como un cántico celestial; y si a ello se le unía la administración de un secuestro neuronal, debidamente planificado, miel sobre hojuelas. Todo era un engaño, puro teatro; todo formaba parte de un universal ‘atrezzo’ dentro del cual cada uno representaba su papel a la perfección. Sin embargo, pensaba, que cuando los ‘mandamases’ encargados de velar por aquel ‘crecimiento humano sostenible’ enviaban a la población, por contra, consignas y mensajes de tranquilidad, era cuando de verdad había que salir corriendo. Aquello que insistían en divulgar, no era nada más que el inicio de lo que todo el mundo sospechaba: que no tardarían en instaurar, por Decreto Ley, como casi todo, la eliminación vital obligatoria.

Nunca pudo suponer que las cosas se agravasen hasta tal modo. Habría sido mejor, quizá, haber seguido los estándares desarrollados por la neurociencia estatal y sus mecanismos empáticos y no complicarse la barba, en vez de meterse en aquel mundo de inhibidores y antídotos neuronales donde al final acabó y que solo le traerían complicaciones por su maldito inconformismo nato. Y todo, precisamente ahora, cuando planeaba como pasar sus últimos tres años de vida.

El «Biodecretazo», como venía presagiando la cibernética imperante, consistiría en adelantar en dos años la edad vitalicia estableciendo ésta en los 92. Si bien la esperanza de vida se había ido ampliando hasta los 120, los gobiernos habían cuidado de ir recortándola progresivamente porque la demografía y el aumento vegetativo de las poblaciones, así como la ausencia de guerras y epidemias, amenazaban con un verdadero holocausto de no adoptarse medidas contundentes. Surgiría así aquel ‘Gobierno Global’ de sutil lenguaje y tan drásticas medidas.

Todo espacio susceptible de ser habitado en el planeta estaba repleto, de manera que las ciudades parecían no tener fin. Desde el Cabo de Buena Esperanza hasta los confines más septentrionales, y desde Cabo de Hornos hasta el Polo Norte Magnético, se podía viajar, merced a los túneles de vacío, a velocidades supersónicas. Los agoreros que a lo largo del siglo XXI anunciaban la destrucción del planeta a causa del efecto invernadero y el consiguiente cambio climático, fallaron en sus predicciones gracias a la corrección en la producción de los gases FCF y de la utilización de los combustibles fósiles —la nueva fuente de energía se obtendría, como consecuencia de la colisión de protones en los grandes aceleradores de partículas, gracias al desciframiento de una nueva física. Por tanto, la verdadera destrucción de la Tierra vendría, si no se remediaba antes, por efectos de la superpoblación, haciéndose realidad las profecías del controvertido visionario Thomas Malthus a quien tacharon de loco siglos atrás. Por eso el Gobierno no cesaba en sus, cada vez más, frenéticas medidas. La insaciable especie humana, al sentirse amenazada, es capaz de cualquier cosa, de modo que, diezmó y reemplazó la mayoría de las especies por un ejército de robots para servicio propio cada vez más complicado, haciendo quedar como anacrónico aquello de que: «un robot jamás reemplazará a un humano». Se esquilmaban las masas arbóreas y desecaban grandes cuencas en una frenética búsqueda de un espacio imposible.

La conquista de otros mundos se había ralentizado por mor de las sucesivas crisis económicas, dado su carestía, y porque, la forma de cubrir las distancias siderales necesarias para tales fines, seguía siendo una utopía. El hueco del campo empírico, deseoso de albergar algún día las teorías de Einstein y su anhelada 4ª dimensión, seguía desierto esperando su advenimiento.


Justiniano disponía, por tanto, de tres años antes de que su ciclo vital se viera interrumpido por las ocurrencias del gobierno de turno, y ello suponía adelantar las actuaciones que había ido desarrollado minuciosamente. Así que si no surgían imprevistos de importancia, resolvería irse a las zonas del ecuador americano a la vanguardia en tecnología punta, o a cualquiera de los casquetes polares ricos en plutonio y gas con ánimo de pasar de la forma más confortable sus últimos años de vida.

Un plan arriesgado cruzó la mente de Justiniano. Su espíritu rebelde le impedía acatar el sistema establecido ya que seguía siendo uno de los pocos románticos que aún quedaban; por tanto, no cejaría en su empeño de alcanzar una mayor longevidad, que era de lo que se trataba. Bien mirado, se dijo, si le obligaban a dejar este mundo antes de lo que había estimado, arrastraría tras sí a más de uno de los que integraban aquella ‘fauna salvadora’. Siendo de esta manera como, camino de su casa, el plan comenzaría a tomar forma.

Habría que reestructurar el sistema, cambiarlo —bullía, acelerado, su intelecto.
Pensaba en la gran incongruencia que consistía en eliminar seres humanos mientras se potenciaba demagógicamente la producción de cyborgs y replicantes por doquier como el culmen de la felicidad. El tejido productivo y empresarial debía ser cambiado. Los humanos tendrían que volver a ingeniárselas solos prescindiendo de tanta robótica protocolaria — su cabeza se llenaba de febriles ideas en un alarde productivo digno de su mejor época. Destruir los grandes valles de donde se extraía la materia prima, se imponía como medida imprescindible, ya que, sin recambios, los androides desaparecerían paulatinamente ganándose espacio y, por ende, tiempo de vida. Habría que destruir, además, los grandes valles donde se alojaban los centros de fabricación robótica y descubrir donde se encontraban los, hasta ahora inexpugnables, detectores de ondas cerebrales de gran sensibilidad capaces de registrar cualquier señal por pequeña que fuese, como habían demostrado con creces. Para ello contaría con sus más fieles amigos y colaboradores. Aquellos que siempre le habían rondado y a los que nunca prestó demasiada atención: Los acusados de ‘trastornos de conducta’. Estos moraban en uno de los pocos arrabales que aun existían en el planeta guardando celosamente el secreto de los inhibidores contra la invasión mental. Coto privado. Todo ello debía ponerse en práctica antes de que el Servicio Telepático del Estado Central (STEC) descubriera cualquier atisbo de insurgencia.

Preso de una paranoia sin igual y mirando de continuo en derredor, recorrió el arduo camino de regreso a casa con el miedo metido en el cuerpo, y por sitios tan desacostumbrados, que parecía Odiseo en su azaroso viaje de vuelta. Finalmente, consiguió exhausto, acomodarse en la atalaya preferida —una gran terraza desde la que se divisaba ampliamente la ensenada— de su casa con idea de poner en orden lo que, de modo tan vertiginoso, había ido pergeñando.
El ocaso bañaba de oro la bahía. Atardeceres había visto muchos, pero nada comparable al que se divisaba desde allí. Mientras la bella puesta de sol languidecía, pensaba en todo lo bueno que le rodeaba y por cuanto merecía la pena seguir luchando. Sin embargo nada se detenía y no tardarían en llegar las temidas horas de la noche donde las mentes vulnerables ‘facilitaban’ el trabajo a los complejos detectores del STEC. El manto crepuscular, envolviendo todo de tinieblas, dejaba el campo expedito para sus fines.

Absorto en su quimérico plan, pueril y exento de cualquier experiencia logística, no oyó las llamadas que sacudían insistentemente la estancia y que a punto estuvieron, cosa que sin duda le habría salvado, de sobrepasar los decibelios establecidos. A través de la cámara de seguridad pudo divisar la desgarbada figura de su gran amigo Nicolás Gálvez. Se preguntó que querría «Nico» a esas horas y por qué llamaría de esa manera, pero que le venía al pelo para ponerle al día de sus planes. Confiado por quien era, desconectó el halo láser dejando franca la entrada a su amigo. Un sobrecogimiento súbito le embargó porque en vez de que asomara «Nico» lo hicieron dos individuos, de sórdido aspecto, que evidenciaban su pertenencia gubernamental, tomando ambos lados de la puerta.

— ¿Justiniano Megías? —inquirió uno de ellos.
— Si —balbució.
— Acompáñenos.

Con gestos de asombro propios del que no comprende lo que ocurre giró la vista hacia «Nico», esperando alguna respuesta esperanzadora, descubriendo entonces lo que temía: el rostro inexpresivo y la mirada vacía ya no eran las de su amigo. Para colmo, uno de los esbirros, como si quisiera mostrar lo evidente, descubrió la cabeza de Nico dejando al aire la horrible cicatriz que la circunvalaba.
Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta.

sábado, 8 de octubre de 2011

Coordenadas: ULC/XX.63

Nada más estacionar el «ingenio» junto al arroyo Rabanales, cubriéndolo de maleza autóctona hasta desapercibirlo, un eco familiar llegó hasta mí. Nítido, como un reclamo. La atronadora ovación no podía proceder de otro lado que de las pistas de atletismo. Y hacia allí me encaminé, raudo, dispuesto a no malgastar ni un minuto de contemplación; ni un rostro; ni tan siquiera un gesto. Consciente de que antes de que te percates ya es otro instante, no estaba dispuesto a perderme ni un ápice de todo lo que aconteciera.


El viaje había sido relativamente breve, y alterado solo, si se puede llamar así, por la extraña sensación de compresión que se experimenta al curvar el espacio y trepanarlo; pero, como ya me habían advertido de tal efecto, no supuso gran inconveniente. Mayor problema tuve en ocultar la nave esférica, individual y de un solo uso donde me introdujeron con calzador, pues, me habían prevenido hasta la saciedad, dentro de un cúmulo de cosas, que su interior no debía ser contaminado si se quería retornar con éxito. Viajar al futuro no era posible ya que éste, por no haber ocurrido aún, era solo una entelequia metafísica; pero, al pasado, si que se podía. Hacía ya algún tiempo que los llamados «túneles de gusano» (atajos a través del espacio-tiempo) se habían materializado haciendo posible uno de los mayores sueños del ser humano, tal como había venido anticipando la revista Time. Atrás quedaban, por obsoletas, las velas solares que atrapaban los fotones para su propulsión y los motores de magnetoplasma; y se habían resuelto, con extraordinario éxito, los enigmas, tanto de cómo curvar el espacio para poder cubrir distancias siderales, como las máquinas a utilizar que superasen la gravedad cuántica e hicieran posible la 4ª dimensión. Empleé gran parte de mis ahorros para el viaje de mi vida sumergiéndome en aquella aventura con embeleso. La fascinación junto al delirio inusitado que me embargaba hacían superar cualquier riesgo, y la experiencia de volver a verte a tan temprana edad junto a todos tus amiguetes de entonces, no solo prometía ser entrañable sino excitante.



Emprendí camino hacia el recinto deportivo tras el rastro de los gritos de júbilo que emanaban de él sintiendo en la piel los efectos de una mañana fría, pero de luz intensa. El olor a tomillo y azahar, mezclado con el de los juncos de ribera, impregnaba el aire húmedo que saturaba el camino. Según lo trazaba, resultaba todo tan familiar que parecía no haber transcurrido el tiempo.


Aunque los seis años de mi estancia en la UNI permanecen indelebles, fueron los dos primeros los que dejaron una huella mas profunda, como una cicatriz, que el paso del tiempo no ha sido capaz de borrar; de modo que no tuve especial problema para elegir la fecha de un viaje que se antojaba apasionante; y si la coordenada seleccionada era correcta, debía estar corriendo el segundo trimestre del curso del 63. Tras el primer curso del año anterior, ya ejercíamos de veteranos frente a los de nuevo ingreso, y es que estar dos cursos en el colegio San Rafael dotaba de cierto prestigio. A los trece años casi todos los misterios quedan por desvelar adquiriendo la formación especial relevancia. Atenazados entre aquella enseñanza contrita y clerical y el sentimiento de culpa de la que suele ir acompañada, circulaba entonces, subrepticiamente, un manualillo con el título: El libro del joven, que corría en nuestra ayuda pretendiendo ahondar en los misterios de la sexualidad y quitando hierro a los placenteros estertores nocturnos llamándolos «poluciones», pero sin desentrañar la relación existente entre los otros estertores —los diurnos— y los granos en la cara con punta blanca y todo.


A medida que me acercaba a las pistas, un cúmulo de emociones hizo presa de mí acelerando el ritmo cardiaco. En medio de tal embargo, un tropel de preguntas se agolparon en mi cerebro: ¿Y si no estuviera allí? ¿Estaría por el canal fugándome la misa? ¿O me habría dado por bajar a Córdoba? Esto último lo descarté recordando que a Córdoba se solía bajar por la tarde; un domingo por la mañana, me dije, no podían estar en otro sitio que no fueran las pistas porque eran el punto de encuentro de casi todos y, porque, además, era donde podías disfrutar, una vez a la semana, de las competiciones frente a otros colegios foráneos. Aquí jaleábamos a nuestros atletas con alborozo y gritábamos a los rivales con acritud. Esas cinco calles de ceniza, en las que Píndaro hubiera sentido la más fuerte de las envidias, se poblaban de un público vocinglero y bullidor que aceleraba nuestro entusiasmo por el atletismo como más tarde quedaría patente. Y allí estaban. En la recta de los cien, inconfundibles, animando a un tal Malagón que corría los mil quinientos y siempre ganaba. Entonces, un deseo irrefrenable me asaltó a pesar de los inhibidores suministrados y del constante «deseo irrelevante, deseo irrelevante» repetido por el software de a bordo. De buena gana habría corrido a abrazar, uno a uno, a aquellos chiquillos entrañables arguyendo cualquier excusa peregrina; pero recordé el ritual pronunciado: «Los inhibidores orgánicos suministrados, impedirán toda participación activa; cualquier deseo pasará a situación de irrelevancia». Por tanto, aunque uno se lo propusiera, nada podía interferir en el devenir de los acontecimientos. Trabajo que me llevó tal empeño, sobretodo, por las miradas inquisidoras que me lanzaban yo mismo y el resto de mi pandilla. Recuerdo vagamente que me pregunté entonces quien podría ser aquél señor de aspecto melancólico que no perdía ripio de nada. ¿Sería alguien puesto por los curas para espiarnos? No te podías fiar de aquellas gentes de tan férrea disciplina, aunque lo más probable es que fuese algún familiar, el abuelo de alguno quizá, como era domingo…



Más tarde, abandonaron el recinto homérico encaminándose, probablemente, hacia los comedores. «El refectorio» como gustaba llamarlo con voz aflautada, merced a la mella en los incisivos superiores, el ubicuo padre Tarjetas, llamado así por el arte que tenía para quitarnos la tarjeta de entrada al cine a la menor ocasión. Separé, aún más, la distancia respecto al grupo pensando en retomarla más tarde, pues no podía reprimir el deseo de «acodarme» en la barra del quiosco para saborear un bocadillo de mejillones entre aromas a celtas cortos y antillanas, mientras que un desvencijado transistor Sanyo, que pendía de una alcayata, desgranaba el love me do de los Beatles. Posteriormente, me dirigí hacia Luis de Góngora donde pasé, ya de «mayor», dos cursos inolvidables. Vislumbré a lo lejos al «atribulado» padre Erviti paseando con su sempiterno libro entre las manos sin saber como podía hacer ambas cosas a la vez sin que se diera de bruces con las zahorras del camino; y me crucé con el padre Izarbe que me miró displicente y con pinta de no entender nada, pero respondiendo a mi saludo. Crucé ante los comedores, aún vacíos, camino de San Rafael, y allí sorprendí al padre Zabalza apostado en el umbral de entrada con su mirada incisiva que parecía desnudarte y aturullarte hasta parecer minúsculo. Casi me choco con el ‘infantiloide’ y aturdido padre Cea y tentado estuve de contarle mi increíble viaje, a través del espacio silente, en la seguridad de que solo él lo entendería, pues, a mí nunca me pareció un loco, sino un bromista irredento. En el refectorio, el afable padre Cirilo lograba un momentáneo silencio durante la bendición para ser turbado inmediatamente después, por el jaleo de varios centenares de gargantas prestas a engullir. Esperé a que termináramos ¿o a que terminaran? apoyado en el dintel de uno de los grandes ventanales frente al comedor escudriñando todo lo alcanzable, pues, solo disponía de un día y tenía que aprovecharlo.


La tarde discurría plácida. Seguía a distancia los movimientos de mí y de mi pandilla, escrutando con embeleso y cariño exquisito el rostro y las reacciones de cada uno de ellos, tratando de pasar lo más inadvertido posible. Atisbaba con fruición y desmenuzaba despacio los minutos lamentando no poderlos ralentizar para dilatar la estancia. Así transcurrió el tiempo hasta la subida a los dormitorios donde no pude, obviamente, acudir, pero que me podía imaginar como el padre Nemesio, aquel armario de dos cuerpos o.p., impondría silencio a base de hostias, pues, no sabría decir si fue aquella noche u otra, cuando recibí una junto al resto de la habitación por, según él, armar cachondeo. No sirvió excusa alguna. Tras la «caricia» fue como meter la cabeza en una escafandra.



La luna llena dotaba de un halo de misterio el camino de vuelta al «ingenio». Temía que, como en el cuento, toda la magia desapareciera mediante un chasquido de dedos. A mi espalda, un leve rumor en las ralas copas de unos álamos cercanos me hizo girar la cabeza admirando, una vez más, el sobrio «skyline» de la UNI bajo un hermoso cielo plateado. Tiempo después, cada vez que veía emerger en lontananza la torre de la iglesia camino hacia alguna parte, notaba que algo despertaba en mi interior.


— ¿Paco, te pasa algo? ¿Es que no piensas levantarte en todo el día?
La voz de mi mujer, como salida de la ultratumba, me sobresaltó; y mientras la miraba sin saber quien era ella ni como me llamaba yo —una extraña sensación que no me ocurría desde mis años mozos donde el sueño pertinaz no había quien lo saciara—, me interpeló de nuevo: «No olvides, mientras bajo a por el pan, hacer tus ejercicios, que luego no hay quien te quite la forma de la silla». «Ah, las pastillas no las olvides, que luego dices tonterías». «Dios, qué pena tener que llegar a viejos».