— ¿Le gusta?— preguntó el teutón, con gesto de complicidad, al notar el interés del romano.
—Es un bello ejemplar— repuso obnubilado sin apartar la mirada del arma.
—Suya es. Si la quiere.
—No se si debería… —titubeó el fascista tras unos instantes de azoramiento.
— ¿Aceptarla? Por favor, se la regalo con mucho gusto. Después de lo que ha hecho por nosotros en Roma, no debo por menos. Está virgen, si esta palabra puede emplearse para un arma. No ha sido disparada nunca… ‘oficialmente’, claro.
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La fascinación que empezó a sentir Oliverio hacia aquella ‘reliquia’ de extraño percutor a la que su progenitor le dedicaba tanto esmero, pues, no había una sola vez que al bajar al sótano no cruzara su mirada con la vitrina que la albergaba, se multiplicó a lo largo de los años acrecentando con ello su misterio. Tras la muerte de su padre continuó dedicando la misma atención y esmero a la complicada arma siguiendo la misma metodología aprendida a su lado.
Transcurrió el tiempo y este no lo hizo de manera apacible para Oliverio y su esposa ya que, en vez de constituir su única riqueza, avanzó de forma tan cruel como inexorable. Octogenarios, sin descendencia, y aquejados por los desmanes erosivos de su inexorable tictac, se consumían en el hogar donde alguna vez albergaron sus sueños. Ella, con una enfermedad terminal que reverdecía con los primeros síntomas del otoño, perdiendo la salud como los álamos las hojas. Y él, dueño y señor de una artritis reumatoide, viajaba desbocado a lomos de una inflamación degenerativa que le carcomía los huesos. Apenas podía andar y le costaba verdaderos esfuerzos tener que salir, de cuando en cuando, a por las provisiones que les permitían alargar el sufrimiento. Su única satisfacción consistía en ver, a través de la balconada, como recobraban su verdor los árboles y los plantíos al apuntar la primavera porque era cuando sus dolores mitigaban. «Ya reverdecen las acacias, decía en un susurro, se acercan tiempos de tregua y bonanza para este maldito cuerpo». Un día de invierno, aciago y gélido en el que faltó la esperanza, notó que la llama de la vida se extinguía. «Voy a morirme pronto, Elisa» le dijo a su fiel compañera postrada e inerme como un cervatillo abatido. Un mullido de plumas se alió con sus manos deformadas por el dolor para estrangular el débil hálito que exhalaba Elisa, su Elisa, confirmando aquel cruel sortilegio que se había instalado en sus vidas. A continuación, e instantes antes de que un soplo de viento de la estación que más dolores le afligía abatiera los postigos y mostrara el llanto de las acacias, Oliverio se sentó frente a la que había sido su mujer con la mirada perdida. Confundido quizá por los fantasmas de su pasado, con mano trémula, esa mano de quien posee todos los dolores del mundo, terminó acertando con una barbilla surcada de mil arrugas que acogió el frío metal con resignación. Y sin dejar que aquellos espectros del pasado impidieran el final imperfecto, dejó que aquella Parabellum extraña, que por azares del destino nunca fue disparada, perpetrara al fin su cometido.
Excelente amigo Cervantes, ¡excelente! No soy quién para valorar tu trabajo, pero déjame que lo califique con un sobresaliente, porque has hecho del personaje de tu relato un hombre que como todo hombre nada tiene de sobrehumano. Decía Ortega que "la vida eterna sería insoportable", y Oliverio lo entendió. Creo que además para los optimistas hay otra lectura: la de que las armas las carga el diablo, o que allí donde hay una mierda alguien la acaba pisando. Mariano Martín S.E.
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