lunes, 28 de septiembre de 2015

Pongamos que hablo del Albaicín


Patearse el Albaicín en una mañana de luz intensa, de esas que acontecen por aquí, es un placer que de cuando en cuando suelo otorgarme, pero sintiendo siempre los mismos deseos por describir la hermosura que lo rodea como el pintor que lo expresa a través de un lienzo o el nipón que lo plasma en su cámara. Sin embargo, la desazón se apodera de mí al no saber exactamente como atajarlo no vaya a ser que me pidan cuentas por osar siquiera pronunciar ciertos nombres o lugares. Aun así, probaré de este modo:
En la colina donde se aposenta este barrio pintoresco, exótico y arrabalero de compleja historia se originó la ciudad de Granada desde la conquista de los romanos hasta el asentamiento islámico del siglo XI, siendo posteriormente ocupado por la dinastía Zirí. Después de Almorávides y Almohades la presencia musulmana se reduce casi exclusivamente al Reino de Granada encargándose Alhamar, tras reunir a los reinos de Taifas, de fundar la dinastía Nazarí. Su sucesor Muhamad I proclama a Granada Capital del Reino y traslada la corte a la colina de la Sabika, justo enfrente, tras construir en ella La Alhambra. El barrio deja de ser el centro de todo poder, pero sin perder un ápice de su mezcolanza cultural y festiva que siempre lo caracterizó porque tras la reconquista de 1492 siguen conviviendo, en solaz armonía, cristianos y moriscos hasta que el Cardenal Cisneros, rompiendo con lo pactado en las Capitulaciones de Santa Fe, impone una política excesivamente restrictiva para los segundos prohibiendo cleros y costumbres. A partir de aquí es cuando el barrio se expande hacia la Carrera del Darro dotando a este peculiar paseo de iglesias, conventos y estancias solariegas de blasonados pórticos.
Vaya esto como preámbulo sucinto para no aburrir a los lectores —siempre que los haya— porque no es objeto de este humilde relato descubrir nada que ya no se haya dicho que para eso están los libros de historia que dicen más y mejores cosas de todos estos lugares sin parangón.
En Plaza Nueva, y al pié de la manierista Real Chancillería, se vislumbra una de las postales más bellas de Granada si la enfocas a contracorriente del Darro. Santa Ana a la derecha y la Carrera del Darro a la izquierda es el reclamo idóneo para transitar por un idílico paseo bajo el protectorado de la sempiterna Torre de la Vela. Al término del mismo, desembocamos en el Paseo de los Tristes y es allí, en la placeta de Rey Chico, donde ya no sabes a donde dirigirte por miedo a perderte algo inolvidable si emprendes un camino en vez de otro. En la confluencia de la Cuesta de los Chinos con el Camino del Avellano y la Cuesta del Chapiz, frente al ‘Hotel Reuma’ y la Casa de las Chirimías, al alzar la mirada a la izquierda contemplas en todo su esplendor la bermeja fortaleza nazarí presidida por la simpar Torre de Comares. No se sabe si el pretexto de la existencia del Albaicín, tal como llega a ser, radica en poder contemplar La Alhambra desde sus múltiples atalayas o poder contemplarlo a él desde la Alhambra; porque hacerlo desde los jardines del Generalife o desde el patio exterior del Palacio de Carlos V es todo un deleite para los sentidos. Lástima que Stendhal no hubiera estado aquí antes que en Florencia porque, de haber sido así, nos habríamos apropiado su ‘síndrome’ con todas las de la ley. 

Al abandonar el ‘Bajo Albaicín’ para comenzar la ascensión de la colina que alberga el barrio por la Cuesta del Chapiz, dejando a la derecha el Palacio de los Córdova y la colegiata de Nuestro Salvador, el rumor del Darro se amortigua quedando solo como vestigio de toda corriente ‘los suspiros que reman’ de la poesía lorquiana. Nos adentramos por San Juan de los Reyes, calle estrecha y sinuosa donde las haya, para sumergirnos por las callejuelas angostas, dramáticas y a veces tortuosas pespunteadas de cármenes que son como pequeños paraísos donde la vida fluye despacio hasta casi detenerse. Y si nos dejamos arrastrar por el embrujo que destilan sus esquinas y empedrados y nos detenemos en cualquiera de los miradores que pueblan la ascensión, observaremos, en cotas escalonadas, las diferentes tonalidades arbóreas que componen el vergel que desemboca en el valle y asciende hasta La Alhambra. Dando un pequeño rodeo por la calle del Agua, a través de la calle Pagés y Casa Torcuato, culmen de la tapa albaicinera, llegaremos a Plaza Larga centro neurálgico donde las Cruces de Mayo adquieren el arte gitano que las eternizan. Pasaremos bajo el Arco de las Pesas, símbolo de la engañifa medieval y la sisa a través de las falsas pesas de balanza expuestas en su fachada para público escarmiento, hasta llegar al mirador de San Nicolás. En el balcón de Granada por antonomasia, antes de que el rosa pálido del ocaso que tinta Sierra Nevada termine por diluirse se divisa la amplia vega mil veces cantada por Federico y el aposento de la Fortaleza sobre la Sabika, constituyendo uno de los atardeceres más hermosos que uno haya podido presenciar.

Hay otros muchos rincones entrañables dentro de este laberinto de casas encaladas y sedientas que parecen precipitarse al valle del Darro (Dauro, De Oro) con intención de calmar su sed; pero, como siempre ocurre, el tiempo se escabulle por entre las sombras del crepúsculo impidiéndome ver todo lo que quisiera narrar de este enclave único, de este marco incomparable que se divisa desde cualquier atalaya albaicinera y que tiene como principal objetivo poder contemplar La Alhambra. 








No hay comentarios:

Publicar un comentario