viernes, 26 de diciembre de 2008

El SÍNDROME de BOABDIL

Descripción: Un hombre arruina su vida por causa del juego y las drogas viéndose abocado a vivir en la miseria y a vagar como alma en pena por una ciudad inhóspita, pues su familia, dado que había elegido esa vida, se desentiende de él. El día de Nochebuena se refugia en el recinto de un cajero automático con ánimo de protegerse del frío y de una noche que se antojaba ruidosa y plúmbea. De repente, algo cambia su vida.

Autor:
Francisco Cervantes Gil.
Dirección:
C/ Compositor Luis Megías 10 (Los Cisnes. Blq.1, 3ºB).
18006. Granada.
Tlfnos:
958 815053 y 666 414376
e: mail:
pacocervantes@telefonica.net
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EL SÍNDROME DE BOABDIL

Era éste un diciembre frío. El más frío —decían— de los últimos cincuenta años.
Qué extraña paradoja, siempre le pareció absurdo que los indigentes deambularan por ciudades de clima hostil y gélido como aquella, en vez de hacerlo en zonas templadas.
Él, que había sido todo un señor, ahora se veía inmerso en la misma mierda de la que tanto había despotricado, por creerse estúpidamente invulnerable. Todo sucedió rápido; tan rápido, que la vorágine ludópata engulló su voluntad en una espiral sin salida.

La presencia ineludible de la debacle alucinógena después, le asió tan fuertemente a su grupa, que no se cansó de cabalgar a lomos de aquel ácido asesino hasta que le terminó socavando el alma.
Le alejó del trabajo y la familia, y así terminó todo: aquellos que habían permanecido juntos por amor, ahora tenían que separarse por la desgracia. Fue el ultimátum de Ángela, su adorada Ángela, su querida esposa.




Aterido de frío y con la esperanza de que el cajero automático que había estado oteando la noche anterior no estuviera ocupado por cualquier otro indigente, encaminose hacia él ya que no quería volver, ni por lo más remoto, al siniestro rincón donde todas las noches tenía que disputarse el lecho con los demás parias; pues esa noche, precisamente, no era cuestión de pasarla a la intemperie.

Las prisas y la debilidad, entorpecían su paso. El miedo a perder un refugio cubierto que le ahorraría los cartones y otros elementos de abrigo, le atenazaba. Así que, con el corazón en un puño, cubrió raudo la distancia a pesar del gentío propio de las fiestas.

Los rostros coloreados por destellos de guirnaldas con los que se cruzaba, eran de autómatas con sentimientos bajo mínimos.
Comprendió entonces por qué había andrajosos también en las ciudades frías y desangeladas, pues como le sucedía a él, ya no les quedaban energías para buscar otros rumbos, éstas se fueron perdiendo por el camino del hastío y la desesperanza.

Su instinto de conservación, no iba más allá de alimentarse con las monedas de algún alma caritativa o de algún incauto, quién sabe, y tratar de guarecerse en las noches del invierno crudo.

Su adorado cajero estaba vacío; así que, expectante y con las orejas todo lo tiesas que el frío le permitiera, esperaría a que entrase bien la noche. Mientras, aprovecharía para recolectar algunas monedas colgándose al pecho el mugriento cartel de trémula escritura, pues, en las fiestas de Navidad, la gente suele ser proclive a soltar la guita.

Al menos una vez al año, aquellas gentes miserables y compungidas invadidas por el fantasma de Mr. Scrooge, soltaban alguna moneda que otra.
Estaba sobrio. Hacía tiempo que no se metía nada y eso le permitía discurrir razonablemente.

Tiempo atrás, había llegado a cotas inimaginables, hasta el punto de poner la navaja en el cuello de algún boqueras para que aflojase la pastizara. Otras, confundido entre el tumulto, trataba de hurgar en alguna faltriquera que otra, aunque en esto, la suerte siempre le resultó esquiva.
Forzó la puerta del cajero con la habilidad de un caco. El tibio ambiente de la estancia le envolvió súbito, acariciando su rostro pulcro de ejecutivo.

Restregó los zapatos en el felpudo de la entrada como solía hacer siempre, y al atravesar el umbral, quedó absorto contemplando todo lo que creía haber perdido producto de un sueño maldito, hasta que el aura del hogar le invadió por completo.

La reconfortante sonrisa que siempre le dispensaba Ángela cuando llegaba, como preludio al cálido beso, le hizo más feliz que nunca, y el tropel de los niños recibiéndole alborozados, le hizo volver a una realidad de la que nunca debió salir. Como siempre sucedía a su llegada, ella se relajaba tanto dejando los pequeños a su recaudo, que su bello rostro adquiría el tinte y la luz que a él siempre le arrobaba.

Le recriminó que hubiera tomado en serio sus palabras y que se hubiera ido abandonándolos a su suerte, a ellos que tanto le querían. A pesar de todo —trató de razonarle—, habrían salido del pozo como tantas otras veces lo habían hecho en base al cariño que se tenían. Así que, con ánimo de recuperar el tiempo perdido, se dispuso a terminar la decoración del árbol de Navidad que los críos habían tratado de decorar con escaso éxito; después, ya se encargaría de preparar la mesa y de los otros menesteres…

La cena resultó fantástica, y cuando se apagó el eco de las panderetas y los villancicos y quedaron solos frente al titilar de las velas, dieron rienda suelta al amor que no habían perdido.


Súbitamente, un dolor horrible le trepanó las entrañas. Sintió cómo, nuevamente, la punta de una bota se hendía, de forma inmisericorde, en sus costillas al tiempo que le increpaban: «¡Maldito bastardo, vagabundo de mierda, lárgate y que no se te ocurra volver o te moleré a palos!», le gritaba furioso el guardia de seguridad, empujándole a empellones hasta casi atravesar la puerta sin necesidad de abrirla.

Retorciéndose de dolor y sin poder mascullar insulto alguno porque hasta el aliento le faltaba, anduvo a trompicones hasta que pudo apoyarse en la pared del otro lado de la calle. Cuando recobró el fuelle y pudo jurar hasta en arameo y ya a recaudo del poderoso tirano, un tropel de rondallas tardías le atropelló hasta perder el equilibrio y dar con su cuerpo ajado y maloliente en el duro pavimento.
Sus atrofiadas pituitarias no acertaron a distinguir los efluvios nauseabundos del rincón al que fue a dar de bruces. Allí quedó abatido y exhausto sin que nadie se apiadara de su estado entre la mofa del grupo que lo derribó y que fue perdiéndose entre la bruma matutina con la misma algarabía con que apareció.

Incorporándose como pudo y culpándose con reiteración de su infortunio, lloró desconsoladamente como nunca lo había hecho por no haber sabido defender todo lo que tuvo.

Allí quedó por largo tiempo ante la indiferencia de los pocos transeúntes de aquellas horas. A nadie le llamó la atención.
En aquella ciudad inhóspita y desalmada, a nadie le importó lo más mínimo.

FIN

domingo, 19 de octubre de 2008

DEL CENTRO, CURAS, EDUCADORES y OTRAS CONTINGENCIAS

1962. U.L.C. Vista cenital

Echando la vista atrás.


Echar la vista atrás me produce, en general, cierto vértigo. En este caso, sin embargo, sólo puedo manifestar cierto regocijo y un inusitado placer. Al decidirme a narrar estas notas que el afecto me dicta, siento que los recuerdos nunca se fueron del todo sino que han permanecido adormilados en algún rincón o en algún cajón —como diría Serrat—, aunque prestos a ser evocados a la menor ocasión o, simplemente como en este caso ocurre, cuando el momento lo propiciara. Quizá sea esto el motivo por lo que fluyen y fluyen desbocados y espontáneos al describir situaciones y cosas, descomprimiéndose los archivos en un tropel emocional sin bridas que los detenga. Es entonces cuando mi memoria se inunda con los sentimientos contenidos en una frase que en algún sitio escuché o que en algún otro leí: «Al final te tienes que ir, pero te llevas un tesoro en los bolsillos».

Hacía escasos momentos que el autobús nos había dejado al pié de unas escalinatas de granito de vivo filo, sin percatarme hasta entonces, quizá llevado por el celo de no perder de vista mis pertenencias, el lugar donde habían aterrizado ciertos mozalbetes casi mocosos y, muchos de ellos, aún con pantalones cortos.
La sutil postal que conservo en mi cabeza de tonos ocres y luz desvaída no sería así entonces, sino que, probablemente, poseería bellos colores, lustre y un dispendio de sensaciones y matices emanados de lo nuevo y lo desconocido.

Todo era grande, diáfano, hermoso. Nada parecido a lo que había visto hasta entonces. Ni por un momento imaginé que iría a un sitio así. Por dondequiera que fijase la vista, no tropezaba ésta con barreras, sinuosidades, recovecos ni angostura alguna. Todo me pareció claro y llano, y las dimensiones, sorprendentes.

Así vi la Universidad Laboral de Córdoba y ése fue el efecto que me produjo al contemplarla por primera vez. Lo más que había visto hasta entonces, en cuanto a centros de enseñanza se refiere, era el colegio Virgen de la Paloma, de Madrid, pero ni por asomo se parecía a aquello porque La Escuela, como popularmente se la conocía, me pareció antigua y desangelada y porque encima nos metieron de manera impune, hacinados y sin anestesia alguna, en una nave destartalada y fría, siendo sometidos, a todos los que acudimos que éramos muchos, al examen de acceso; así que, no me produjo ningún efecto positivo derivado, supongo, por hacerlo de forma desganada y fugaz ya que no fue de mi agrado ir a un sitio que además estaba tan cerca, con lo que a mi me gustaba salir fuera y conocer mundo. Mi padre me llevó para hacer la prueba «por si fallaba lo de Córdoba» —decía—; pero no falló, pudiendo afortunadamente elegir destino. Un destino que en mi fuero interno deseaba a toda costa sin saber con seguridad las razones; bueno, no es exactamente así: una de ellas fue la impresión tan negativa que me llevé de tan vetusta estancia, y la otra, quizá se debiera a la fascinación que entonces me producía —dada mi sed de aventuras ya que hasta entonces no había tenido ninguna que mereciera especial mención— salir fuera de casa. Así que ésta debió ser la razón de más peso por la que preferí que no fuese La Paloma, aunque también de allí me llamaron.

Arribamos el 24 de octubre de 1961, día de San Rafael y, como digo, hacía escasos momentos que los autobuses procedentes de la estación nos habían dejado en las escalinatas de aquel vasto edificio de formas cubistas que llamaron Paraninfo después de toda una noche en tren tragando carbonilla, en mayor medida, en la zona cóncava del convoy al coger éste las curvas.

Cohibidos frente a tanta esbeltez aguardamos con nuestros bultos en el basamento de aquel enorme edificio como nos habían dicho, en espera de que nos asignaran otro destino donde aposentar el valioso cargamento. Embelesado mirando su frontispicio —supongo que a los demás les ocurriría lo mismo, pero como estábamos medio asustados no nos preguntábamos entre sí, aunque a juzgar por la expresión de asombro reinante, era más que obvio—, el mural de cerámica que rubricaba un tal Vaquero Turcios y una frase de Séneca que hablaba sobre el trabajo, el esfuerzo y demás zarandajas, algunos se dieron cuenta llamando la atención de los demás, de que a lo lejos, unos cuantos hábitos con gente dentro tomaban nuestra dirección. Serían los que mandaban en todo aquello —pensé— porque se acercaban en tropel y con paso decidido.
Aun tendríamos tiempo, sin embargo, para seguir admirando todo en derredor hasta que llegasen y tomaran posesión de nosotros. A la izquierda, otro edificio de planta triangular que a juzgar por las cruces que coronaban su espléndida bóveda debía ser una iglesia, también resultaba raro y atractivo a la vez; tenía pertenecer a la corriente arquitectónica vanguardista de la época porque mira que era extraño de verdad por lo moderno. Con estas obras, sucede algo curioso, y es que te van gustando a fuerza de verlas muchas veces como si desprendieran algo adictivo; como el edificio de la Ópera de Sydney, las obras de Santiago Calatrava en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia o cualquier otra obra modernista de Norman Foster o Álvaro Siza.
Esperando se me perdone el fácil recurso de la hipérbole, con el paso de los años, siempre esperé encontrar que alguien con la entidad necesaria y versado en temas arquitectónicos de vanguardia, encontrara de alguna manera y aunque sólo fueran trazas (salvando las distancias en que se construyeron, datando de la década de los setenta el primer caso y ya en el nuevo milenio el segundo), atisbos de relación o cierta similitud entre las obras mencionadas, exceptuando el delirio geométrico del que hacen gala, y el edificio de la Iglesia de «mi» universidad. Entonces me diría: «siempre tuve esa convicción»; claro que, esto son cavilaciones mías y es más que probable que sin fundamento, y el hecho de no haber encontrado nunca nada por el estilo, me ha hecho pensar que todo era producto de mi imaginación y, desde luego, de mi cariño. En cualquier caso, a mí siempre me pareció un edificio singular y soberbio revestido de cierta pátina de solemnidad. Sin embargo, por aquello de incluir alguna crítica en mi reconocimiento, la torre desmerecía, por simple, su inclusión dentro del conjunto. Una apreciación fuera de lugar y exenta de rigor, sin duda; pero es lo que me pareció.

Los tipos que habíamos visto antes dentro de aquellos hábitos, hicieron gestos inequívocos de que nos acercáramos hacia una galería porticada y simple cuyo techo soportaban múltiples columnas y que quedaba a nuestra derecha, demandando nuestra atención. Desde donde estábamos, no se podía divisar y mucho menos apreciar la magnitud de todo el conjunto universitario por encontrarse, a cobijo, la mayor parte del mismo en una cota sensiblemente inferior, de manera que, hasta ahora, solo habíamos observado el preámbulo de lo que iba a significar todo aquello.
A medida que nos acercábamos iba apareciendo ante nosotros, como un travelling ralentizado y proyectado al unísono por las tres cámaras de cinerama (aquel sistema de proyección cinematográfico que por entonces empezaba a hacer furor), la colosal construcción en toda su plenitud. Mientras me preguntaba como se vería todo aquello a bordo de una toma cenital, en un alarde de fabulación, me transporté mentalmente en el espacio etéreo para avistar ingrávido la inmensidad de aquel patio central que se abrigaba en todo su perímetro con edificios en forma de cruz igualmente modernos y estilizados y rubricándose todo ello, frente a un pórtico de balconadas, con el impresionante abanico de un graderío de lo que después supimos que era un teatro griego.
Así que, cuando la burbuja a bordo de la cual había subido para contemplar todo aquello desde el aire me dejó nuevamente en la tierra, y mientras el sol batallaba por instalarse en su particular ático arrojando el lastre de sus rayos sobre nosotros, aprovechamos el refugio fresco que nos proporcionaba aquella galería columnizada para observar, a pié de calle que era lo suyo, la obra en todo su esplendor. A lo lejos y a través del aire enturbiado por la calima, se podía apreciar el inmenso campo cordobés y las estribaciones de lo que debía ser Sierra Morena, llamada así por el color pardo de las fagáceas.

Inmediatamente acudieron a mi cabeza pensamientos sombríos. Intuí que allí no nos habían llevado para estar de vacaciones ni para hacer crítica de tan colosal obra, sino que habría que trabajar duro y estar en consonancia con aquel sitio tan asombroso. Esa responsabilidad hizo que me temblaran las piernas, pasando a preferir, en ese mismo instante, que me hubiesen enviado a un sitio peor con tal de no asumir el peso que me caía encima. Con tal de no quedar atrapado, irremisiblemente, por las responsabilidades de la vida. La Escuela Virgen de la Paloma, acudió entonces, burlona, a mi cabeza.

Los curas, los de los hábitos de antes, nos dieron la salutación de rigor adornada de una pequeña plática y, acto seguido, nos mandaron al colegio San Rafael, indicándonos que se encontraba al final de un viaje que habíamos de emprender a través de un interminable túnel acristalado cuya entrada quedaba relativamente cerca de donde estábamos.
«Aquel» —dijo uno de ellos, con aspecto de arriero y cerrada barba, extendiendo el brazo hacia el infinito y dejando caer, como telón de escenario, la gran bocamanga de su terno impecable— «… El edificio del fondo a la izquierda, es el colegio al cual tenemos que ir todos», y tras una breve pausa que le sirvió para carraspear y tomar aire, el Padre Cuenca continuó: «lo digo por si alguien se queda rezagado, pues que sepa a donde tiene que llegar». Luego me dí cuenta que al ser tantos, la distancia tan larga y con tantas entradas, que cualquiera se podía haber despistado, de ahí la sagacidad del cura. Así que, allá nos fuimos tras sus pasos, llenando de lado a lado aquella inmensidad translúcida de suelo brillante y resbaladizo donde patinar debía resultar de lo más placentero. Sin duda, todo un gustazo.

Boquiabierto y dando tropezones por el peso del equipaje, no dejaba de mirar, con la cabeza girada a la derecha y a través de los grandes ventanales de aquel largo pasillo, el inconmensurable Patio Central. Este se dejaba contemplar gratuito acorde al ritmo que imprimíamos, que como se puede suponer no era mucho dado todo lo que llevábamos encima, majestuoso por su magnitud y por la distribución cartesiana de sus calles que, dibujadas con suma maestría, atrapaban auténticos rectángulos de albero. Parecía todo un Tiananmen presto a recibir grandes manifestaciones totalitarias.
Exhausto por el peso de la maleta de cartón piedra con cantoneras de lata a juego y después del atracón de pasillo que nos dimos, llegamos finalmente al colegio que, como no podía ser de otra manera, era el último de aquel dilatado y rectilíneo itinerario como bien nos habían advertido antes. Después de padecer, al pié de las escaleras de subida a los dormitorios, el consabido «pase de lista», asignarnos las habitaciones y subir con el pesado lastre, nos dispusimos a hacer la cama que fue lo primero que nos dijeron y que, como primer encargo, supuse que habría que esmerarse no vaya a ser que tomaran una mala impresión de uno. La ropa de cama, escrupulosamente doblada, yacía al pie de la misma temiendo ser manipulada por manos dubitativas e inexpertas. La cama era con derecho a armario; uno para cada uno. Todo un lujo. Y qué decir de la habitación: grande y espaciosa, con unos ventanales inmensos donde la luz entraba a raudales hasta hacer daño a la vista.

Pues bien, seguramente absorto en estos primeros oficios y, sobretodo, tratando de ordenar las cosas en el armario, me entretuve más de la cuenta quedando totalmente abstraído en tales menesteres. El caso es que, sin advertirlo, me quedé más sólo que la una seguramente merced a un despiste oceánico o, quizá, al excesivo celo en colocar bien las cosas tratando de buscar un sitio para cada una. El caso es que al cabo del rato y alertado por un silencio sobrecogedor que, desde luego, no era nada normal, me dí cuenta que estaba totalmente solo en medio de aquellas salas tan inmensas. El pánico hizo presa de mí entrándome rápidamente un canguelo tan inusitado y poderoso que me recorrió de pies a cabeza. Supuse que habría pasado un largo rato en ese trance porque no había nadie a mi alrededor y, además, todas las camas ya estaban hechas y los armarios cerrados, signo inequívoco de que sólo estaba yo y mis circunstancias. Indeciso y angustiado, pensando que ya me había metido en algún lío, bajé al exterior como alma que lleva el diablo con la esperanza de que no hubiera pasado demasiado tiempo y pudiera dar alcance a algunos de los compinches que habían venido conmigo y que me habían abandonado sin ni siquiera advertirme, los muy cabrones. Rezando de paso para que eso sucediera, observaba incrédulo cómo por todos los sitios por donde iba estaban desiertos y, lo que es más, poseídos de un silencio angustioso. Hasta que logré dar con la salida, más de una estancia recorrí con la sensación extraña de encontrarme dentro de una película de suspense. ¡Increíblemente no había nadie! ¿Qué me había pasado? ¡Pero si hace un instante estaba todo lleno de gente! Pensé que me estaba bien empleado por no haber espabilado a tiempo. Y eso que me lo decía mi madre hasta la saciedad: «Anda siempre espabilao, no pierdas de vista la maleta y no te bajes en ninguna estación», diciéndome esto sin ni siquiera percatarse —claro, a ella le daba igual— que estaban los demás presentes y eso a mí me daba un corte que me ponía más colorado que un pavo al ver que los niños, como ya no les acompañaban sus madres porque venían de otros sitios más arriba, se miraban cómplices los muy cabrones aguantando la risa como podían, para soltar la mofa después una vez que nos quedábamos solos.
Así que, mirando hacia todos lados sin ver ni un alma en derredor y deseando con todas mis fuerzas encontrar a alguien para saber donde dirigirme y no llevarme yo sólo la reprimenda de novato estúpido, vislumbré a lo lejos a un tipo que debió pasarle lo que a mí. El primer espécimen que vi. con pantalón corto igual que yo fue el entrañable Vicente Arranz Fernández, de Valladolid, que también supuse se habría despistado del resto. El sujeto miraba hacia un lado y otro con gestos similares al de quien se encuentra una cartera en el suelo y no sabe si esperar con disimulo o agacharse raudo a por ella, y eso que estaba solo. La cara de estupor que tenía no debía distar mucho de la mía, y cuando le pregunté por todos los demás cambió de expresión como si él fuera el culpable de tal situación, así que, sin darle tiempo a que se le bajaran los hombros que un instante antes había elevado tratando de contestar, no tuve por menos que tranquilizarle al ver la cara de pasmo que se le había puesto, diciéndole que él no tenía la culpa de nada y que no iba a ser yo el que le acusara de algo.
Mientras nos presentábamos y caíamos en la cuenta de que los dos, además de novatos, andábamos más perdidos que el barco del arroz, el eco de un bullicio ensordecedor llegó nítido hasta nosotros. Desde donde estábamos no podíamos ver el lugar de procedencia de tan estruendosa manifestación de jaleo, pero a poco que anduvimos un rato siguiendo el rastro de la enardecida audiencia, descubrimos a lo lejos unos muros de mampostería con una hilera de gente apretujada, de espaldas, en su zona superior atestando todo el perímetro y supusimos que era de allí de donde partía todo aquel jaleo. Cuando alcanzamos la entrada del enorme habitáculo, vimos que en su interior el gentío se apropiaba de todo el espacio, bramando desaforados a unos individuos que corrían como si les fuera la vida en ello. Eran las Pistas de Atletismo y los individuos que corrían se llamaban atletas.

Desde entonces supimos que aquel lugar repleto de gente que rugía como en el rodaje de un péplum y que todo lo ocupaba con su griterío, iba a ser nuestro lugar de esparcimiento natural te gustara o no el deporte, y que la afición por el atletismo, especialidad desconocida para casi todos, se empezó a fraguar en aquellas pistas y, probablemente, desde aquel momento. Sí; en aquellas queridas y vetustas calles de ceniza, donde a veces, algunos, henchidos de gloria pueril, hasta terminaban logrando la excelencia.

Arranz Fernández fue el primer compañero de fatigas que iba a tener en aquella aventura en la cual nos habían embarcado y que, como almas en pena, no teníamos otro remedio que emprender. Una singladura fuera del hogar y del proteccionismo paterno que se antojaba dura y de la que cualquier cosa cabía esperarse. El futuro que, como cualquier futuro que se preciara, estaba por venir, confiábamos que estuviera siempre a sotavento, a cobijo, recogiendo en nuestro particular cuaderno de bitácora acontecimientos benignos o, cuando menos, razonablemente llevaderos.

Vicente, buen amigo: ¿Recuerdas cuando estando en la I-D, el primer aula que nos adjudicaron en San Rafael y en la sala de lecturas, que era como otro aula sin pupitres pero con bancos adosados a la pared, leímos en comandita y en sesiones diarias La Ilíada? De forma consecutiva y alternativa: un fragmento o página cada uno. Que atracón de mitología nos dimos. ¿Cómo aquel volumen podía encerrar tanta maravilla; tanta épica magistralmente narrada capaz de atraer nuestra curiosidad de lectores inexpertos y tantos héroes? ¿Recuerdas? Desde Agamenón hasta Aquiles y Patroclo; y desde Helena, hasta Andrómaca —la de los brazos níveos—, pasando por Ulises, Héctor y un sin fin de dioses, cuya narración nos embelesó hasta agotar la misma. Bien es verdad que tuvimos que armarnos de valor y aguantar estoicamente un buen puñado de páginas y de días porque al principio, sospechábamos que iba a ser algo aburrido tanta hazaña, tantos héroes con ambición de dioses y tanta gesta ininterrumpida; pero no, contumaces seguimos hasta que logró atraparnos. Y bien que nos atrapó ya que pudimos culminarla afortunadamente y guardarla para siempre en nuestro haber, en nuestra memoria.


…de San Rafael

En el colegio San Rafael estuve los dos primeros años dado que, como no había hecho ningún curso de bachillerato y solo disponía de unos rupestres «Estudios Primarios», tuve que empezar en «Preaprendizaje», una palabra muy singular por muy inicial que el curso fuese… Inadecuada quizá y controvertida donde las hubiera; o sea, antes de aprender. Pues sí que empezaba desde abajo. Eso por no hacer ni Ingreso, y es que «estudiar» no todo el mundo podía, aunque mi anterior maestro, el del cole, ya me había anunciado poco antes que me preparase porque había posibilidades de una beca por ser un alumno aventajado. Mira por donde no supe lo que era de verdad un «aventajado» hasta que no llegué aquí. Aquí sí que había gente buena que estudiaban mucho y que sacaban unas notas estupendas. Había uno, un externo, que era un monstruo, el Pepito le llamaban ¡menudo bicho! Todo eran nueves y dieces y así siguió durante todos los años que coincidimos hasta que le perdí la pista. Luego él seguiría claro, con esa cabeza…, hasta que no tuvieran más cosas que enseñarle.
Al año siguiente ya se unieron a nosotros, en primero de aprendizaje, los que traían en su zurrón, al menos, segundo de bachiller cursado, aunque había incluso quien tenía tercero y hasta cuarto, y eso era una ventaja de la cual yo carecía. Así que hube de andar despierto para no perder comba y arrear, como decía mi madre.

Antes, el Padre Zabalza, Director del colegio, nos había recibido serio y con gesto adusto, como diciendo: ¡eh!, que no se me desmande ni uno. Aquel cura navarro y vigoroso, te intimidaba con la mirada. Una mirada que, entre condescendiente y cómplice, te hacía agachar avergonzado la cabeza; pero es que, al que atisbaba en ese trance, lo llamaba, le echaba el brazo por encima y pegando su frente a la suya ante el jolgorio de los demás, le espetaba con gesto retador: ¿Qué pasa, chaval? y ¡Ay de aquél que osara reírse!, le hacía lo mismo o alguna otra cosa peor que despertara su rubor y, por ende, el hazmerreír del resto, que era lo que peor se llevaba.

El Padre Cirilo, afable y contemporizador hacía lo posible porque se nos metiera en la cabeza desde el río más recóndito de África hasta otro allá situado, vete tú a saber, por Oceanía u otra zona más lejana aún, y desde la capital de Nicaragua hasta Ulan Bator que lo era de la extrema Mongolia que mira que estaba lejos. Con él aprendimos verdaderamente Geografía e Historia Universal, desde los primeros pobladores hasta los contemporáneos, pasando por el Período Carolingio y todo; y Lutero, el fulano ese que con su Reforma plantó cara a Roma y tal. Menos mal que luego, los romanos y todos los de aquella zona tan teocrática, hicieron la Contrarreforma con tal de que no se saliera con la suya y, de paso, para que sucumbiera bajo los designios del Altísimo, por impío.

Con el Padre Nemesio aprendí, sin embargo, a encajar hostias. Aquí no había, como en la escuela, una regla que te hiciera arder la mano cuando te atizaban un buen golpe en la palma y te la llevabas instintivamente al sobaco tratando de mitigar el escozor; pero hostias, lo que se dice hostias bien plantadas, había por un tubo. Aquel cacho de cura grande y autoritario, me endiñó tres en un sólo día. Decir que no merecí ninguna puede resultar extraño y hasta hacer surgir algún comentario del tipo: «si hombre, claro, nos ha jodido»; pero es verdad, me encontré con las tres de la forma más tonta. Tanto fue así que antes de propinarme la tercera, noté cierta compasión en la mirada de aquel cura de mano grande y revés hirsuto, que pareció decirme: «Pero hombre, otra vez tú». No tuvo compasión, sin embargo.
Era un día de final de curso: la primera me la administró por la mañana, por estar en el pasillo junto a la puerta del aula fumando, cuando a mí ni se me habría ocurrido nunca hacer una cosa de esas, en vez de, según él, estar dentro del aula esperando como todos; la segunda, por la tarde, porque hice un gesto de ir a coger otra vez la bolsa de comida que nos daban para el viaje
—de broma, porque el que las repartía era amigo mío— creyendo el mastodonte que quería hacerme con otra ración; y la tercera, por la noche, porque nos sorprendió hablando en la habitación y el mastuerzo dijo que estábamos profiriendo alaridos y armando cachondeo, que era en la habitación de al lado.
Conociendo ya los efectos de la agresión —porque no era lo mismo que te la endiñaran así de improviso, a que tuvieras que estar aguardando el turno para que te depositaran aquel zarpazo en pleno rostro—, la espera se antojaba de una impotencia que rayaba el paroxismo. De salir corriendo, vaya. Después, una vez consumada la brutal acción, el impacto hacía que te estallara la cabeza; el dolor del tímpano de ese lado corría como un rayo atravesándola hasta el opuesto en medio de unos pitidos agudos y penetrantes, e inmediatamente, se te acolchaba como envuelta en capitoné y no oías nada, como cuando la sumerges en el baño. Como cuando buceas.
Otros decían que se veían estrellitas. Yo lo único que veía después, eran mis manos abarcando el grueso cuello del cura zarandeándolo con tal violencia, que el asombro de sus pupilas me llevaban a un frenesí inenarrable, al tiempo que mi garganta, ayudada por mi boca llena de juramentos, rugía ronca mientras fenecía el clérigo. Mis compañeros tiraban inútilmente de mí tratando de que soltara al infeliz que no acertaba a zafarse de mis garras poderosas.

Había otro cura de cuyo nombre no quiero acordarme ciertamente borde, pues aprovechaba la menor ocasión para birlarnos la tarjeta del cine: evidentemente, le llamábamos «El Tarjetas». Dicha tarjeta era el salvoconducto para poder entrar al cine, siendo éste uno de los medios, si no el único, de financiación. A lo que iba: que el individuo en cuestión y como ya he mencionado antes, disfrutaba dejándonos sin cine a la menor oportunidad. Cuando llegaba ésta, la blanca tez de su rostro cambiaba al rojo iracundo atisbándose en ella los efectos de un extraño placer cuando reclamaba el documento. Sus azules ojos miopes y saltones sujetos por los cristales de las gafas que actuaban como parapeto impidiendo que salieran más allá, dejaban atisbar al sádico que los poseían; y la boca, al hablar, dejaba ver una horrible mella en el borde de ataque de los incisivos, de ahí su voz aflautada, al tiempo que demandaba la entrega de la susodicha tarjeta por quítame allá cualquier falta de disciplina, por nimia que resultara. Era tal el trauma, que mirábamos hacia todos lados después de cometer cualquier «fechoría» infantil, por creer que estábamos a merced de aquel omnipresente clérigo que parecía poseer el don de la ubicuidad.

Así transcurría ante nuestras narices y sin saber de qué modo, los dos primeros cursos de 1962 y 63. Fuera, en el mundanal ruido, el Dúo Dinámico hacía furor con aquel cursi Perdóname y Conchita Bautista, hizo lo que pudo en el festival de Eurovisión de aquel año. Sin embargo, a nosotros siempre nos parecieron más horteras que la vaca de Milka, aunque tampoco había ninguna otra cosa que llamara más nuestra atención. Los foráneos como Paul Anka o aquel rockero de Menfhis, un tal Elvis, empezaban a enseñarnos otros mundos de confort tan lejanos e inasequibles que dudábamos de su existencia ya que en nada se parecían a los de aquí, y las chicas de tipos preciosos, de talle enjuto y blusas de encaje, creyéndose más mayores por eso, les reservaban el espacio que tendría que haber sido ocupado por nosotros que además éramos de aquí y no hablábamos raro ni nada de eso, pero ni así. Al menos, aquel incipiente Rock’n’ Roll valió, si acaso, para que a las más osadas, se les vieran las bragas que sus faldas de vuelo dejaban atisbar, al resbalar bajo las piernas del afortunado Elvis de turno.

«El Libro del Joven» era un manualillo con pretensiones de notoriedad que corría de mano en mano y que en estas edades resultaba ciertamente interesante por aquella excitación morbosa y adolescente de ir descubriendo cosas. Descubrimos, entre otras, que aquellas sustancias espesas y pegajosas que aparecían con alguna frecuencia al despertar dejando su rastro amarillento, o a media noche cuando nos alertaba por su humedad después de un gratificante espasmo como resultado de un rato sublime y que tanto nos preocupaban, no eran corridas ni ordinarieces de esas como vulgarmente las denominábamos, sino «poluciones nocturnas», anda jódete, que era como las definía técnicamente aquel «prontuario» pretendidamente sexual. Y lo más importante es que ya no tendríamos que sentirnos culpables porque no era pecado «Antes penar que pecar», sino que era normal: aquello se tenía que vaciar de alguna manera. Hombre, con otro tipo de manualidades quizá hubiera que tener cierta cautela, pues los granos faciales, según decían, salían por algo y podían delatarte. Desde luego si era así, pocos se libraban, pues, difícil era que alguien no exhibiera entre el vello incipiente y aquellas narices que crecían más de la cuenta, algunos granos adornados de punta blanca y todo.

Mientras todo esto sucedía, el Padre Cea, un individuo de rostro macilento y nariz aguileña, solía surcar los pasillos a grandes zancadas, como Groucho Marx, y armado de una larga vara, jaleaba a los niños para que corrieran despavoridos ante sus narices por aquellos largos pasillos como si de la bruja de un cuento se tratara. Al final resultó ser un tío entrañable y bromista al que se le disculpaba casi todo por eso, por estar un poco loco.


…de Juan de Mena

El Padre Pirallo, a la sazón Director del colegio, nos parecía un tipo extraño y nada cercano; andaba siempre distante y displicente, envuelto en cierta aureola estrábica que no lograba desapercibir a pesar de sus gafas ahumadas. Poco recuerdo de él que no fuera su firma en el carné de la Uni y poco más. ¡Ah sí! Y por otra hostia que le dieron a un amigo mío por llegar tarde al estudio; claro que ésta no le salió redonda al clérigo ya que, acojonado, tuvo que sujetar a mi amigo por el pasillo porque volaba veloz a contárselo al Rector.
Tampoco es que hubiera hostias constantemente; pero es que la memoria, a fuerza de ser selectiva por impresionable, guarda cosas que permanecen de forma indeleble. Sí, esa memoria; la que un día nos dirá adiós. Esa que se cree tan lista y que a veces va haciendo lo que le viene en gana como si estuviese ella sola y el resto nada importara. Esa que a menudo se vuelve autonomista y pretende volar por sí sola y con la que hay que llevarse bien y contemporizar, riéndole las gracias y adulándola ya que, de lo contrario, puede llegar a jugarte una mala pasada. Y después de todo, desagradecida, porque ¿no recordáis cuando andaba pordioseando y necesitando de uno para nutrirse de sucesos y casuística? De de todas las vivencias quería apropiarse la acaparadora, la trepa; sin embargo, entonces no sospechaba uno, confiado, que pudiera llegar a ser un ente que pensara por sí misma llegando a olvidarse de todo lo demás. Y es que la vida es así de cruel. Parece mentira que algo que ha crecido contigo; que ha intimado hasta saber tus más recónditos pensamientos; que conoce todo aquello que has hecho a escondidas y que ni por lo más remoto harías en público y que lo has amado hasta la extenuación, pueda llegar un día a renegar de ti alejándose de tu vera como si ya no pintaras nada, como si ya no quedara nada de aquel amante altruista que fuiste y que la quisiste con locura.

También los había laicos. El Sr. Chica era profesor de música. Música clásica, claro. Una asignatura cuya materia nos parecía ridícula por cuanto que, existiendo entonces el Twist, el Rock y todo eso, no era cuestión de aguantar
música plasta y coñona nosotros que éramos ya unos tíos modernos y todo. Sin embargo, supo adentrarnos en ese mundo no sin cierto esfuerzo, y entre bostezos, fuimos conociendo lo que era la música culta con todos sus «andantes», «Adagios» y «Allegros ma non troppo». Con un vetusto pick-up, que siempre portaba como oro en paño, nos obsequiaba, solícito y chantajista, después de aguantar todo un concierto, una de las melodías que más nos gustaban de todas cuantas llevaba y que siempre le pedíamos: La marcha sobre las ruinas de Atenas, del gran Ludwig van.
Aún recuerdo cuando tuvieron que interrumpir, en el cine, la proyección de Fantasía de Walt Disney —por producir alboroto y cachondeo debido al aburrimiento de tanta música— subiendo al escenario para calmarnos y explicarnos que se trataba de una gran obra, de una película extraordinaria de gran valor, y que la música que contenía no era cualquier cosa, pues, se trataban de auténticas obras maestras de la música clásica universal. A partir de ahí, quisimos ver la película con otros ojos aunque, a decir verdad, lo que nos gustaba eran los dibujos animados que la cinta contenía y que eran bien pocos, por cierto.

El Padre Gago, impetuoso y pasional, constituía un espectáculo ver como cruzaba los pasillos a largas zancadas todo lo que la sotana le permitía. Vivía con auténtico deleite el mundo de la métrica y la rima, y nos adentró, con suma maestría, en el bello mundo de la literatura —de la literatura permitida entonces, claro. De Miguel Hdez. y Lorca, por ejemplo, ni pío— y de los grandes maestros de verso en ristre que lo practicaban con arte y donosura. Nos incitaba con oficio y gran pundonor pedagógico, a memorizar entrañables poesías de Machado, Juan Ramón y otros. Consiguió con gran destreza despertar nuestra curiosidad por las letras, obligándonos a asociar infinidad de obras de la literatura clásica a su autor, de manera que muy pocas se escapaban a nuestro control: desde Homero a Lope. El Padre Gago decía —contestando a uno que en cierta ocasión le preguntó, con mucha retranca, de qué trataba el Ars Amandí—, refiriéndose a la obra en verso de Ovidio, que era un prado verde en el que sólo podían entrar las vacas mayores de dieciocho años. Era un figura aquel Padre, y sabía un montón. No es necesario mencionar, por obvio, que guardo un gran recuerdo de él.

El Sr. Berrocal, profesor de tecnología de reconocido prestigio, tenía a gala ser un hombre muy versado en la materia, y probablemente lo fuera; pero, incomprendido por monocorde y apenas perceptible consiguiendo por ello un aburrimiento generalizado de la parroquia. Debía padecer, a juzgar por su tono de voz poco audible, de algún problema bronquial o algo así que le hacía escupir frecuentemente. Nosotros le sorprendíamos siempre que, como a escondidas, escupía en su pañuelo. No conseguía escapar a nuestra mirada inquisidora cada vez que trataba de librar a su garganta de tan impresionantes «lapos» mirando hacia un lado y hacia otro como no queriendo ser visto. Como aquel que no quiere la cosa tratando de pasar desapercibido. Empleaba una letanía muy particular de frases tópicas: «toda vez que…», «por obra de…», que yo pensaba que si las introducía en los exámenes al desarrollar las preguntas, podría obtener algún tipo de licencia o rédito. No pareció, sin embargo, que ello se reflejara excesivamente en las notas. Sin duda era un gran profesor aunque de escaso fuste entre nuestra promoción; sin embargo, no es intención del que suscribe poner en duda sus indudables facultades como docente. Aun así, en nuestra memoria perdura tal como lo reflejo. Creo que murió en 1968. Descanse en paz.

El Sr. Patón, fue un profesor de dibujo de empaque chulesco y altanero. Cordobés con ínfulas de Juncal, que fue aquella serie televisiva que el gran Paco Rabal tuvo el lujo de marcarse de forma magistral junto al incomparable Rafael Alvarez «El Brujo» —aquel limpiabotas sevillano llamado Búfalo de inigualable sabiduría—, blandía tanto la tiza sola, como embadurnada en una guita fustigando a continuación con ella el encerado, así como con desprecio, para marcar las líneas rectas. Ufano, repetía con petulancia de diestro la acción una y otra vez con afán de impresionarnos, de modo que cuando le veíamos nuevamente untar de tiza la cuerda, se solía escuchar algún que otro: «joder, otra vez».

Corría el año de1964 y la pertinaz rutina nos calaba hasta los huesos. El Twist and south de The Beatles surcaba habitualmente el ambiente de entonces y en el Palacio del Cine, en las Tendillas, estrenaban una película rara de extraños jóvenes americanos inadaptados, que danzaban con cara de mala leche por el west side neoyorquino al tiempo que cantaban y se zurraban como salvajes. No lo hacía nada mal, tampoco, Eydie Gorme y su Cúlpale a la bossa nova ni tampoco sonaba nada mal una canción que decía… I know something about love, que un tal Aguilé se encargó de destrozar llamándola: Dile. Nunca ví un destrozo similar, la hizo añicos y no fue la única que cayó entre sus garras y no es porque fuera de «allá» y se colara en el panorama musical, aunque quizá fuese más cómico que cantante, imponiendo su acento criollo. Nada que objetar sobre lo del acento ya que siempre he sostenido que cualquier ciudadano de a pié de Hispanoamérica (lo de Latinoamérica me parece un eufemismo como tantos otros con tal de no mencionar lo de hispano o, en todo caso, ibero) expresa mejor el castellano que los de aquí, encargados sólo en emplear vocablos tendentes a su destrucción paulatina; pero no quiero meterme en profundidades que servirían solo para desviar el tema y desnaturalizar la narración que es en definitiva lo que nos interesa (al menos para aquellos que hayan llegado hasta aquí, y que ya tienen su mérito, ya). Enseguida vuelvo.


… de Gran Capitán.

El Padre Roces, Director del colegio en cuestión, era un cura afable y cercano. Tan cercano que terminaba resultando pesado por monocorde y excesivo manoseo. Largándote aquellas pláticas constantes de tono pausado que parecía estar confesándote continuamente y suponías, por todo aquello que te largaba, que la ira divina iba a caer sobre ti al menor traspié. Siempre ceremonioso —¿Creería, en verdad, que casi todo era pecado?—, pretendía dar la impresión de ser más pío que las enaguas de monseñor Lefevre «Un hombre con corbata, es doblemente un hombre», decía. De haberlo conocido Matt Groening, sí ése, el de los Simpson, lo habría incorporado, probablemente, a sus películas como uno de los personajes centrales. Quizá el hermano cura de Homer o algo así. ¿Y si le ponemos en lugar del hábito una carta de póquer como disfraz, por ejemplo, el as de corazones? Pues que resultaría ser aquella reina desquiciada, que cercenaba las cabezas a los que no le tenían consideración ni respeto, del cuento de Lewis Carroll. ¿El de Alicia? El mismo. De rasgos pintorescos, alguna caricatura le cayó con motivo de aquellos murales que se elaboraban a modo de comics y que se colgaban en el tablón de anuncios cuando se aproximaba la Navidad. Todo tratado con mucho cariño y respeto, naturalmente. Creo que falleció y por eso estará en el cielo. En «su» cielo, como él quería.

El Sr. Ripoll era un individuo singular además de profesor de Física y Química que llevaba el despiste como bandera. Siempre desastrado, te podías fugar la clase con toda la tranquilidad del mundo y ni se enteraba. Lo mismo llevaba los faldones de la camisa por fuera o asomándole por la bragueta, que se le caían los papeles por el pasillo. Lo único que portaba con cierta distinción era su sombrero stetson y la pipa. Tan oceánico podía ser su despiste que en cierta ocasión y al sacudir su pipa en la mesa dando los clásicos golpes: toc, toc, él mismo dijo: «adelante». De él decíamos, probablemente los que menos nota sacábamos, que tiraba los exámenes en una habitación, aprobando sólo a los que se posaban sobre la cama, por la disparidad, a nuestro entender, de criterios con los que aderezaba las calificaciones. Nos preguntábamos a que extraños juicios obedecerían aquellas estrambóticas notas que, sorprendidos, recibíamos. Había quien sin dar ni una, aprobaba, y quien a pesar de haber realizado un examen más que digno, recibía a cambio una nota de lo más rácana que le dejaba anonadado. En fin…

El tiempo en este colegio pasaba más que deprisa quizá por ser una «Estación Termini» para los que terminaban en Oficialía, o una «meta volante» para los que siguieran hacia Maestría; o tal vez estábamos demasiado entretenidos e influenciados en aquel 1965 por películas como West side story —titulada aquí estúpidamente como Amor sin Barreras y donde la censura nos birló la escena de cama entre Tony y María, dejándonos con la duda de si se habían acostado o no—, o por la música de The Beatles cuyas letras no entendíamos y que más de una decepción nos habríamos llevado de saber lo que decían, muy al contrario que lo que sucedía con Bob Dylan donde su música no era fácilmente digerible y, sin embargo, las letras las bordaba y tenían sentido, aunque de eso también nos enteraríamos mucho más tarde, o por otras cosas que por la edad resultan verdaderamente evocadoras.

El curso de tercero de Oficialía tornaba a su fin. De mano en mano corría Cuerpos y Almas de Maxence van de Meerch precedida de cierto chance entre nosotros. Una novela de médicos, hospitales y tísicos que había que leer de forma casi clandestina y que mostraba descarnadamente los problemas de la sociedad laica francesa de principios de siglo. Con gran asombro por nuestra parte de que existieran sociedades así, laicas y todo.
Por todos lados sonaba como una jauría de perros el I want to hold your hand de The Beatles y es que estos tíos se afianzaban cada vez más en el panorama musical de entonces, a pesar de que esta canción era rara de cojones… Sería por eso.
También disponíamos de grupos «domésticos» nacidos de los certámenes musicales que se celebraban en el escenario de la sala de cine. Las actuaciones eran tan divertidas y no exentas de calidad, que esperábamos con verdadera expectación su comienzo. Uno de esos grupos que sonaban realmente bien en directo eran Los Diablos Rojos, tan buenos nos parecían que su primera aparición fue realmente un aldabonazo, llegando a pensar incluso, naturalmente llevados por nuestra empatía por ser también «laborales», que no tenían mucho que envidiar a ciertos grupos ya consolidados.


… de Luis de Góngora.
El Padre Izarbe cuyo apéndice nasal exigía a gritos el apelativo de «El Picota», además de ser el Director era un cura ciertamente anodino (¿quizá por correcto?) del que no guardo muchos recuerdos aunque personó uno que sobresale por todos los que guardo. Nos expulsó de la Uni a todo el aula porque alguien dibujó en el encerado una escena representativa de la mejor lascivia española, topándose de bruces con él una visita que, con gran infortunio, guiaba el fraile Pampín, o al menos, eso nos hicieron creer. El exilio terminó a altas horas de la noche y sin saber, con gran frustración por parte de los clérigos, quien había sido el autor gracias al ejemplo de solidaridad del que hicimos gala.
«Fuenteovejunica, señor», contestó el lelo del pueblo al Juez, al pretender éste, que por ser medio bobo, le diría quién había matado al mandamás aquél del Comendador.

El Sr. Canalejo Cantero, hermano del que más tarde sería el célebre alcalde de Bélmez por el concurso de «Un millón para el mejor», era el profesor de matemáticas. Con gran destreza, deslizaba la tiza contra el encerado en un alarde de acrobacia, fruición y extrema habilidad; muy veloz, como si creyese que disponíamos de una agilidad mental razonable. Excelente profesor, sin embargo, pues consiguió que nos gustara hasta las integrales, que ya es decir. Por su aspecto diminuto y enclenque, aunque vivaracho, recibía el sobrenombre de «el Braguitas».
El que más nos impresionó, incluso desde San Rafael, cuando su asignatura se llamaba de forma incongruente Formación Política, hasta Luis de Góngora donde pasó a llamarse, fascistoidamente como cualquier cosa de entonces: Formación del Espíritu Nacional, fue D. Alfonso Barrada. Un tipo complejo y excéntrico al que era difícil estereotipar. Con su aire de profesor chiflado, dotaba a sus clases de una atmósfera peculiar por cuanto decía y explicaba, imprimiendo un ritmo exento de atavismo y de cualquier elemento prosaico. Decía cosas que a nosotros nos parecía que rayaba el bolchevismo, y sus críticas mordaces a todo lo establecido, ya fuera política, religión o simple costumbrismo, solían dejarnos impresionados y con los ojos abiertos como platos. «El Genio», le llamábamos.

El ambiente del 66 y 67, saturados de gratas vivencias y desprovistos de cualquier evocación de estancia fuera de la Uni, se desarrollaban plácidamente: no en vano, cada vez lo pasábamos mejor y no añorábamos, en absoluto, época de vacación alguna. De hecho, unos pocos, ni nos íbamos de vacaciones en Semana Santa con tal de permanecer allí, porque nos sentíamos a gusto, aunque con el riesgo de padecer alguna que otra misa concelebrada y larguísima de esas que te pillaban a traición y que no podías eludir por mucho que quisieras, y donde los curas, muy en su papel, entonaban en una coral de falsete, cual castratis, el kirieleisón o algún que otro cántico clerical entre efluvios de incienso, cirios y alcanfor.

Ajenos a casi todo, nos solazábamos de manera más que agradable, con las notas almibaradas e inolvidables de Desencadenando Melodías de The Righteuos Brothers; por el sin igual Sunny Afternoon de The Kinks o por la lectura de El Don Apacible, aquel libro que se hacía corto a pesar de su volúmen, de cosacos, magníficamente narrado por Mijail Sholojov. Todo lo que oliera a ruso nos parecía tan sugerente y tan atractivo entonces por todo aquello de la revolución, del movimiento obrero, de la lucha de clases y la transformación del pensamiento y todo eso que, con aquellos años, nos creíamos La Libertad de Delacroix guiando al pueblo. El tiempo se encargaría de enseñarnos que aquellos sueños se desvanecerían con la firma de la primera letra, con la primera hipoteca. Pero eso ni por lo más remoto lo podíamos pensar entonces porque toda ocasión era propicia para divertirnos como los paisanos cuya vida describía magníficamente Sholojov hasta los próximos exámenes, y después de ellos, si se podía, todavía más.

Los Brincos, que emulaban con gran acierto la música de los conjuntos foráneos que llamaban «pop» (de popular, vaya chorrada), renacían ese año volviendo como el Ave Fénix, ya sin Juan ni tampoco Junior, con un tema llamado Lola, inigualable, que mejoraban todo lo anterior. Y Sonny & Cher, por su lado, que con aquella canción que parecían gatos maullando: I got you babe fueron grandes éxitos de ventas en el «Hit parade» nacional.

Dos cursos de Maestría Industrial consumimos en este colegio. Un título que una vez fuera, nadie conocía ni sabía lo que era; pero que sólo pronunciarlo, sonaba bien y vestía mucho. Se fueron dando cuenta de ello, no obstante, a medida que transcurría el tiempo y veían nuestro quehacer. «Sí hombre, es un título anterior al de Perito» — Ah, ya—.

La obra que inició alguien, quizá sin pretenderlo y probablemente por querer enaltecer su «Alter ego», resultó espléndida y, por tanto, quedaremos por siempre agradecidos. Aquel régimen carca y contrito —el examen de conciencia y el mea culpa era privilegios que les salvarían del infierno constituyendo toda una ventaja, sin duda— no calibró quizá la dimensión de dicha obra; de haberlo sabido, es probable que no la hubiesen comenzado. Sin embargo, no fueron ellos quienes posteriormente la dejaron morir por inanición, y sólo por ser el buque insignia del régimen anterior sin tener en cuenta los beneficios que produjo. Lo hicieron otros que no supieron hacer y, sobretodo, que no supieron ver. Recuerdo, en unas de mis visitas tiempo atrás, ver todo descuidado y abandonado; las raíces de los árboles trepanando el pavimento y levantándolo, al igual que les sucede a los templos de la jungla en los cuentos de Rudyard Kipling, como muestra inequívoca de la estulticia reinante. Recuerdo que a mi memoria acudieron entonces, embargado por la pesadumbre, los versos que Rodrigo Caro dedicó a las ruinas de lo que en otro tiempo fue Itálica famosa. Menos mal que, actualmente, todo vuelve a gozar de buena salud. De mejor salud, si cabe, aunque ya nada será lo mismo. Finalmente, alguien había recobrado la cordura restituyendo la dignidad del centro y dándole el destino que merece. Gracias.

En general, el claustro de profesores tanto religiosos como laicos, fue siempre ejemplar y, salvo raras excepciones, de gran calidad como posteriormente hemos ido reconociendo a medida que el tiempo transcurría. La formación técnica que adquirimos nos ayudó mucho, me atrevería decir que en general, para poder desenvolvernos en un más que difícil escenario laboral. La formación humana, también fue destacable si exceptuamos el sentimiento de culpa ¿? que toda educación religiosa lleva implícita y la disciplina de aire castrense que nos hacían cumplir, con prurito excesivo, aquella orden de predicadores dominicos que, al fin y al cabo, recordamos con mucho cariño.

En cualquier caso, esta es mi opinión sobre todo lo que viví, observé y aconteció, y que relato con el respeto que todo lo expuesto me merece y que someto a superior criterio, entendiendo como superior cualquier otro más autorizado, en la seguridad de que sabrán disculparme si atribuí cualidades de unos a otros, o confundí términos y situaciones, que de todo hay. Vaya en mi descargo pues, que el tiempo transcurrido pudo haber hecho mella en mi memoria jugándome la trastada que alguien sabrá enmendar y que, por descontado, desde aquí animo a hacerlo.

Sólo me resta mostrar, desde estas humildes páginas, mi cariño por todos los amigos que me acompañaron en tan singular aventura y cuya lista sería interminable; pero, en este orden de cosas y en justa correspondencia, si mencioné al primero de ellos que fue Vicente Arranz, también debo hacerlo con el último —por aquello de dotar a esta modesta narración de cierto equilibrio— y no siendo otro que el inefable Àngel Garcillán (el Miki), y digo inefable ante la imposibilidad de describir con palabras la amistad que nos une y de la cual me plazco después de tantos años, de tantas peripecias y de alguna que otra correría. Y no voy a extenderme más porque sé que lo va a leer y no quiero mostrar sonrojo alguno.

Y en cuanto al centro en sí, qué decir; por lo que a mí respecta, cuando por la carretera diviso, emergiendo en lontananza, la torre de lo que antaño fue la Iglesia, noto que algo se despierta en mi interior. Debe ser la emoción.



francisco cervantes gil
Granada- 2.008

viernes, 20 de junio de 2008

Juntos pudimos

In memoriam
José M. Gutiérrez Puerta y José Rosell Badía

… y antes de que los más débiles, dueños de la superstición y el miedo,
generasen cierta confusión y agresividad…«El Señor de las Moscas». William Holding.

El colegio Luis de Góngora y Argote —lo del «y Argote» no se usaba ni aparecía en ningún sitio, ni en sobres oficiales ni en membrete alguno. Aunque era obvio que el nombre se utilizaba en honor al padre del Culteranismo, lo del segundo apellido, a tenor de lo sucedido, parece que no gustó mucho a la hora del «bautizo» colegial; así que, dejémoslo estar denominándolo en adelante: Luis de Góngora mondo y lirondo—, ubicado en la esquina del ala oeste de la Universidad Laboral de Córdoba ofrecía, a nuestro modo de ver, ciertos privilegios de situación frente al resto de los colegios por tener a mano todas las zonas deportivas y de expansión —si a expansión se le podía llamar estar lo más lejos posible del colegio—, sobresaliendo de entre todas ellos, la piscina olímpica. Esta se convertía, cuando se avecinaba el buen tiempo, en la reina de las atracciones, sobretodo, para los amantes del crawl y los saltos de trampolín que no eran otros que los podiums de salida que, habilitados a tal efecto, nos propiciaba la base desde la que impulsarse a modo de palanca tratando de entrar en el agua en el mejor plano posible. Lo de «olímpica» venía porque su longitud, multiplicada por dos o por cuatro, posibilitaba la realización de carreras en formato olímpico, siendo necesario, por tanto, efectuar dos o cuatro largos para poder cubrir cincuenta o cien metros.

Todos estos andurriales se frecuentaban habitualmente durante los ratos de asueto entre la salida del comedor y el inicio de clases, y desde el final de éstas hasta la entrada al estudio. Sin embargo, el lugar de congregación preferido a medida que se acercaba el final de estos ratos libres eran las inmediaciones de la puerta de entrada al colegio, pues más allá, no era audible la megafonía con todo lo que esto podía suponer. Llegar tarde después de cualquier aviso no era muy recomendable, casi era mejor no llegar encomendándose, eso sí, a la diosa fortuna para que la ausencia no se notara. Para que pasara desapercibida.

Era éste un espacio ciertamente austero el cual se adornaba a la derecha con un jardín ralo y simple, sin mantenimiento, formado por parterres que colindaban, paralelos y mellados, con la fachada de las aulas y donde convivían, a duras penas, entre la broza y la maleza: las adelfas, algún almendro o ciruelo y alguna otra planta difícilmente inventariable. Enfrente, la cuesta de acceso al canal a modo de línea fronteriza y limítrofe, cual foso de fortaleza Artúrica, y a la izquierda, las calles que conducían al campo de fútbol, piscinas y el gimnasio. Continuando más al fondo: los talleres, las pistas de atletismo y demás canchas deportivas, y allende las fronteras, el mundo exterior.

La mayoría nos sentábamos a la izquierda de la salida, en el pretil del muro que como antepecho o barandilla separaba la bajada de acceso a las cocinas, lavandería y demás servicios. El poyete de granito, incómodo, nos servía a falta de otra cosa mejor para esperar como lagartos al sol «sintiendo» el transcurrir del tiempo de la tarde primaveral en espera de la llamada al estudio o cualquier otro aviso siempre inoportuno. A pesar de todo, la considerábamos una estancia ideal por estar a tiro de piedra de la puerta de entrada donde apurábamos los últimos minutos antes de dar el callo, o lo que hubiese que dar. Aquella tarde era especialmente hermosa, plácida, tanto que su languidez empezaba a ofrecer, probablemente por la hora, cierta apatía generalizada. Sólo su quietud era rota por alguna estridencia proveniente de los altavoces que, colgados cual nidos por todos sitios como nexo de unión informativo, gruñían esporádicamente e interrumpiendo como casi siempre. Aunque lo que más agradecíamos, sin duda, era que a través de ellos saliera la música del momento, la que a la mayoría nos gustaba. Música que tenían a bien adquirir los educadores, sin duda asesorados por sus afines y compañeros de nuestra misma edad, que si no, de qué. El caso es que la disfrutábamos todos —había, sin embargo atávicos que no gustaban de estos sones; no pasaba nada, éramos tantos que había de todo y para todo— de modo que, en los ratos libres, que no eran muchos, nos deleitábamos con ella en solaz armonía.

Aunque generalmente no tenían que avisarnos cuando empezaban las clases o el estudio, esos avisos, cual estridencias, iban dirigidos especialmente a los rezongones, rezagados y remolones que eran los que, ciertamente, animaban el cotarro impidiendo, las más de las veces, que la abulia se generalizara; siendo dichas estridencias, emanadas de aquellas cajas acústicas, las que precisamente azuzaban al personal y, lógicamente, las que menos animaban, por contra.

Aún así, el tiempo libre corría que se las pelaba, y es que allí nos encontrábamos realmente a gusto; desde luego no era el momento, y estos abundaban, de pensar que en breve acabaría muy a nuestro pesar aquella aventura de la formación profesional, encontrándonos inermes cual neonatos, frente al mundo exterior. Y eso, quiérase o no, a estas alturas de la «competición», imponía un poco; sobretodo, por aquellas explicaciones tan teológicas y sombrías que sobre la vida ofrecían, a menudo, los curas.

Aunque no había muchas cosas que nos sacara de nuestra pertinaz rutina, no tardaría, sin embargo, en ocurrir un suceso que se quedaría marcado de forma indeleble en nuestra memoria por su cualidad humana; al menos, eso es lo que más tarde nos pareció. Quizá también influyó el hecho de ser la última acción reseñable de aquella Maestría que se acababa muy a pesar nuestro. En cualquier caso, y por no ser asunto baladí, merece ser rememorado.

Corría el curso de 1967 (en verdad, los que corríamos éramos nosotros, el curso, expectante, permanecería más que quieto. Hasta junio). En las postrimerías del curso en cuestión, en aquella incipiente tarde de la Córdoba agostada y somnolienta y después de agotar el tiempo libre, nos encaminábamos hacia las aulas a un ritmo muy distinto al que se imprimía cuando había que ir al comedor o salir de gira a la ciudad, o sea, ligeramente desganados. El objetivo que nos habíamos impuesto después de arduas deliberaciones psicomotrices, era llegar al aula, así muy puestos, coger los libros necesarios, no muchos, y enfilar posteriormente el camino hacia el estudio a través de aquel pasillo interminable y rectilíneo, sencillo y sin alardes, propio de aquella zona del colegio de construcción austera y funcional. El periplo hasta alcanzar el mismo nos obligaba a recorrer una buena distancia. Después de dejar el aula y cubrir un buen trecho en línea recta, llegábamos a un descansillo de distribución en donde debíamos coger otro pasillo que bifurcado a la izquierda —la prolongación del que traíamos continuaba, enhiesto, albergando las salas de juego, entre otras dependencias— ,y que era donde estaba la sala de Tv., hasta desembocar en el hall de donde, radiales, salían: el salón de estudio, las escaleras de bajada a los servicios y vestuarios y de subida a los dormitorios y, por último, la salida al patio exterior. Fruto de todo este itinerario, se llegaba por fin hasta el objetivo, que no era otro que, un profundo salón preñado de pupitres clónicos y anodinos en los que imperaba, siempre que «ellos» estuvieran presentes, un silencio sepulcral. Silencio que, con férrea autoridad y disciplina, impartían aquellos «cartesianos» dominicos.

—«Hay que aprovechar el estudio», —solían decir—.

El estudio, preñado de aquel silencio estremecedor, era un escenario propicio para todo tipo de sueños. A menudo, una dulce evasión de la realidad lo cual no era óbice para que no nos asaltara alguna preocupación que otra, pues, pronto empezarían de verdad los largos períodos de pasión tratando de salvar los muebles del curso, enfrentándonos entonces al mundo hostil sin colchón amniótico alguno; por eso, había hasta quienes, verdaderamente, se enfrascaban en el estudio con voluntad de adquirir una sólida formación que hiciera realidad sus sueños.

No obstante, el sopor producido por el tedio se adueñaba poderosamente de la estancia a menudo. Absortos cada uno en su mundo, no podíamos imaginar, ni por asomo, lo que a continuación se avecinaría siendo el comienzo de una aventura sin par. De un episodio singular dentro de aquellos dos cursos de Maestría, inolvidables.

Inesperadamente, el ambiente del estudio extremadamente quieto hasta entonces, quedó roto de forma violenta, y el despertar que lo produjo nos sacó del ostracismo sepultándonos de bruces en la cruda realidad. Súbita y atropelladamente, se oyeron voces a nuestras espaldas seguidas de pasos agitados y ruido de hábitos a lo largo de todo el pasillo central. Las zancadas largas cual triplista alcanzaron raudas la tarima del estrado, y de entre aquel torbellino de vuelos y crujir de maderas, salió un torrente de voz grave y colérica:

—« ¡Quién ha pintado el encerado de la M2A!», —tronó el clérigo—.

El Padre Director, como una exhalación, había cubierto con celeridad inusitada los treinta metros largos de la sala. Probablemente fue su nariz lo primero en tocar la cinta de llegada pues la prominencia de su apéndice nasal era asombrosa, de ahí el apelativo cariñoso de «el Picota». El bramido nos produjo un breve estertor, como una descarga eléctrica; como el respingo que precede al despertar brusco. Atónitos y sin saber lo que ocurría, observábamos el rostro descompuesto del otrora apacible dominico.

—« ¡Quién ha marraneado el encerado de la M2A!», —gritó por segunda vez sin saber cómo contener la ira—

Su aspecto lívido y el tono de su voz no podrían contener por mucho más tiempo la explosión de rabia que se avecinaba; pues, aunque pretendiera dominarla, no pasaba ésta desapercibida a juzgar por su expresión facial, sus ademanes y, sobretodo, por el mensaje amenazador que encubría.

Ya está, a alguien se le va a caer el pelo. Qué mosca les habría picado ahora para meternos el miedo en el cuerpo, no ya el miedo sobrenatural y místico que, subliminalmente, manejaban con maestría, como cuando años atrás, con las monsergas aquellas de las poluciones nocturnas y la mano pecaminosa, nos asustaban logrando que nos sintiéramos abominables; sino el otro, el miedo material, el físico.

Un silencio sobrecogedor se adueñó de la estancia. Por supuesto, nadie salía. Todos helados, petrificados (unos mas que otros; desde luego el autor o autores tendrían que estar pasándolo mal) y embutidos en aquellos pupitres de contrachapado, duros y pulidos, donde se resbalaba constantemente el culo hasta tocar el asiento con los riñones. El ambiente podía cortarse con una faca, con un tufo a suspense que imponía. Como una escena de Hitchcock; de esas donde el culpable, aún siempre presente, no es revelado hasta el final. Entretanto, un segundo cura acudió en apoyo de su jerarca posicionándose a una razonable distancia del mismo. No era mal tío el «Juanolo», sin embargo, hierático, asistía dócil al presumible «holocausto» que se avecinaba, presenciando impasible al histriónico superior. Al que siempre le reía las gracias.

Un tercero, el delator seguro, el «Bombilla», el que acompañaba a la visita —porque más tarde nos enteraríamos que fue por medio de una visita como se desencadenó todo, presenciando ésta en el encerado un espectáculo digno de la mejor lascivia española; fijo que exageró la escena hasta el paroxismo cuando se lo contaba al Director— acudió presto para no perderse la escena. Se le notaba ufano y majadero —sólo le faltaba hacer la «clac», y lo haría a poco que el jefe lo insinuara— en espera del auto sancionador.

—«Repito: el que haya pintado el encerado de la M2A que salga», —dijo de nuevo el presbítero—.
Esta tercera vez, aunque autoritario, el tono fue más conciliador dejando atisbar cierto coqueteo indulgente; entonces, pensaría, el incauto malhechor obnubilado por ese alarde misericorde, saldría sin duda postrándose ante tal gesto de gracia. El cura esperaba que el sentimiento de culpa, cúlmen que toda educación religiosa y dogmática lleva implícita, haría estragos en el pobre diablo hacedor de no sabíamos cuantos males, confesando así su mala acción.

Con los brazos entrelazados y las manos dentro de las anchas bocamangas del hábito marfil impoluto —siempre nos llamó la atención la indumentaria sin mácula y de elegante «caída» que portaban aquellos religiosos—, el «Padre» escrutaba cual rapiña las largas filas de pupitres del estudio entero. El gran fariseo de aquella orden de predicadores, quería subyugar con voz queda y cínica al autor lascivo —más tarde sabríamos que la pintura en cuestión del encerado, según otro cura menos expeditivo, «era un dibujo indecoroso» decía desaprobador; «eso, por usar cierto eufemismo», proseguía el celestino, «la cosa se agravó», siguió relatando el cura bonachón «cuando una visita del exterior desembocó topándose de improviso con el encerado del aula»—, como si no supiéramos de qué iba el asunto. Vamos hombre, que el que más y el que menos ya tenía diecinueve años; algunos más, pocos, desde luego, para creer que la escena fuese tan escabrosa y meternos el pánico en el cuerpo. Ni que fuéramos gilipollas.

Lo que no sabíamos, sin embargo, era lo que aquella gente, iracunda y fuera de sí, era capaz de hacer con tal de mantener el prurito disciplinario.

El clima creado no auguraba buenos presagios. Todos deseábamos que no saliera nadie. Que no fuese ningún héroe. Que simplemente fuera un tío normal y no saliera. Nadie con dos dedos de frente saldría a un escenario tan proclive a la tragedia.

—« ¡Salgan todos los de la M2A del colegio!», —sentenció ya, autoritario—.
Salir del colegio. No ya del estudio sino del colegio, qué extraño. Desconcertados fuimos desalojando la gran sala. Al principio de forma perezosa como tratando de poner en evidencia la orden de aquel individuo fuera de sí; como queriendo asirnos a algo invisible que lo impidiera. No tardamos en ser azuzados forzándonos a salir a empellones —no había que quedarse de los últimos, un mamporro te ganabas seguro— con evidentes signos de violencia. Por causa de la estampida, hubo un momento en que la puerta se taponó —todo sucedió muy rápido por querer salir al unísono— con una hilera de individuos apretujados de lado a lado sin que nadie pudiera salir a pesar de que, por detrás, todo el mundo empujara. En el rostro de los del «tapón» se evidenciaba la congestión propia del esfuerzo por querer salir de allí sin entender porqué no lo hacían si era mucho lo que apretaban, hasta que uno, el del centro, eyectado por efecto de elevarse la presión originada atrás, dejaba por fin expedito el desalojo produciéndose éste, entonces, con una rapidez inusitada entre pisotones, codazos e imprecaciones múltiples. Todo se evacuó como en un parto.

Cruzando de forma atropellada el hall alcanzamos el pasillo que albergaba la sala de televisión dejando antes a la derecha la escalinata de subida a los dormitorios, en cuyo basamento, indolentes y cansados, solíamos recibir a menudo y antes de subir a dormir —lo de dormir algunas veces podía ser una broma, porque los eternos bulliciosos no lo permitían haciendo constantemente gala de sus gamberradas, hasta que los curas, repartiendo hostias por doquier lo impedían, en ocasiones, con verdadero deleite. Se podía ver a menudo a gente, en los halls de las habitaciones purgando su culpa por «armar cachondeo»— las largas peroratas del Padre Director. Pasamos de soslayo y casi sin darnos cuenta por las prisas y empellones las cristaleras de separación del vasto patio exterior finalizando el pasillo y llegando al pequeño distribuidor. Cogimos otro pasillo a la izquierda y dejamos a la derecha aquel interminable de las aulas de donde habíamos partido hacía escaso rato sin pensar siquiera en que retornaríamos de aquella forma, y que infinito, atravesaba los colegios del ala oeste hasta penetrar en el Paraninfo.
Desembocamos al fin en el hall de salida. Atrás quedaban como fotogramas de una mala proyección embarullados por la velocidad y de forma consecutiva, ora a la izquierda, ora a la derecha: la sala de billar, la de lecturas, la sala de juegos de mesa y futbolines, la del Padre Espiritual y, por último, el bar.

El gran hall, el último escollo a sortear antes de que fuésemos vomitados por la puerta, era una destartalada estancia con grandes ventanales y una columna en medio y donde, a menudo, no había nada más. Este recinto de grandes dimensiones, solía utilizarse de cuando en cuando, para alguna jaculatoria que otra y para entonar en las noches sabatinas y como último acto antes de subir a dormir, siempre el mismo cántico:

Tomad Virgen pura
Nuestros corazones
No nos abandones
Jaámas…jaámas…

A la izquierda del mismo, según se salía, un pasillo conducía a la sala de cine y a los comedores (refectorios decían ellos con entonación solemne) y, a la derecha, al fin, la puerta de salida. Puerta con doble hoja de grandes vidrieras y prominentes tiradores de latón.

Forzados fuera del recinto colegial desordenados y perplejos, un murmullo general de confusión hizo presa de todos. Allí donde antes del suceso esperábamos sentados en el pretil del muro de bajada a las cocinas la llamada al estudio canturreando en ambiente distendido —en una ininteligible y a veces desaforada logomaquia inglis— canciones de Nelson Pickett, de la gran Janis Joplin o The Kinks, ahora se tornaba sombrío por la maldición que se cernía sobre nosotros y que, al parecer y si nadie lo remediaba, nos exiliaba indefectiblemente.

Entonces y con ambiente crispado, como culpándonos unos a otros, se empezó a demandar con verdadera fruición y cierta insistencia, detalles de lo sucedido. Unos hacían cábalas y suposiciones, otros, dejando volar la imaginación y en un alarde de «perspicacia», elucubraban acerca de conjeturas insólitas de difícil encaje. De pronto, en medio del murmullo, lo vimos de nuevo; allí, como un espectro, escoltado por los curas de marras apareció de nuevo la destartalada figura del Director entonando fuera de sí el consabido cántico que, como no podía ser menos, con voz estentórea, había utilizado hasta ahora para hacerse oír autoritario:
—«Todos fuera de la Universidad. ¡Quedan expulsados!».

Unos a otros nos mirábamos atónitos, desconcertados, estupefactos. Aquello tenía que ser una broma; no podía ser que por una gilipollez nos echaran así como así. Seguro que al vernos iniciar la marcha nos llamarían, eso sí, cabreados, pero nos llamarían haciéndonos ver lo mal que nos habíamos portado y conminando a que saliera el autor de la fechoría para darle un tirón de orejas. ¡Y una mierda! Aquello iba más que en serio. Verdaderamente se habían cabreado pero bien. No sabíamos ni por asomo lo mal que les había sentado aquel suceso que en otras circunstancias se habría calificado como una gamberrada. Sólo reaccionamos cuando los clérigos, «fustigando» a los más próximos, jaleaban y empujaban: ¡Fuera, fuera! ¡Vamos! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de la universidad!

¡Joder, qué modales! Cualquiera preguntaba nada y menos cuando podíamos volver, aunque lo hicieras de forma cándida. Una hostia seguro que no te la quitaba nadie, éstos no se andaban con chiquitas, y menos con el aspecto de furia que mostraban. Así que, lenta y parsimoniosamente fuimos enfilando la cuesta que, situada frente a la salida y a escasos metros, conducía al canal. Al exterior.

Atrás quedaron henchidos de frustración y cólera, en lo alto de las escalinatas de la salida, los prebostes. Allí permanecieron, como vigías y con cara de pocos amigos hasta asegurarse de nuestra partida hacia el destierro. Y allí continuaron, impertérritos, hasta que los perdimos de vista.

El pueblo hebreo partió de Egipto. Nuestro Mar Rojo era «el canal»; un canal para riego y abastecimiento de agua que, colindante, discurría delimitando territorios; sólo que, a diferencia de los israelitas, en vez de la tierra prometida sería un viaje incierto a no sabíamos donde y, el Mar Rojo —menos mal que no había que surcar sus aguas—, lo cruzaríamos por alguno de los puentes porque, aunque entre nosotros había gente buena y proba, incluso nacidas sin pecado original y más pías que las enaguas del Padre Roces…, de ahí a que pudieran dividir las aguas y derribar murallas…

De momento nos habían dado en el flanco débil, presuntamente lo que ellos querían. De un plumazo nos convirtieron en parias ¿Obedecería aquello a alguna estrategia encaminada a socavar nuestro ánimo? ¿Esperaban que, de volver, lo haríamos entregando, en bandeja de plata, la cabeza del autor de tan «horrible acción»? Si eso creían, estaban apañados.
Ajenos de momento a la gravedad con que querían rodear al asunto, partimos inconscientes sin rumbo, zangolotinos, siguiendo el curso del canal.

A esas horas, el ambiente impregnado por el aroma espeso de las moras que asomaban blancas y jugosas en las ramas ahítas de los árboles —el moral abundaba en ambas márgenes del canal ofreciendo solícito su fruto almibarado; un fruto que, habitualmente y encaramados en sus ramas, habíamos degustado con solaz deleite en ocasiones menos azarosas—, sólo se quebraba de vez en cuando por alguna ráfaga de viento mezquina, hurtándonos el aroma de su néctar.

Allá en lontananza se divisaba nítida la silueta de la «Uni» recortada sobre el fondo azul intenso del cielo cordobés. De construcción vanguardista y sobria —no como la de Gijón, por ejemplo y sin ir más lejos, con fama de ostentosa, por clasicista—, se destacaba inconfundible la mole cubista del Paraninfo (grabado nos quedará por siempre el mosaico­mural de Vaquero Turcios y aquella frase lapidaria de Séneca) y, sobretodo, la majestuosa y sin igual silueta de la Iglesia que, con su torre cual gálibo altivo, dotaba al conjunto constructivo de un aire singular y moderno.

La «Uni». ¡Ah! La uni, la universidad de los pobres, la de los becados. Sinécdoque entrañable. Tropo diferenciador de la otra: la genuina, la humanista, la laureada y egregia, la del Gaudeamus Ígitur, la de los hijos de los poderosos y no nosotros: los desarrapados, los surgidos del arrabal, los que sólo podían aspirar a una formación profesional o carrera de grado medio, técnica, eso sí, nada de fomentar humanidades ni cosa por el estilo, pues ya sería el colmo que, encima de cultivar las mentes de los obreros genuinos para amarrarlos al duro banco —como aquel forzado del corsario Dragut cuyos lamentos frente a la costa marbellí, cantaba Góngora— de la industria, pudieran anidar también en ellas la discordia peligrosa y subversiva. Para el nacional­catolicismo, claro.

Al principio nos tomamos aquello como un día de excursión —pronto sabríamos que no iba a ser así—, formándose dicharacheros los clásicos grupos con sus incondicionales. Entre bromas y chácharas, cada uno con los suyos, comenzó a formarse la comitiva. Una comitiva que, subrepticiamente, empezaba a ser encabezada por los más fuertes, por aquellos de más personalidad. Los más bulliciosos y bullangueros, seguían detrás.

Sin ser plenamente conscientes de la situación, la columna comenzaba a ser arrastrada por los primeros; éstos, quizá sin proponérselo, comandaban el séquito, los demás, a rebufo, se amoldaban cómodos. Solo estábamos al principio del camino, disponíamos aún de algún tiempo para recorrerlo.

La tarde avanzaba inexorable y a juzgar por el ánimo reinante, no parecíamos tener problema alguno. Había momentos de bromas y, las charlas eran a veces tan singulares, que parecía no haber pasado nada. Éramos jóvenes y fuertes, aplazaríamos para más tarde los problemas y las reflexiones; entretanto, había que gozar del tiempo que aún nos quedaba hasta el desenlace —comenzábamos el nudo— de aquella especie de pieza de teatro bufo.

De momento no había lugar para lamentos ni tristezas. Una extraña melodía surcaba el aire procedente del transistor de «Telesforo» (como no quería que le llamáramos). La enigmática canción, bella por demás, desgranaba sus notas no acordes con nuestro ánimo: el «Strawberry Fields Forever» de The Beatles quiso trepanar el ambiente contagiándonos su triste pesar. Una canción melancólica y psicodélica donde nada era real, o tal vez sí; quizá cambiando las fresas del título por las moras...
Pero no, no tenía nada que ver con lo que nos estaba ocurriendo, si acaso, con la tragedia que dicen, dentro de la canción existía —cuentan que al final de la canción y ahogada por el ruido de un tren, se aprecia una voz distante revelando la supuesta muerte de Paul McCartney suplantado por un «sosias» desde entonces; claro que, para poder observar esto, había que dejar agotar totalmente la canción y, cuando no se esperaba nada más, surgía la grabación extraña. Pero eso no ocurría nunca en la radio ya que no era habitual que dejaran consumir por entero las canciones; era tal el misterio, que había que apostar bien el oído al vinilo para apreciarlo— y cuyo título, elegido por John Lennon, correspondía al nombre de un orfanato de Liverpool, al sentirse éste sentimentalmente identificado con los niños de aquel centro.

El querido Telesforo, el amigo inseparable, el seleccionador del equipo de fútbol del aula, ahí es nada, con cuanta seriedad se tomaba el cargo; cargo que se adjudicó él mismo y que, contumaz, hizo que todos asumieran y obedecieran las alineaciones como si de un técnico profesional se tratara. Cuantos paseos a través del puente que cruzaba las vías del tren hasta la carretera nacional oyendo la música del momento —baladas del pasado festival de San Remo y otras grandes como la de Mireille Mathieu y su París en colére o Tina Turner entonando enfática River deep mountain hight; entonces con «Ike» que la «zurraba» de lo lindo— después de cenar y a la caída de la noche.

Un transistor se cotizaba caro, no todo el mundo podía; por eso andaba siempre orgulloso con el suyo a cuestas, el «armario», le llamábamos.

La comitiva cruzó el canal introduciéndose en el campo agreste. Sin embargo algo nos hacía girar a la izquierda, como si una brújula colectiva nos hiciera rolar instintivamente para no distanciarnos del «núcleo» en extremo. Como si algo sin identificar procurara que no se rompiera el «cordón umbilical» que nos ataba al recinto universitario. Así que otra vez, y como el que no quiere la cosa, aparecimos nuevamente a lomos del canal, y encaramados a su grupa, caminamos largo rato dubitativos y sin norte. Habíamos iniciado un viaje hacia ninguna parte y teníamos que encontrar necesariamente una senda. Se imponía pues, establecer alguna estrategia, aunar criterios, organizar ideas… Algo.

A medida que transcurría el tiempo algunos empezaron a soliviantarse. La desazón fruto del cansancio, de la falta de agua y de alimentos, pronto harían mella en el ánimo del grupo. Poco a poco, el conjunto empezaba a tomar conciencia de la gravedad del caso interiorizando preguntas sin respuesta. El desasosiego que originaba una posible expulsión con la reprobación que ello comportaba, la familiar la más importante sin duda, era descorazonador y no en los que parecían más pusilánimes precisamente. Aquello parecía en serio. ¿Qué repercusión tendría? ¿Conocíamos lo suficiente a estos curas? ¿Serían capaces de llevar a cabo la amenaza? ¿Qué maleficio se había apoderado de nosotros? ¡Maldita sea!, si no hubiera sido por la dichosa e inoportuna visita, no habría pasado de ser una trastada pueril, una chiquillada; obscena quizá, pero chiquillada al fin y al cabo, y que, ayudados por algún cura contemporizador, que los había, todo hay que decirlo, podría haberse saldado simplemente con jornadas extras de estudio o la privación de alguna cena que otra.

— ¡Venga macho, joder, que no va a pasar nada!—, terció Gutiérrez Puerta.

Para nosotros: el «Puertas». De espíritu indomable. Un rebelde. Una vez que llegó tarde al estudio, en segundo, en Juan de Mena, el Padre Pirallo que era el Director, le endiñó una hostia en pleno estudio sin venir a cuento. Airado, el «Puertas», dijo ir a contárselo al Rector emprendiendo veloz carrera hacia el Paraninfo. Después de forcejear con él para impedirlo, el cura no logró hacerlo en un principio y, siguiéndolo acojonado, consiguió atraparlo más tarde, ya lejos, por el pasillo. O cuando sorprendiéndonos a todos y con «dos pelotas» le reclamó al Barrada la nota de un examen —reclamar al Barrada era poco menos que un suicidio ya que el «genio» lo consideraba de una tremenda osadía, lo probable en todo caso, era que rebajase la nota y aprovechara la tesitura para zaherir despóticamente al insolente pupilo— por considerarla insuficiente, cateándole.

Las clases de D. Alfonso Barrada siempre fueron interesantes y distintas al resto, no exentas de cierto temor eso sí, pues, de todos era conocida su extremada soberbia; pero lo cierto es que las impartía de otra manera, mucho menos prosaica que los demás profesores. Desde Iniciación, allá por el pleistoceno —andaba el hombre con pinta de aquel Dr. Jekill parodiado con acierto por Jerry Lewis en su Profesor chiflado—, en San Rafael, cuando la asignatura adquiría el rimbombante nombre de «Educación Política» y simplemente se trataba de leer a diario un texto de Luiso y su barco María matrícula de Bilbao —aquel libro de J. Mª Sánchez Silva que junto a Martín Vigil enarbolaban entonces la literatura adolescente «permitida»—, desmenuzando el mismo y descifrando los palabros que entonces nos sonaban a chino, así como, hacer una sinopsis pormenorizada de lo leído, hasta Maestría, donde las clases se convertían en pláticas, para nosotros entonces pseudo­subversivas, cuando ya se llamaba «Formación del Espíritu Nacional», loados sean los dioses, que es cuando nuestro gran amigo «El Puertas» osó reclamar al «sabio heterodoxo» la calificación de un examen por exigua, poniendo en duda su infalibilidad. Terrible.
Sí señor, así era el «Puertas», un bizarro, el jefe de los cronometradores de atletismo. Un tipo que no dudaba en echarte una mano si se lo pedías; algunos, gracias a su gestión con la federación provincial, fueron jueces y cronometradores oficiales, eso sí, con unas pruebas específicas de por medio si querían el carné que lo acreditase. Dicho cargo permitía sacar unas pelillas que aliviaba la constante penuria financiera cada vez que se celebraban pruebas. Él se reservaba las mejores actuaciones, como jefe que era, dando las salidas con pistola y todo en las pruebas de velocidad. Era, sin duda, un gran tipo. Un auténtico amigo.

Ese mismo año ya echaron a dos por otear por debajo de la puerta, de noche, las estancias de las mujeres encargadas de la limpieza y otras tareas domésticas, así como a las monjitas. Las «marmotas» las llamábamos, como si nuestra prosapia nos impidiera utilizar otro lenguaje. Como si a nosotros, aristócratas decadentes, nos hubieran condenado a convivir entre aquella ralea.
A otros dos el año anterior. Aún resuenan en nuestros oídos el jaleo que se originó en el despacho del Padre Zabalza —un cura orgulloso de su origen navarro, habitualmente campechano, que se remangaba los faldones para jugar al fútbol con los novatos de San Rafael, ufanándose a menudo de su habitual destreza con el balón—, con golpes y alaridos de reo hasta confesar el horrendo pecado. Pecado de adolescentes. Castigo excesivo, coño.

El horror, la amenaza de la pérdida de beca por expulsión y su reprobación correspondiente, pendían sobre nuestras cabezas como espada de Damocles. Sin ir mas lejos, el año pasado expulsaron a otro por mala conducta —el díscolo muchacho de errática compostura solía vestir «moderno», demasiado ye­yé, a lo Rollings Stones decían ellos, además de ser, ciertamente, algo contestatario. Usaba habitualmente gafas de sol de espejos; de esas que impiden ver los ojos cuando te hablan. Si al menos hubiera vestido como los buenos chicos de Liverpool, antítesis de los «Rollings»…; pero claro, tuvo que imitar a los que sólo ofrecían el lado salvaje de la vida— sin motivo aparente para la expulsión que no fuera, únicamente, la exposición de motivos totalmente deformados. O la necesidad de cumplir, ineludiblemente, un cupo; un porcentaje o cuota de expulsiones ejemplarizantes. Y es que el miedo atenaza a la gente; de eso ha sabido mucho el clero siempre.

La urdimbre y la maquinación flotaban plácidamente entre los despojos de la duda, y el recelo se iba apoderando de algunos —en la partida del pueblo judío hacia la tierra prometida, en pleno éxodo, los escépticos, aprovechando la ausencia del gran guía, arrastraron hacia sí a los débiles entregándose con gran algarabía al desenfreno; fabricaron un becerro de oro y lo idolatraron mofándose de Yahvé—, ya que no digerían fácilmente cargar con el castigo sólo por culpa de uno; de modo que, con aviesa intención deslizaban gestos y mensajes subliminales. El murmullo de sedición se extendía sigiloso de grupo en grupo. Voces quedas, cuchicheos discordantes, gemidos de plañideras. Los lánguidos mostraban sus flaquezas atrayendo hacia sí a los tibios. No podía ser. Aquello no podía ocurrirnos. La aventura que se inició con jolgorio hacía apenas unas horas, empezaba a caer plúmbea como una losa en el ánimo de los timoratos. No podíamos dejar que esta historia perturbada nos hiciera perder los nervios, que las cosas se torcieran haciéndonos zozobrar. Teníamos que asumir que este tipo de sucesos, tocan cuando tocan, y no queda más remedio que apretar los dientes y tirar para adelante. La envidia no asesinaría a la solidaridad. No éramos así. No podíamos ser así.

Un halo de pesimismo embargó a una parte de la comitiva corriendo hasta alcanzar, como un reguero de pólvora, la cabeza. El estupor se tornó en desprecio, y antes de que los más débiles, dueños de la superstición y el miedo pudieran generar confusión y derrota, el grupo fuerte, los carismáticos, los líderes, tomando posesión del mando y haciéndose escuchar, «autorizados», en asamblea, prorrumpieron:

¡A ver, muchachos, atención! ¡Vamos a escuchar todos!
¡Ir pasando la bola!
¡Venga, ir acercándose!

El silencio se fue apoderando poco a poco de los distintos grupos después de muchos sschits y alguna imprecación que otra, del primero al último, haciendo correr el rumor hacia los más alejados; éstos, se acercaron hasta poder congregarse todos aprovechando un ensanche en el angosto camino del canal. ¿Qué pasaría ahora? ¿Se sabría ya la autoría? ¿Se habría descubierto al Buonarroti? ¿Qué irían a comunicar que no supiéramos?

«Hemos pensado…» —empezaron a decir algunos, interrumpiéndose entre ellos por querer hacerlo a la vez; pero dejando inmediatamente que a continuación sólo uno hablara— «…que el que haya pintado el encerado, no tiene que decirlo». Otra vez coincidieron varios de forma atropellada para decir lo mismo, hasta que se hizo el silencio nuevamente. El que había tomado la voz por primera vez, se hizo notar de nuevo con cierta vehemencia, presumiendo de la «responsabilidad» que adquiría, pavoneándose inquieto:

— ¡Que no lo diga ni a sus más allegados!

— ¡No queremos saber quién ha sido!

Y ya se invitaron todos:

— ¡Debemos mantenernos juntos, cohesionados! ¡El grupo nos hará fuertes!

Aquello tenía sentido, sí señor. Esto era, quizá, lo que echábamos en falta. Las voces y los gestos de aprobación y asentimiento fueron la nota predominante; frases como: « ¡No nos pueden echar a todos!»; « ¡A uno solo sí, seguro que va a la puta calle!»; « ¿Cómo van a expulsar a treinta y tantos tíos? —los externos, por su condición, estarían exentos, en principio— ¡Imposible!», se oían con frecuencia como «latiguillos» constantes, como dando la impresión de que, aquel razonamiento salido de unos cuantos, se nos había ocurrido a todos de inmediato. Al unísono.

Aunque aquello, quizá, era lo que menos importaba. Lo importante era que aquel alegato, aquel improvisado gabinete de crisis surtió el efecto deseado haciendo enmudecer la parroquia. La iniciativa fue acogida de inmediato incluso por los más reticentes. Un argumento así vino como anillo al dedo para alejar cualquier recelo. La verdad es que en el fondo, todos queríamos que sucediera algo así, aunque alguien tenía que tirar para adelante, organizando y dotándolo de cierto protocolo. El ánimo se recuperaba fluyendo de nuevo. La tranquilidad de sentirnos arropados y unidos nos llenó de orgullo y, lentamente, la confusión que hasta hacía bien poco se había apoderado de algunos, se disipaba con la misma ligereza con que acudió. Seguro que todo había sido un estado transitorio de ofuscación; un conato fugaz sin verdaderas pretensiones maliciosas. No podrían con nosotros, naturalmente que no podrían, de eso nada.

Al deshacerse la presunta conjura, de nuevo el optimismo se hizo notar. El rumbo a seguir, sin embargo, como un velero en un proceloso mar, no estaba nada claro.
Dirijámonos al arroyo, —apuntó alguien después de un largo rato—.
Eso, ya tendremos tiempo de ir pensando que hacer, —dijeron otros—.

Cayendo la tarde alcanzamos, acuciados por la fatiga, el curso del arroyo. Las aguas bajaban limpias y frescas dejando ver las ovas y los ripios de su lecho; en cuclillas, saciamos la sed como buenamente pudimos. La vegetación rica, plural: juncos, mimbres y cañas. Las lluvias, atrás generosas, había hecho crecer con lujuria las juncias, adelfas y demás vegetación de ribera.

El «recodo», guarecido por los chopos y los alisos que bordeaban su cauce, apareció de pronto apetecible en todo su esplendor. Aquel remanso de agua atrapada por el ensanche de una de las márgenes, había sido testigo mudo de más de un baño en pelota picada; después, con la prenda inédita y fresca a modo de turbante para mitigar el calor, regresábamos temerosos, a hurtadillas, por haber profanado las lindes. Por haber transgredido las normas. Por el miedo a ser descubiertos.

El arroyo Rabanales, grácil y azaroso, discurría con donaire en pos del gran río dejando a su derecha una vasta extensión de praderas cuajadas de encinas y pastos. A su izquierda, una zona cultivada de huertas con árboles frutales: albaricoqueros y ciruelos, testigos mudos también, que habían presenciado en más de una ocasión, impotentes, nuestra intromisión para esquilmar sus frutos. Algunas veces, no muchas por el peligro que entrañaba, nos levantábamos de madrugada abandonando la habitación con suma cautela. Furtivos y a socaire de la noche, consumábamos «el palo»; después, con la recolecta a pié de árbol la introducíamos en alguna zamarra o prenda por el estilo, la anudábamos a modo de hatillo fofo y húmedo para luego, a continuación, partir veloces derrochando adrenalina a borbotones y poniendo el culo a buen recaudo de los perdigones de sal y los tobillos de algún esguince al pisar los secos surcos del arado de la tierra labrada —el terruño
tierno, que diría Juan Ramón Jiménez, rememorando aquellas poesías que el padre Gago nos hizo aprender con gran tino—, hacia las habitaciones. Disponíamos de fruta para varios días. Afortunadamente, los curas nunca nos descubrieron.

A continuación se divisaba un terreno yermo con señales indudables de haber sido productivo alguna vez y expropiado, probablemente, a través de justiprecios miserables por mor del llamado interés público propiciados, presuntamente, por leyes arcaicas y romanas. Bancales baldíos como muestra inequívoca de la migración de las zonas de cultivo a la ciudad, provocado principalmente por el desprecio hacia el trabajo labriego y el ridículo pago del producto en origen, nunca protegido.
Inmediatamente después y ya en terreno universitario, aparecía llena de hojarasca, mugre y, como casi siempre, con restos de agua corrompida, la que fuera coqueta piscina del «Riñón» ahora rodeada de maleza, eternamente olvidada.

Cruzamos nuestro particular Rubicón mientras la luz del ocaso, atravesando el aire límpido, dotaba a la tarde de una belleza inmaculada. No tardaría el crepúsculo, sibilino, en ir alargando las sombras hasta hacerlas desaparecer llevándose consigo aquel efecto estremecedor. A esas horas emprendimos el regreso, abandonando, no sin cierto pesar, las inmediaciones del arroyo.
Éramos conscientes de que teníamos que volver y así lo decidimos. En cónclave. Al fin y al cabo, inicialmente, ya habíamos hecho lo que ellos querían que era abandonar la Universidad; pero, comprendíamos, por otro lado, que aquello no podía continuar. Tendríamos que dar gracias porque entre nosotros también había gente con un elevado grado de raciocinio, de lo contrario, no sabemos como habría terminado todo. Adiós, por tanto, a nuestra isla del tesoro. Quedaríamos, sin remisión, a merced de John Silver y del resto de sus secuaces, Morgan incluido. Adiós a aquel paraje hermoso, para nosotros, de vegetación exuberante para tan simple riachuelo, escenario tiempo atrás de alguna incursión infantil que otra para explorar su entorno jugando a ser unos livingstones cualquiera en busca de las fuentes del Guadalquivir.

Surcando entre penumbras el campo de fútbol oficial de la Uni, alcanzamos las pistas de atletismo. Apostados junto al muro de mampostería que las delimitaba, vimos algunas gentes recogiendo el material deportivo (por decir algo; en verdad, algún balón desvencijado y alguna otra cosa más) y algunos compañeros de otras aulas. Llamándoles la atención a gritos se acercaron y, sorprendidos al vernos, dijeron atropelladamente:

¿Dónde os habéis metido?, ¡Anda que la habéis liado buena!
Los curas están de puta pena, cabreados. ¿Qué vais a hacer?

¿Hacer?, eso queríamos saber nosotros. Sólo nos hacía falta que nos hicieran esos comentarios que tenían que haber venido, al menos, con una mínima ayuda; así que, cuando se fueron y nos quedamos parapetados a merced de los elementos junto a la rústica balaustrada pétrea, nuestra moral comenzó a bajar de nuevo.

Entre deliberaciones de «estrategas» y sin saber muy bien que acciones adoptar, el tiempo se esfumó tan rápido que la noche se cernió sobre nosotros y sobre nuestro ánimo. El frío nocturno, casi húmedo, no tardaría en hacerse notar y a los colegios no podíamos entrar, por tanto, teníamos que plantearnos donde guarecernos; un sitio donde pasar la noche. Las alternativas, sin embargo, no eran muchas, al contrario, más bien escasas e improbables: o la iglesia o el gimnasio; no había más, y ambos sitios con muchas posibilidades de encontrarse cerrados perfectamente. Por la cercanía, dado que tampoco nos convenía deambular demasiado, elegimos el gimnasio. Así que, allá nos encaminamos con la esperanza de que estuviera abierto.

Cruzamos el estadio que albergaba las pistas de trescientos metros de perímetro atravesando sus vetustas calles de ceniza por la recta de los cien. Por la senda de esas cuatro calles se celebraban los días festivos las pruebas con un bullicio ensordecedor. A medida que las surcábamos y como por ensalmo, el fervor del tumulto de aquella masa enardecida por la pasión, pareció reavivarse súbitamente saturando el ambiente y aumentando de volumen como en plena competición envolviéndonos en un halo de nostalgia. Allí, en pleno fragor se despertó nuestra afición al atletismo que era un deporte desconocido para nosotros hasta entonces y que, cuando se competía frente a otras instituciones, animábamos enfervorizados a los nuestros que los había realmente buenos, sobretodo, en velocidad y medio fondo.

Atrás iban quedando las zonas deportivas con su campo de fútbol y sus canchas de balonmano, y las voces del gentío que empezaron a rugir al cruzar las pistas y sólo por nuestra imaginación percibidas, fueron disminuyendo a medida que nos alejábamos haciéndose cada vez menos audibles. Hasta apagarse por completo. La atmósfera densa, de algarabía, que había generado nuestro subconsciente, fue ralentizándose y perdiendo aquella condición homérica que la relacionaba con lo excepcional. Con lo sublime.

Para no despertar sospechas y que no nos vieran vagando como zombies por aquellas diáfanas y solitarias calles, elegimos el campo a través a riesgo de perder algún pié por alguna de aquellas hendiduras y socavones. Surcando un pequeño bancal de algodón y sorteando los caballones y las matas, nos adentramos en el campo de fútbol del colegio: un terreno duro e irregular donde el balón botaba y rodaba a su albedrío sin importarle en absoluto la dirección imprimida y que, por efecto de los baches y algún que otro manojo de hierba, que no césped, trotaba sin rumbo volviendo majara al personal. Allí, por el mismo sitio donde atravesábamos ahora encogidos y silenciosos, tuvo lugar el curso pasado una contienda donde sólo la épica de Píndaro pudo haber narrado en justa medida, cantándola como dicen que sólo él sabía. Nosotros, la selección del «Telesforo» le dimos una «soba» de fútbol a la entonces M2A que trascendió los límites del colegio —en el primer tiempo, claro. Durante el invierno los partidos duraban dos días, dado que, el tiempo disponible entre la última clase y la cena, no daba más que para disputar medio tiempo; en la segunda mitad, nos ganaron. Vaya en descargo nuestro que entre sus filas figuraban varios contendientes del equipo oficial de la «uni»—, eso atrajo la atención de numeroso público, de donde sobresalía nuestra leal hinchada, venido para presenciar el duelo que prometía emoción y espectáculo.

La noche negra como la boca de un lobo no dejaba ver a escasos metros. La luna, con su medio aro incipiente, tampoco ayudaba mucho. Una brisa leve levantó un rumor en las hojas de los álamos que delimitaba el terreno de juego meciendo sus altas copas; detrás de ellos, vislumbramos entre tinieblas la grande y sobria pared del gimnasio que por ser la fachada posterior no tenía ventana alguna pareciendo por ello un descomunal lienzo claro contrastando así con la negrura de la noche. Rodeando por la derecha el austero edificio alcanzamos la hendidura que en su frontal, simétrica, albergaba la entrada.

Las puertas estaban entornadas. La suerte, de momento, se aliaba con nosotros. Las empujamos haciéndolas chirriar provocando con ello un aluvión de sschis onomatopéyicos que resultaron más ruidosos, por contra, que el bronco sonido de los goznes. Acomodándonos como pudimos, hicimos acopio de todo tipo de aparatos que nos valiera para pasar la noche; así que, excepto el caballo y el potro con anillas, todo valía: el plinto, los bancos de listones, alguna colchoneta y, sobretodo, la tarima almohadillada para los ejercicios de suelo, ésta era, lógicamente, lo más solicitado. Procurando no hacer más ruido del necesario —no más allá del clásico: «échate más p’allá» o «a ver donde vas a poner los pinrreles que te cantan cosa fina»— nos disponíamos a pasar la noche cuando oímos voces provenientes del exterior.

En espera de saber lo que ocurría afuera, el silencio se hizo aún mayor y, como quiera que ya era tarde para que hubiese gente merodeando por allí, supusimos que algo extraño sucedía. De pronto, los pasos apresurados, las voces y los ruidos que antes se oían lejanos, se hicieron patentes ahora:

¡Eh, oyes!, ¡chavales! ¿Estáis ahí?, —gritaron a través de un ventanuco frontal—.

¡Los de la M2A! ¿Estáis ahí dentro?, que ya podéis entrar al colegio.

¿Quién ha dicho eso? ¿Estáis de cachondeo o qué? —dijo alguno de nosotros—.

¿Cómo sabíais que estábamos aquí? —dijimos—.

¿Dónde pensábamos que podíais estar, cachondos? ¿En las ramas de los árboles?

¿Dónde está el «Picota»? ¿Y los demás?

Está en su despacho y los demás ya se han retirado. Nos han mandado que os busquemos. Están acojonaos. Antes nos preguntaron y dijimos que no sabíamos nada de vosotros.

Sin fiarnos demasiado, aquellos cabrones podían gastarnos una broma, nos fuimos incorporando mosqueados y, ¿Por qué no?, también esperanzados. Así que transcurridos unos momentos que parecieron eternos —realmente, no creíamos que estuviesen de coña, después de todo, aquello era algo serio—, nos encaminamos con el estupor aún reflejado en el rostro, deambulando como sonámbulos, con ánimos de ir hacia el colegio.

Enfrente, nada más salir del gimnasio emergía, como un espectro, la piscina cubierta (cubierta y cerrada, porque abierta, lo que se dice abierta no la vimos nunca, aunque sabíamos lo que encerraba aquel pabellón) pareciendo, con el alabeo de su tejado, un edificio tenebroso en la oscuridad de aquella noche estrellada. Juntos, vadeamos la otra piscina, la «reglamentaria», la de cuatro metros de hondo —pronto la llenarían, aunque la verdad es que la disfrutábamos poco con todo lo que nos gustaba ya que, entre que la instalación no disponía de duchas y que la depuradora nunca funcionaba, no tardaba en ponerse el agua oscura y pútrida por efectos inherentes a la falta de higiene—, y sorteando el vado de la cuesta de bajada a los recintos culinarios y demás servicios, alcanzamos la puerta de entrada.

Cariacontecidos, no había más remedio que adentrarnos en las entrañas de la bestia donde nos esperaría la reprobación y el rostro acartonado de la esfinge levítica que, con voz queda y mirada torva sentenciaría: «pueden subir a las habitaciones». Eso en el mejor de los casos porque, podría darse perfectamente, cualquier otra arenga subliminal encargada de demoler, como estrategia, todo fundamento identitario.

Y sin embargo no había nadie; nadie nos esperaba en el hall de subida a los dormitorios lo cual podría ser revelador de que algo no se había hecho bien. En el despacho del Director había luz. Estaba allí. Sabíamos que estaba allí, pero no salió.

Iniciamos en silencio el ascenso a través de la escalinata hasta el primer piso, pues tampoco nos subyugaba verle el careto al clérigo. Todo en silencio —no era raro dado la hora—, cruzamos los pasillos de las demás habitaciones que lógicamente estaban todas a oscuras (los mamones estarían todos durmiendo a pierna suelta, seguro, y nosotros con estos pelos y medio muertos de hambre) hasta alcanzar las nuestras.

Derrotados por el cansancio y la presión, porque aunque suponíamos que lo peor ya había pasado, no sabíamos lo que ocurriría mañana. Lo mismo continuaban con la coacción de marras en busca de las flaquezas humanas, de las miserias de algunos. No nos fiábamos ni un pelo. Desde luego iba a ser de las noches más silenciosas de aquel curso.
Tomamos la cama con verdadero deleite y entre el repaso mental del periplo efectuado, el abatimiento y el sonido tenue de una melodía dulzona que el «armario» del Telesforo dejaba escapar —como un ritual, la radio del amigo acudía puntual como cada noche—, seguro que Morfeo, acechando sigiloso, no tardaría en acogernos entre sus reparadores brazos. La realidad curvada por el sueño como en una quinta dimensión nos apresó de tal forma que nos impedía distinguir los acordes de la melodía, pero es probable que hablase acerca de cálidas aguas y acogedoras sombras de cocoteros, seguro que sí, algo así como La playa de Marie Laforet. Si no, cualquier otra por el estilo habría sido lo mismo dado el abatimiento. Fuimos arrastrados pues, mansos, al onírico mundo. Sin poner ninguna pega, vamos.

A las siete en punto de la mañana el altavoz de las habitaciones despedía de forma delicada y débil la acostumbrada música clásica. Clásica y bella. Al comienzo sonaba tan lejana que parecía provenir del mismísimo Salzburgo, aunque todo era producto del sueño. Un sueño tan atroz que, si habitualmente requería ciertas dosis de tiempo extra para despabilarnos, hoy, por si acaso, no podíamos permitírnoslo; así que, aunque era bastante usual que nos tuvieran que echar de las habitaciones batiendo palmas insistentemente, aquella mañana anduvimos prestos y ligeros sacudiéndonos raudos nuestra pereza y bajando sin que nos tuvieran que azuzar ni un ápice.
Seguro que aquella música con la que nos despertaron era señal de un buen presagio, tan bueno, que nos iba a permitir empezar un estupendo día hincando el diente, en principio y con el hambre que teníamos después de no haber ingerido nada la noche anterior, a un suculento desayuno. Después ya vendría lo que tuviera que venir, qué cojones.

Una vez dimos cuenta del pan con mantequilla primorosamente cortado en tiras, empapado con fervor en el rico chocolate, cazado al aire y engullido a continuación antes de que se desprendiera, no nos quedaría otra que prepararnos mentalmente para una nueva embestida. Aquella gente, nos temíamos, no cejarían en su empeño volviendo de nuevo a la carga con sus arengas, coacciones e interrogatorios, en busca del cachondo, del autor «infame» que había enguarrinado el encerado y, de paso, denigrado a la clase educadora delante de unos desconocidos que, escandalizados cual ursulinas, encendieron las malas pulgas del Bombilla. Sólo faltaba que ni siquiera hubiera hecho un buen mural, un graffiti digno de encomio. Que le hubiera salido una chapuza. P’á matarlo, vamos.

Sin embargo, en contra de todo pronóstico, ni ese día ni en los posteriores salió a relucir el tan denostado caso. Seguramente, aquellos curas, atrapados entre el «vértigo» que suponía ejecutar un castigo colectivo tan desproporcionado —inaudito e irrealizable, por otra parte— y no poder disponer de una cabeza de turco al cual aplicar una pena ejemplar, optaron quizá y en contra de su voluntad por el silencio, no sacando a relucir un caso que, pensarían, pondría en evidencia sus dotes disciplinarias.

La verdad es que no salíamos de nuestro asombro; pero, si ellos no lo sacaban a relucir, a nosotros no se nos escaparía nada ni por asomo, después de todo lo que nos habían hecho pasar aquellos tíos poniendo en dificultades nuestra unidad y haciendo peligrar nuestra cohesión. Nuestra gran fortaleza. Algo tan banal había servido, sin proponérnoslo, para dar algunas lecciones de moral a muchos de aquellos tipos que a menudo parecían capaces de redimir la condición humana. Sorprendentemente, jamás preguntaron nada.
Jamás un alarde de compañerismo, solidaridad y altruismo, al menos que conociéramos hasta entonces, se dio dentro de un grupo.
Jamás supimos de un comportamiento colectivo tan generoso y modélico. Jamás supimos quien lo hizo.

FIN

Notas del autor
El presente relato está narrado sin otra pretensión que no sea la de resaltar, fundamentalmente y mediante un suceso ejemplar de un grupo de jóvenes, ciertos valores tan denostados hoy día como la solidaridad y el compañerismo. Si en alguna ocasión se me ha ido la mano resultando «demasiado trascendente» al describir alguna situación, pido excusas por ello; pero la nostalgia y la emoción de revivir escenas y paisajes, no me ha permitido expresarlo de otro modo. Lo siento.
Así como, no es tampoco mi intención, aunque en algunos aspectos parezca lo contrario, hacer una crítica exacerbada sobre la educación «castrense y espartana» impartida por los padres dominicos o.p. —ciertamente difícil y, a veces, complicada y problemática—, vaya desde aquí mi reconocimiento.
Creo que, en síntesis, lo ocurrido queda reflejado con cierta aproximación —naturalmente con la óptica de hoy, porque, fijaros lo que nos importaba entonces «el balanceo de los álamos» o el «aroma de las moras impregnando el camino»; pero existían, eran cosas que estaban allí y no éramos conscientes de percibirlas como otras muchas quizá de mayor enjundia—, aunque hay diálogos y situaciones fruto de la imaginación que han tenido, como único objeto estructurar y dar contenido al relato.
Esto nos ha enseñado con posterioridad, y en mayor medida según avanzan los años, que la vida hay que vivirla con verdadera fruición. Minuto a minuto.
Por respeto no menciono a ningún compañero en especial, y no ha sido por falta de ganas ya que la memoria sigue fresca aún, dado que no quisiera olvidar a nadie. Salvo a dos, por motivos obvios.
Reseñar por último, que alguien ajeno al relato, y después de haber leído éste porque no sabía que hacer con su tiempo, puede preguntarse qué tipo de representación pictórica podía haber en el encerado para merecer la expulsión de toda un aula y si se supo algo del autor. Debo decir que nosotros también nos lo preguntábamos. Al menos la gran mayoría de nosotros, también. Aún nos lo seguimos preguntando y, no sé si algún día lo sabremos.
Vaya como homenaje para todos los integrantes de aquellos dos cursos difícilmente olvidables, en especial para los ausentes. Para los que ya no están.
f. cervantes gil
Granada. 2008.