domingo, 19 de octubre de 2008

DEL CENTRO, CURAS, EDUCADORES y OTRAS CONTINGENCIAS

1962. U.L.C. Vista cenital

Echando la vista atrás.


Echar la vista atrás me produce, en general, cierto vértigo. En este caso, sin embargo, sólo puedo manifestar cierto regocijo y un inusitado placer. Al decidirme a narrar estas notas que el afecto me dicta, siento que los recuerdos nunca se fueron del todo sino que han permanecido adormilados en algún rincón o en algún cajón —como diría Serrat—, aunque prestos a ser evocados a la menor ocasión o, simplemente como en este caso ocurre, cuando el momento lo propiciara. Quizá sea esto el motivo por lo que fluyen y fluyen desbocados y espontáneos al describir situaciones y cosas, descomprimiéndose los archivos en un tropel emocional sin bridas que los detenga. Es entonces cuando mi memoria se inunda con los sentimientos contenidos en una frase que en algún sitio escuché o que en algún otro leí: «Al final te tienes que ir, pero te llevas un tesoro en los bolsillos».

Hacía escasos momentos que el autobús nos había dejado al pié de unas escalinatas de granito de vivo filo, sin percatarme hasta entonces, quizá llevado por el celo de no perder de vista mis pertenencias, el lugar donde habían aterrizado ciertos mozalbetes casi mocosos y, muchos de ellos, aún con pantalones cortos.
La sutil postal que conservo en mi cabeza de tonos ocres y luz desvaída no sería así entonces, sino que, probablemente, poseería bellos colores, lustre y un dispendio de sensaciones y matices emanados de lo nuevo y lo desconocido.

Todo era grande, diáfano, hermoso. Nada parecido a lo que había visto hasta entonces. Ni por un momento imaginé que iría a un sitio así. Por dondequiera que fijase la vista, no tropezaba ésta con barreras, sinuosidades, recovecos ni angostura alguna. Todo me pareció claro y llano, y las dimensiones, sorprendentes.

Así vi la Universidad Laboral de Córdoba y ése fue el efecto que me produjo al contemplarla por primera vez. Lo más que había visto hasta entonces, en cuanto a centros de enseñanza se refiere, era el colegio Virgen de la Paloma, de Madrid, pero ni por asomo se parecía a aquello porque La Escuela, como popularmente se la conocía, me pareció antigua y desangelada y porque encima nos metieron de manera impune, hacinados y sin anestesia alguna, en una nave destartalada y fría, siendo sometidos, a todos los que acudimos que éramos muchos, al examen de acceso; así que, no me produjo ningún efecto positivo derivado, supongo, por hacerlo de forma desganada y fugaz ya que no fue de mi agrado ir a un sitio que además estaba tan cerca, con lo que a mi me gustaba salir fuera y conocer mundo. Mi padre me llevó para hacer la prueba «por si fallaba lo de Córdoba» —decía—; pero no falló, pudiendo afortunadamente elegir destino. Un destino que en mi fuero interno deseaba a toda costa sin saber con seguridad las razones; bueno, no es exactamente así: una de ellas fue la impresión tan negativa que me llevé de tan vetusta estancia, y la otra, quizá se debiera a la fascinación que entonces me producía —dada mi sed de aventuras ya que hasta entonces no había tenido ninguna que mereciera especial mención— salir fuera de casa. Así que ésta debió ser la razón de más peso por la que preferí que no fuese La Paloma, aunque también de allí me llamaron.

Arribamos el 24 de octubre de 1961, día de San Rafael y, como digo, hacía escasos momentos que los autobuses procedentes de la estación nos habían dejado en las escalinatas de aquel vasto edificio de formas cubistas que llamaron Paraninfo después de toda una noche en tren tragando carbonilla, en mayor medida, en la zona cóncava del convoy al coger éste las curvas.

Cohibidos frente a tanta esbeltez aguardamos con nuestros bultos en el basamento de aquel enorme edificio como nos habían dicho, en espera de que nos asignaran otro destino donde aposentar el valioso cargamento. Embelesado mirando su frontispicio —supongo que a los demás les ocurriría lo mismo, pero como estábamos medio asustados no nos preguntábamos entre sí, aunque a juzgar por la expresión de asombro reinante, era más que obvio—, el mural de cerámica que rubricaba un tal Vaquero Turcios y una frase de Séneca que hablaba sobre el trabajo, el esfuerzo y demás zarandajas, algunos se dieron cuenta llamando la atención de los demás, de que a lo lejos, unos cuantos hábitos con gente dentro tomaban nuestra dirección. Serían los que mandaban en todo aquello —pensé— porque se acercaban en tropel y con paso decidido.
Aun tendríamos tiempo, sin embargo, para seguir admirando todo en derredor hasta que llegasen y tomaran posesión de nosotros. A la izquierda, otro edificio de planta triangular que a juzgar por las cruces que coronaban su espléndida bóveda debía ser una iglesia, también resultaba raro y atractivo a la vez; tenía pertenecer a la corriente arquitectónica vanguardista de la época porque mira que era extraño de verdad por lo moderno. Con estas obras, sucede algo curioso, y es que te van gustando a fuerza de verlas muchas veces como si desprendieran algo adictivo; como el edificio de la Ópera de Sydney, las obras de Santiago Calatrava en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia o cualquier otra obra modernista de Norman Foster o Álvaro Siza.
Esperando se me perdone el fácil recurso de la hipérbole, con el paso de los años, siempre esperé encontrar que alguien con la entidad necesaria y versado en temas arquitectónicos de vanguardia, encontrara de alguna manera y aunque sólo fueran trazas (salvando las distancias en que se construyeron, datando de la década de los setenta el primer caso y ya en el nuevo milenio el segundo), atisbos de relación o cierta similitud entre las obras mencionadas, exceptuando el delirio geométrico del que hacen gala, y el edificio de la Iglesia de «mi» universidad. Entonces me diría: «siempre tuve esa convicción»; claro que, esto son cavilaciones mías y es más que probable que sin fundamento, y el hecho de no haber encontrado nunca nada por el estilo, me ha hecho pensar que todo era producto de mi imaginación y, desde luego, de mi cariño. En cualquier caso, a mí siempre me pareció un edificio singular y soberbio revestido de cierta pátina de solemnidad. Sin embargo, por aquello de incluir alguna crítica en mi reconocimiento, la torre desmerecía, por simple, su inclusión dentro del conjunto. Una apreciación fuera de lugar y exenta de rigor, sin duda; pero es lo que me pareció.

Los tipos que habíamos visto antes dentro de aquellos hábitos, hicieron gestos inequívocos de que nos acercáramos hacia una galería porticada y simple cuyo techo soportaban múltiples columnas y que quedaba a nuestra derecha, demandando nuestra atención. Desde donde estábamos, no se podía divisar y mucho menos apreciar la magnitud de todo el conjunto universitario por encontrarse, a cobijo, la mayor parte del mismo en una cota sensiblemente inferior, de manera que, hasta ahora, solo habíamos observado el preámbulo de lo que iba a significar todo aquello.
A medida que nos acercábamos iba apareciendo ante nosotros, como un travelling ralentizado y proyectado al unísono por las tres cámaras de cinerama (aquel sistema de proyección cinematográfico que por entonces empezaba a hacer furor), la colosal construcción en toda su plenitud. Mientras me preguntaba como se vería todo aquello a bordo de una toma cenital, en un alarde de fabulación, me transporté mentalmente en el espacio etéreo para avistar ingrávido la inmensidad de aquel patio central que se abrigaba en todo su perímetro con edificios en forma de cruz igualmente modernos y estilizados y rubricándose todo ello, frente a un pórtico de balconadas, con el impresionante abanico de un graderío de lo que después supimos que era un teatro griego.
Así que, cuando la burbuja a bordo de la cual había subido para contemplar todo aquello desde el aire me dejó nuevamente en la tierra, y mientras el sol batallaba por instalarse en su particular ático arrojando el lastre de sus rayos sobre nosotros, aprovechamos el refugio fresco que nos proporcionaba aquella galería columnizada para observar, a pié de calle que era lo suyo, la obra en todo su esplendor. A lo lejos y a través del aire enturbiado por la calima, se podía apreciar el inmenso campo cordobés y las estribaciones de lo que debía ser Sierra Morena, llamada así por el color pardo de las fagáceas.

Inmediatamente acudieron a mi cabeza pensamientos sombríos. Intuí que allí no nos habían llevado para estar de vacaciones ni para hacer crítica de tan colosal obra, sino que habría que trabajar duro y estar en consonancia con aquel sitio tan asombroso. Esa responsabilidad hizo que me temblaran las piernas, pasando a preferir, en ese mismo instante, que me hubiesen enviado a un sitio peor con tal de no asumir el peso que me caía encima. Con tal de no quedar atrapado, irremisiblemente, por las responsabilidades de la vida. La Escuela Virgen de la Paloma, acudió entonces, burlona, a mi cabeza.

Los curas, los de los hábitos de antes, nos dieron la salutación de rigor adornada de una pequeña plática y, acto seguido, nos mandaron al colegio San Rafael, indicándonos que se encontraba al final de un viaje que habíamos de emprender a través de un interminable túnel acristalado cuya entrada quedaba relativamente cerca de donde estábamos.
«Aquel» —dijo uno de ellos, con aspecto de arriero y cerrada barba, extendiendo el brazo hacia el infinito y dejando caer, como telón de escenario, la gran bocamanga de su terno impecable— «… El edificio del fondo a la izquierda, es el colegio al cual tenemos que ir todos», y tras una breve pausa que le sirvió para carraspear y tomar aire, el Padre Cuenca continuó: «lo digo por si alguien se queda rezagado, pues que sepa a donde tiene que llegar». Luego me dí cuenta que al ser tantos, la distancia tan larga y con tantas entradas, que cualquiera se podía haber despistado, de ahí la sagacidad del cura. Así que, allá nos fuimos tras sus pasos, llenando de lado a lado aquella inmensidad translúcida de suelo brillante y resbaladizo donde patinar debía resultar de lo más placentero. Sin duda, todo un gustazo.

Boquiabierto y dando tropezones por el peso del equipaje, no dejaba de mirar, con la cabeza girada a la derecha y a través de los grandes ventanales de aquel largo pasillo, el inconmensurable Patio Central. Este se dejaba contemplar gratuito acorde al ritmo que imprimíamos, que como se puede suponer no era mucho dado todo lo que llevábamos encima, majestuoso por su magnitud y por la distribución cartesiana de sus calles que, dibujadas con suma maestría, atrapaban auténticos rectángulos de albero. Parecía todo un Tiananmen presto a recibir grandes manifestaciones totalitarias.
Exhausto por el peso de la maleta de cartón piedra con cantoneras de lata a juego y después del atracón de pasillo que nos dimos, llegamos finalmente al colegio que, como no podía ser de otra manera, era el último de aquel dilatado y rectilíneo itinerario como bien nos habían advertido antes. Después de padecer, al pié de las escaleras de subida a los dormitorios, el consabido «pase de lista», asignarnos las habitaciones y subir con el pesado lastre, nos dispusimos a hacer la cama que fue lo primero que nos dijeron y que, como primer encargo, supuse que habría que esmerarse no vaya a ser que tomaran una mala impresión de uno. La ropa de cama, escrupulosamente doblada, yacía al pie de la misma temiendo ser manipulada por manos dubitativas e inexpertas. La cama era con derecho a armario; uno para cada uno. Todo un lujo. Y qué decir de la habitación: grande y espaciosa, con unos ventanales inmensos donde la luz entraba a raudales hasta hacer daño a la vista.

Pues bien, seguramente absorto en estos primeros oficios y, sobretodo, tratando de ordenar las cosas en el armario, me entretuve más de la cuenta quedando totalmente abstraído en tales menesteres. El caso es que, sin advertirlo, me quedé más sólo que la una seguramente merced a un despiste oceánico o, quizá, al excesivo celo en colocar bien las cosas tratando de buscar un sitio para cada una. El caso es que al cabo del rato y alertado por un silencio sobrecogedor que, desde luego, no era nada normal, me dí cuenta que estaba totalmente solo en medio de aquellas salas tan inmensas. El pánico hizo presa de mí entrándome rápidamente un canguelo tan inusitado y poderoso que me recorrió de pies a cabeza. Supuse que habría pasado un largo rato en ese trance porque no había nadie a mi alrededor y, además, todas las camas ya estaban hechas y los armarios cerrados, signo inequívoco de que sólo estaba yo y mis circunstancias. Indeciso y angustiado, pensando que ya me había metido en algún lío, bajé al exterior como alma que lleva el diablo con la esperanza de que no hubiera pasado demasiado tiempo y pudiera dar alcance a algunos de los compinches que habían venido conmigo y que me habían abandonado sin ni siquiera advertirme, los muy cabrones. Rezando de paso para que eso sucediera, observaba incrédulo cómo por todos los sitios por donde iba estaban desiertos y, lo que es más, poseídos de un silencio angustioso. Hasta que logré dar con la salida, más de una estancia recorrí con la sensación extraña de encontrarme dentro de una película de suspense. ¡Increíblemente no había nadie! ¿Qué me había pasado? ¡Pero si hace un instante estaba todo lleno de gente! Pensé que me estaba bien empleado por no haber espabilado a tiempo. Y eso que me lo decía mi madre hasta la saciedad: «Anda siempre espabilao, no pierdas de vista la maleta y no te bajes en ninguna estación», diciéndome esto sin ni siquiera percatarse —claro, a ella le daba igual— que estaban los demás presentes y eso a mí me daba un corte que me ponía más colorado que un pavo al ver que los niños, como ya no les acompañaban sus madres porque venían de otros sitios más arriba, se miraban cómplices los muy cabrones aguantando la risa como podían, para soltar la mofa después una vez que nos quedábamos solos.
Así que, mirando hacia todos lados sin ver ni un alma en derredor y deseando con todas mis fuerzas encontrar a alguien para saber donde dirigirme y no llevarme yo sólo la reprimenda de novato estúpido, vislumbré a lo lejos a un tipo que debió pasarle lo que a mí. El primer espécimen que vi. con pantalón corto igual que yo fue el entrañable Vicente Arranz Fernández, de Valladolid, que también supuse se habría despistado del resto. El sujeto miraba hacia un lado y otro con gestos similares al de quien se encuentra una cartera en el suelo y no sabe si esperar con disimulo o agacharse raudo a por ella, y eso que estaba solo. La cara de estupor que tenía no debía distar mucho de la mía, y cuando le pregunté por todos los demás cambió de expresión como si él fuera el culpable de tal situación, así que, sin darle tiempo a que se le bajaran los hombros que un instante antes había elevado tratando de contestar, no tuve por menos que tranquilizarle al ver la cara de pasmo que se le había puesto, diciéndole que él no tenía la culpa de nada y que no iba a ser yo el que le acusara de algo.
Mientras nos presentábamos y caíamos en la cuenta de que los dos, además de novatos, andábamos más perdidos que el barco del arroz, el eco de un bullicio ensordecedor llegó nítido hasta nosotros. Desde donde estábamos no podíamos ver el lugar de procedencia de tan estruendosa manifestación de jaleo, pero a poco que anduvimos un rato siguiendo el rastro de la enardecida audiencia, descubrimos a lo lejos unos muros de mampostería con una hilera de gente apretujada, de espaldas, en su zona superior atestando todo el perímetro y supusimos que era de allí de donde partía todo aquel jaleo. Cuando alcanzamos la entrada del enorme habitáculo, vimos que en su interior el gentío se apropiaba de todo el espacio, bramando desaforados a unos individuos que corrían como si les fuera la vida en ello. Eran las Pistas de Atletismo y los individuos que corrían se llamaban atletas.

Desde entonces supimos que aquel lugar repleto de gente que rugía como en el rodaje de un péplum y que todo lo ocupaba con su griterío, iba a ser nuestro lugar de esparcimiento natural te gustara o no el deporte, y que la afición por el atletismo, especialidad desconocida para casi todos, se empezó a fraguar en aquellas pistas y, probablemente, desde aquel momento. Sí; en aquellas queridas y vetustas calles de ceniza, donde a veces, algunos, henchidos de gloria pueril, hasta terminaban logrando la excelencia.

Arranz Fernández fue el primer compañero de fatigas que iba a tener en aquella aventura en la cual nos habían embarcado y que, como almas en pena, no teníamos otro remedio que emprender. Una singladura fuera del hogar y del proteccionismo paterno que se antojaba dura y de la que cualquier cosa cabía esperarse. El futuro que, como cualquier futuro que se preciara, estaba por venir, confiábamos que estuviera siempre a sotavento, a cobijo, recogiendo en nuestro particular cuaderno de bitácora acontecimientos benignos o, cuando menos, razonablemente llevaderos.

Vicente, buen amigo: ¿Recuerdas cuando estando en la I-D, el primer aula que nos adjudicaron en San Rafael y en la sala de lecturas, que era como otro aula sin pupitres pero con bancos adosados a la pared, leímos en comandita y en sesiones diarias La Ilíada? De forma consecutiva y alternativa: un fragmento o página cada uno. Que atracón de mitología nos dimos. ¿Cómo aquel volumen podía encerrar tanta maravilla; tanta épica magistralmente narrada capaz de atraer nuestra curiosidad de lectores inexpertos y tantos héroes? ¿Recuerdas? Desde Agamenón hasta Aquiles y Patroclo; y desde Helena, hasta Andrómaca —la de los brazos níveos—, pasando por Ulises, Héctor y un sin fin de dioses, cuya narración nos embelesó hasta agotar la misma. Bien es verdad que tuvimos que armarnos de valor y aguantar estoicamente un buen puñado de páginas y de días porque al principio, sospechábamos que iba a ser algo aburrido tanta hazaña, tantos héroes con ambición de dioses y tanta gesta ininterrumpida; pero no, contumaces seguimos hasta que logró atraparnos. Y bien que nos atrapó ya que pudimos culminarla afortunadamente y guardarla para siempre en nuestro haber, en nuestra memoria.


…de San Rafael

En el colegio San Rafael estuve los dos primeros años dado que, como no había hecho ningún curso de bachillerato y solo disponía de unos rupestres «Estudios Primarios», tuve que empezar en «Preaprendizaje», una palabra muy singular por muy inicial que el curso fuese… Inadecuada quizá y controvertida donde las hubiera; o sea, antes de aprender. Pues sí que empezaba desde abajo. Eso por no hacer ni Ingreso, y es que «estudiar» no todo el mundo podía, aunque mi anterior maestro, el del cole, ya me había anunciado poco antes que me preparase porque había posibilidades de una beca por ser un alumno aventajado. Mira por donde no supe lo que era de verdad un «aventajado» hasta que no llegué aquí. Aquí sí que había gente buena que estudiaban mucho y que sacaban unas notas estupendas. Había uno, un externo, que era un monstruo, el Pepito le llamaban ¡menudo bicho! Todo eran nueves y dieces y así siguió durante todos los años que coincidimos hasta que le perdí la pista. Luego él seguiría claro, con esa cabeza…, hasta que no tuvieran más cosas que enseñarle.
Al año siguiente ya se unieron a nosotros, en primero de aprendizaje, los que traían en su zurrón, al menos, segundo de bachiller cursado, aunque había incluso quien tenía tercero y hasta cuarto, y eso era una ventaja de la cual yo carecía. Así que hube de andar despierto para no perder comba y arrear, como decía mi madre.

Antes, el Padre Zabalza, Director del colegio, nos había recibido serio y con gesto adusto, como diciendo: ¡eh!, que no se me desmande ni uno. Aquel cura navarro y vigoroso, te intimidaba con la mirada. Una mirada que, entre condescendiente y cómplice, te hacía agachar avergonzado la cabeza; pero es que, al que atisbaba en ese trance, lo llamaba, le echaba el brazo por encima y pegando su frente a la suya ante el jolgorio de los demás, le espetaba con gesto retador: ¿Qué pasa, chaval? y ¡Ay de aquél que osara reírse!, le hacía lo mismo o alguna otra cosa peor que despertara su rubor y, por ende, el hazmerreír del resto, que era lo que peor se llevaba.

El Padre Cirilo, afable y contemporizador hacía lo posible porque se nos metiera en la cabeza desde el río más recóndito de África hasta otro allá situado, vete tú a saber, por Oceanía u otra zona más lejana aún, y desde la capital de Nicaragua hasta Ulan Bator que lo era de la extrema Mongolia que mira que estaba lejos. Con él aprendimos verdaderamente Geografía e Historia Universal, desde los primeros pobladores hasta los contemporáneos, pasando por el Período Carolingio y todo; y Lutero, el fulano ese que con su Reforma plantó cara a Roma y tal. Menos mal que luego, los romanos y todos los de aquella zona tan teocrática, hicieron la Contrarreforma con tal de que no se saliera con la suya y, de paso, para que sucumbiera bajo los designios del Altísimo, por impío.

Con el Padre Nemesio aprendí, sin embargo, a encajar hostias. Aquí no había, como en la escuela, una regla que te hiciera arder la mano cuando te atizaban un buen golpe en la palma y te la llevabas instintivamente al sobaco tratando de mitigar el escozor; pero hostias, lo que se dice hostias bien plantadas, había por un tubo. Aquel cacho de cura grande y autoritario, me endiñó tres en un sólo día. Decir que no merecí ninguna puede resultar extraño y hasta hacer surgir algún comentario del tipo: «si hombre, claro, nos ha jodido»; pero es verdad, me encontré con las tres de la forma más tonta. Tanto fue así que antes de propinarme la tercera, noté cierta compasión en la mirada de aquel cura de mano grande y revés hirsuto, que pareció decirme: «Pero hombre, otra vez tú». No tuvo compasión, sin embargo.
Era un día de final de curso: la primera me la administró por la mañana, por estar en el pasillo junto a la puerta del aula fumando, cuando a mí ni se me habría ocurrido nunca hacer una cosa de esas, en vez de, según él, estar dentro del aula esperando como todos; la segunda, por la tarde, porque hice un gesto de ir a coger otra vez la bolsa de comida que nos daban para el viaje
—de broma, porque el que las repartía era amigo mío— creyendo el mastodonte que quería hacerme con otra ración; y la tercera, por la noche, porque nos sorprendió hablando en la habitación y el mastuerzo dijo que estábamos profiriendo alaridos y armando cachondeo, que era en la habitación de al lado.
Conociendo ya los efectos de la agresión —porque no era lo mismo que te la endiñaran así de improviso, a que tuvieras que estar aguardando el turno para que te depositaran aquel zarpazo en pleno rostro—, la espera se antojaba de una impotencia que rayaba el paroxismo. De salir corriendo, vaya. Después, una vez consumada la brutal acción, el impacto hacía que te estallara la cabeza; el dolor del tímpano de ese lado corría como un rayo atravesándola hasta el opuesto en medio de unos pitidos agudos y penetrantes, e inmediatamente, se te acolchaba como envuelta en capitoné y no oías nada, como cuando la sumerges en el baño. Como cuando buceas.
Otros decían que se veían estrellitas. Yo lo único que veía después, eran mis manos abarcando el grueso cuello del cura zarandeándolo con tal violencia, que el asombro de sus pupilas me llevaban a un frenesí inenarrable, al tiempo que mi garganta, ayudada por mi boca llena de juramentos, rugía ronca mientras fenecía el clérigo. Mis compañeros tiraban inútilmente de mí tratando de que soltara al infeliz que no acertaba a zafarse de mis garras poderosas.

Había otro cura de cuyo nombre no quiero acordarme ciertamente borde, pues aprovechaba la menor ocasión para birlarnos la tarjeta del cine: evidentemente, le llamábamos «El Tarjetas». Dicha tarjeta era el salvoconducto para poder entrar al cine, siendo éste uno de los medios, si no el único, de financiación. A lo que iba: que el individuo en cuestión y como ya he mencionado antes, disfrutaba dejándonos sin cine a la menor oportunidad. Cuando llegaba ésta, la blanca tez de su rostro cambiaba al rojo iracundo atisbándose en ella los efectos de un extraño placer cuando reclamaba el documento. Sus azules ojos miopes y saltones sujetos por los cristales de las gafas que actuaban como parapeto impidiendo que salieran más allá, dejaban atisbar al sádico que los poseían; y la boca, al hablar, dejaba ver una horrible mella en el borde de ataque de los incisivos, de ahí su voz aflautada, al tiempo que demandaba la entrega de la susodicha tarjeta por quítame allá cualquier falta de disciplina, por nimia que resultara. Era tal el trauma, que mirábamos hacia todos lados después de cometer cualquier «fechoría» infantil, por creer que estábamos a merced de aquel omnipresente clérigo que parecía poseer el don de la ubicuidad.

Así transcurría ante nuestras narices y sin saber de qué modo, los dos primeros cursos de 1962 y 63. Fuera, en el mundanal ruido, el Dúo Dinámico hacía furor con aquel cursi Perdóname y Conchita Bautista, hizo lo que pudo en el festival de Eurovisión de aquel año. Sin embargo, a nosotros siempre nos parecieron más horteras que la vaca de Milka, aunque tampoco había ninguna otra cosa que llamara más nuestra atención. Los foráneos como Paul Anka o aquel rockero de Menfhis, un tal Elvis, empezaban a enseñarnos otros mundos de confort tan lejanos e inasequibles que dudábamos de su existencia ya que en nada se parecían a los de aquí, y las chicas de tipos preciosos, de talle enjuto y blusas de encaje, creyéndose más mayores por eso, les reservaban el espacio que tendría que haber sido ocupado por nosotros que además éramos de aquí y no hablábamos raro ni nada de eso, pero ni así. Al menos, aquel incipiente Rock’n’ Roll valió, si acaso, para que a las más osadas, se les vieran las bragas que sus faldas de vuelo dejaban atisbar, al resbalar bajo las piernas del afortunado Elvis de turno.

«El Libro del Joven» era un manualillo con pretensiones de notoriedad que corría de mano en mano y que en estas edades resultaba ciertamente interesante por aquella excitación morbosa y adolescente de ir descubriendo cosas. Descubrimos, entre otras, que aquellas sustancias espesas y pegajosas que aparecían con alguna frecuencia al despertar dejando su rastro amarillento, o a media noche cuando nos alertaba por su humedad después de un gratificante espasmo como resultado de un rato sublime y que tanto nos preocupaban, no eran corridas ni ordinarieces de esas como vulgarmente las denominábamos, sino «poluciones nocturnas», anda jódete, que era como las definía técnicamente aquel «prontuario» pretendidamente sexual. Y lo más importante es que ya no tendríamos que sentirnos culpables porque no era pecado «Antes penar que pecar», sino que era normal: aquello se tenía que vaciar de alguna manera. Hombre, con otro tipo de manualidades quizá hubiera que tener cierta cautela, pues los granos faciales, según decían, salían por algo y podían delatarte. Desde luego si era así, pocos se libraban, pues, difícil era que alguien no exhibiera entre el vello incipiente y aquellas narices que crecían más de la cuenta, algunos granos adornados de punta blanca y todo.

Mientras todo esto sucedía, el Padre Cea, un individuo de rostro macilento y nariz aguileña, solía surcar los pasillos a grandes zancadas, como Groucho Marx, y armado de una larga vara, jaleaba a los niños para que corrieran despavoridos ante sus narices por aquellos largos pasillos como si de la bruja de un cuento se tratara. Al final resultó ser un tío entrañable y bromista al que se le disculpaba casi todo por eso, por estar un poco loco.


…de Juan de Mena

El Padre Pirallo, a la sazón Director del colegio, nos parecía un tipo extraño y nada cercano; andaba siempre distante y displicente, envuelto en cierta aureola estrábica que no lograba desapercibir a pesar de sus gafas ahumadas. Poco recuerdo de él que no fuera su firma en el carné de la Uni y poco más. ¡Ah sí! Y por otra hostia que le dieron a un amigo mío por llegar tarde al estudio; claro que ésta no le salió redonda al clérigo ya que, acojonado, tuvo que sujetar a mi amigo por el pasillo porque volaba veloz a contárselo al Rector.
Tampoco es que hubiera hostias constantemente; pero es que la memoria, a fuerza de ser selectiva por impresionable, guarda cosas que permanecen de forma indeleble. Sí, esa memoria; la que un día nos dirá adiós. Esa que se cree tan lista y que a veces va haciendo lo que le viene en gana como si estuviese ella sola y el resto nada importara. Esa que a menudo se vuelve autonomista y pretende volar por sí sola y con la que hay que llevarse bien y contemporizar, riéndole las gracias y adulándola ya que, de lo contrario, puede llegar a jugarte una mala pasada. Y después de todo, desagradecida, porque ¿no recordáis cuando andaba pordioseando y necesitando de uno para nutrirse de sucesos y casuística? De de todas las vivencias quería apropiarse la acaparadora, la trepa; sin embargo, entonces no sospechaba uno, confiado, que pudiera llegar a ser un ente que pensara por sí misma llegando a olvidarse de todo lo demás. Y es que la vida es así de cruel. Parece mentira que algo que ha crecido contigo; que ha intimado hasta saber tus más recónditos pensamientos; que conoce todo aquello que has hecho a escondidas y que ni por lo más remoto harías en público y que lo has amado hasta la extenuación, pueda llegar un día a renegar de ti alejándose de tu vera como si ya no pintaras nada, como si ya no quedara nada de aquel amante altruista que fuiste y que la quisiste con locura.

También los había laicos. El Sr. Chica era profesor de música. Música clásica, claro. Una asignatura cuya materia nos parecía ridícula por cuanto que, existiendo entonces el Twist, el Rock y todo eso, no era cuestión de aguantar
música plasta y coñona nosotros que éramos ya unos tíos modernos y todo. Sin embargo, supo adentrarnos en ese mundo no sin cierto esfuerzo, y entre bostezos, fuimos conociendo lo que era la música culta con todos sus «andantes», «Adagios» y «Allegros ma non troppo». Con un vetusto pick-up, que siempre portaba como oro en paño, nos obsequiaba, solícito y chantajista, después de aguantar todo un concierto, una de las melodías que más nos gustaban de todas cuantas llevaba y que siempre le pedíamos: La marcha sobre las ruinas de Atenas, del gran Ludwig van.
Aún recuerdo cuando tuvieron que interrumpir, en el cine, la proyección de Fantasía de Walt Disney —por producir alboroto y cachondeo debido al aburrimiento de tanta música— subiendo al escenario para calmarnos y explicarnos que se trataba de una gran obra, de una película extraordinaria de gran valor, y que la música que contenía no era cualquier cosa, pues, se trataban de auténticas obras maestras de la música clásica universal. A partir de ahí, quisimos ver la película con otros ojos aunque, a decir verdad, lo que nos gustaba eran los dibujos animados que la cinta contenía y que eran bien pocos, por cierto.

El Padre Gago, impetuoso y pasional, constituía un espectáculo ver como cruzaba los pasillos a largas zancadas todo lo que la sotana le permitía. Vivía con auténtico deleite el mundo de la métrica y la rima, y nos adentró, con suma maestría, en el bello mundo de la literatura —de la literatura permitida entonces, claro. De Miguel Hdez. y Lorca, por ejemplo, ni pío— y de los grandes maestros de verso en ristre que lo practicaban con arte y donosura. Nos incitaba con oficio y gran pundonor pedagógico, a memorizar entrañables poesías de Machado, Juan Ramón y otros. Consiguió con gran destreza despertar nuestra curiosidad por las letras, obligándonos a asociar infinidad de obras de la literatura clásica a su autor, de manera que muy pocas se escapaban a nuestro control: desde Homero a Lope. El Padre Gago decía —contestando a uno que en cierta ocasión le preguntó, con mucha retranca, de qué trataba el Ars Amandí—, refiriéndose a la obra en verso de Ovidio, que era un prado verde en el que sólo podían entrar las vacas mayores de dieciocho años. Era un figura aquel Padre, y sabía un montón. No es necesario mencionar, por obvio, que guardo un gran recuerdo de él.

El Sr. Berrocal, profesor de tecnología de reconocido prestigio, tenía a gala ser un hombre muy versado en la materia, y probablemente lo fuera; pero, incomprendido por monocorde y apenas perceptible consiguiendo por ello un aburrimiento generalizado de la parroquia. Debía padecer, a juzgar por su tono de voz poco audible, de algún problema bronquial o algo así que le hacía escupir frecuentemente. Nosotros le sorprendíamos siempre que, como a escondidas, escupía en su pañuelo. No conseguía escapar a nuestra mirada inquisidora cada vez que trataba de librar a su garganta de tan impresionantes «lapos» mirando hacia un lado y hacia otro como no queriendo ser visto. Como aquel que no quiere la cosa tratando de pasar desapercibido. Empleaba una letanía muy particular de frases tópicas: «toda vez que…», «por obra de…», que yo pensaba que si las introducía en los exámenes al desarrollar las preguntas, podría obtener algún tipo de licencia o rédito. No pareció, sin embargo, que ello se reflejara excesivamente en las notas. Sin duda era un gran profesor aunque de escaso fuste entre nuestra promoción; sin embargo, no es intención del que suscribe poner en duda sus indudables facultades como docente. Aun así, en nuestra memoria perdura tal como lo reflejo. Creo que murió en 1968. Descanse en paz.

El Sr. Patón, fue un profesor de dibujo de empaque chulesco y altanero. Cordobés con ínfulas de Juncal, que fue aquella serie televisiva que el gran Paco Rabal tuvo el lujo de marcarse de forma magistral junto al incomparable Rafael Alvarez «El Brujo» —aquel limpiabotas sevillano llamado Búfalo de inigualable sabiduría—, blandía tanto la tiza sola, como embadurnada en una guita fustigando a continuación con ella el encerado, así como con desprecio, para marcar las líneas rectas. Ufano, repetía con petulancia de diestro la acción una y otra vez con afán de impresionarnos, de modo que cuando le veíamos nuevamente untar de tiza la cuerda, se solía escuchar algún que otro: «joder, otra vez».

Corría el año de1964 y la pertinaz rutina nos calaba hasta los huesos. El Twist and south de The Beatles surcaba habitualmente el ambiente de entonces y en el Palacio del Cine, en las Tendillas, estrenaban una película rara de extraños jóvenes americanos inadaptados, que danzaban con cara de mala leche por el west side neoyorquino al tiempo que cantaban y se zurraban como salvajes. No lo hacía nada mal, tampoco, Eydie Gorme y su Cúlpale a la bossa nova ni tampoco sonaba nada mal una canción que decía… I know something about love, que un tal Aguilé se encargó de destrozar llamándola: Dile. Nunca ví un destrozo similar, la hizo añicos y no fue la única que cayó entre sus garras y no es porque fuera de «allá» y se colara en el panorama musical, aunque quizá fuese más cómico que cantante, imponiendo su acento criollo. Nada que objetar sobre lo del acento ya que siempre he sostenido que cualquier ciudadano de a pié de Hispanoamérica (lo de Latinoamérica me parece un eufemismo como tantos otros con tal de no mencionar lo de hispano o, en todo caso, ibero) expresa mejor el castellano que los de aquí, encargados sólo en emplear vocablos tendentes a su destrucción paulatina; pero no quiero meterme en profundidades que servirían solo para desviar el tema y desnaturalizar la narración que es en definitiva lo que nos interesa (al menos para aquellos que hayan llegado hasta aquí, y que ya tienen su mérito, ya). Enseguida vuelvo.


… de Gran Capitán.

El Padre Roces, Director del colegio en cuestión, era un cura afable y cercano. Tan cercano que terminaba resultando pesado por monocorde y excesivo manoseo. Largándote aquellas pláticas constantes de tono pausado que parecía estar confesándote continuamente y suponías, por todo aquello que te largaba, que la ira divina iba a caer sobre ti al menor traspié. Siempre ceremonioso —¿Creería, en verdad, que casi todo era pecado?—, pretendía dar la impresión de ser más pío que las enaguas de monseñor Lefevre «Un hombre con corbata, es doblemente un hombre», decía. De haberlo conocido Matt Groening, sí ése, el de los Simpson, lo habría incorporado, probablemente, a sus películas como uno de los personajes centrales. Quizá el hermano cura de Homer o algo así. ¿Y si le ponemos en lugar del hábito una carta de póquer como disfraz, por ejemplo, el as de corazones? Pues que resultaría ser aquella reina desquiciada, que cercenaba las cabezas a los que no le tenían consideración ni respeto, del cuento de Lewis Carroll. ¿El de Alicia? El mismo. De rasgos pintorescos, alguna caricatura le cayó con motivo de aquellos murales que se elaboraban a modo de comics y que se colgaban en el tablón de anuncios cuando se aproximaba la Navidad. Todo tratado con mucho cariño y respeto, naturalmente. Creo que falleció y por eso estará en el cielo. En «su» cielo, como él quería.

El Sr. Ripoll era un individuo singular además de profesor de Física y Química que llevaba el despiste como bandera. Siempre desastrado, te podías fugar la clase con toda la tranquilidad del mundo y ni se enteraba. Lo mismo llevaba los faldones de la camisa por fuera o asomándole por la bragueta, que se le caían los papeles por el pasillo. Lo único que portaba con cierta distinción era su sombrero stetson y la pipa. Tan oceánico podía ser su despiste que en cierta ocasión y al sacudir su pipa en la mesa dando los clásicos golpes: toc, toc, él mismo dijo: «adelante». De él decíamos, probablemente los que menos nota sacábamos, que tiraba los exámenes en una habitación, aprobando sólo a los que se posaban sobre la cama, por la disparidad, a nuestro entender, de criterios con los que aderezaba las calificaciones. Nos preguntábamos a que extraños juicios obedecerían aquellas estrambóticas notas que, sorprendidos, recibíamos. Había quien sin dar ni una, aprobaba, y quien a pesar de haber realizado un examen más que digno, recibía a cambio una nota de lo más rácana que le dejaba anonadado. En fin…

El tiempo en este colegio pasaba más que deprisa quizá por ser una «Estación Termini» para los que terminaban en Oficialía, o una «meta volante» para los que siguieran hacia Maestría; o tal vez estábamos demasiado entretenidos e influenciados en aquel 1965 por películas como West side story —titulada aquí estúpidamente como Amor sin Barreras y donde la censura nos birló la escena de cama entre Tony y María, dejándonos con la duda de si se habían acostado o no—, o por la música de The Beatles cuyas letras no entendíamos y que más de una decepción nos habríamos llevado de saber lo que decían, muy al contrario que lo que sucedía con Bob Dylan donde su música no era fácilmente digerible y, sin embargo, las letras las bordaba y tenían sentido, aunque de eso también nos enteraríamos mucho más tarde, o por otras cosas que por la edad resultan verdaderamente evocadoras.

El curso de tercero de Oficialía tornaba a su fin. De mano en mano corría Cuerpos y Almas de Maxence van de Meerch precedida de cierto chance entre nosotros. Una novela de médicos, hospitales y tísicos que había que leer de forma casi clandestina y que mostraba descarnadamente los problemas de la sociedad laica francesa de principios de siglo. Con gran asombro por nuestra parte de que existieran sociedades así, laicas y todo.
Por todos lados sonaba como una jauría de perros el I want to hold your hand de The Beatles y es que estos tíos se afianzaban cada vez más en el panorama musical de entonces, a pesar de que esta canción era rara de cojones… Sería por eso.
También disponíamos de grupos «domésticos» nacidos de los certámenes musicales que se celebraban en el escenario de la sala de cine. Las actuaciones eran tan divertidas y no exentas de calidad, que esperábamos con verdadera expectación su comienzo. Uno de esos grupos que sonaban realmente bien en directo eran Los Diablos Rojos, tan buenos nos parecían que su primera aparición fue realmente un aldabonazo, llegando a pensar incluso, naturalmente llevados por nuestra empatía por ser también «laborales», que no tenían mucho que envidiar a ciertos grupos ya consolidados.


… de Luis de Góngora.
El Padre Izarbe cuyo apéndice nasal exigía a gritos el apelativo de «El Picota», además de ser el Director era un cura ciertamente anodino (¿quizá por correcto?) del que no guardo muchos recuerdos aunque personó uno que sobresale por todos los que guardo. Nos expulsó de la Uni a todo el aula porque alguien dibujó en el encerado una escena representativa de la mejor lascivia española, topándose de bruces con él una visita que, con gran infortunio, guiaba el fraile Pampín, o al menos, eso nos hicieron creer. El exilio terminó a altas horas de la noche y sin saber, con gran frustración por parte de los clérigos, quien había sido el autor gracias al ejemplo de solidaridad del que hicimos gala.
«Fuenteovejunica, señor», contestó el lelo del pueblo al Juez, al pretender éste, que por ser medio bobo, le diría quién había matado al mandamás aquél del Comendador.

El Sr. Canalejo Cantero, hermano del que más tarde sería el célebre alcalde de Bélmez por el concurso de «Un millón para el mejor», era el profesor de matemáticas. Con gran destreza, deslizaba la tiza contra el encerado en un alarde de acrobacia, fruición y extrema habilidad; muy veloz, como si creyese que disponíamos de una agilidad mental razonable. Excelente profesor, sin embargo, pues consiguió que nos gustara hasta las integrales, que ya es decir. Por su aspecto diminuto y enclenque, aunque vivaracho, recibía el sobrenombre de «el Braguitas».
El que más nos impresionó, incluso desde San Rafael, cuando su asignatura se llamaba de forma incongruente Formación Política, hasta Luis de Góngora donde pasó a llamarse, fascistoidamente como cualquier cosa de entonces: Formación del Espíritu Nacional, fue D. Alfonso Barrada. Un tipo complejo y excéntrico al que era difícil estereotipar. Con su aire de profesor chiflado, dotaba a sus clases de una atmósfera peculiar por cuanto decía y explicaba, imprimiendo un ritmo exento de atavismo y de cualquier elemento prosaico. Decía cosas que a nosotros nos parecía que rayaba el bolchevismo, y sus críticas mordaces a todo lo establecido, ya fuera política, religión o simple costumbrismo, solían dejarnos impresionados y con los ojos abiertos como platos. «El Genio», le llamábamos.

El ambiente del 66 y 67, saturados de gratas vivencias y desprovistos de cualquier evocación de estancia fuera de la Uni, se desarrollaban plácidamente: no en vano, cada vez lo pasábamos mejor y no añorábamos, en absoluto, época de vacación alguna. De hecho, unos pocos, ni nos íbamos de vacaciones en Semana Santa con tal de permanecer allí, porque nos sentíamos a gusto, aunque con el riesgo de padecer alguna que otra misa concelebrada y larguísima de esas que te pillaban a traición y que no podías eludir por mucho que quisieras, y donde los curas, muy en su papel, entonaban en una coral de falsete, cual castratis, el kirieleisón o algún que otro cántico clerical entre efluvios de incienso, cirios y alcanfor.

Ajenos a casi todo, nos solazábamos de manera más que agradable, con las notas almibaradas e inolvidables de Desencadenando Melodías de The Righteuos Brothers; por el sin igual Sunny Afternoon de The Kinks o por la lectura de El Don Apacible, aquel libro que se hacía corto a pesar de su volúmen, de cosacos, magníficamente narrado por Mijail Sholojov. Todo lo que oliera a ruso nos parecía tan sugerente y tan atractivo entonces por todo aquello de la revolución, del movimiento obrero, de la lucha de clases y la transformación del pensamiento y todo eso que, con aquellos años, nos creíamos La Libertad de Delacroix guiando al pueblo. El tiempo se encargaría de enseñarnos que aquellos sueños se desvanecerían con la firma de la primera letra, con la primera hipoteca. Pero eso ni por lo más remoto lo podíamos pensar entonces porque toda ocasión era propicia para divertirnos como los paisanos cuya vida describía magníficamente Sholojov hasta los próximos exámenes, y después de ellos, si se podía, todavía más.

Los Brincos, que emulaban con gran acierto la música de los conjuntos foráneos que llamaban «pop» (de popular, vaya chorrada), renacían ese año volviendo como el Ave Fénix, ya sin Juan ni tampoco Junior, con un tema llamado Lola, inigualable, que mejoraban todo lo anterior. Y Sonny & Cher, por su lado, que con aquella canción que parecían gatos maullando: I got you babe fueron grandes éxitos de ventas en el «Hit parade» nacional.

Dos cursos de Maestría Industrial consumimos en este colegio. Un título que una vez fuera, nadie conocía ni sabía lo que era; pero que sólo pronunciarlo, sonaba bien y vestía mucho. Se fueron dando cuenta de ello, no obstante, a medida que transcurría el tiempo y veían nuestro quehacer. «Sí hombre, es un título anterior al de Perito» — Ah, ya—.

La obra que inició alguien, quizá sin pretenderlo y probablemente por querer enaltecer su «Alter ego», resultó espléndida y, por tanto, quedaremos por siempre agradecidos. Aquel régimen carca y contrito —el examen de conciencia y el mea culpa era privilegios que les salvarían del infierno constituyendo toda una ventaja, sin duda— no calibró quizá la dimensión de dicha obra; de haberlo sabido, es probable que no la hubiesen comenzado. Sin embargo, no fueron ellos quienes posteriormente la dejaron morir por inanición, y sólo por ser el buque insignia del régimen anterior sin tener en cuenta los beneficios que produjo. Lo hicieron otros que no supieron hacer y, sobretodo, que no supieron ver. Recuerdo, en unas de mis visitas tiempo atrás, ver todo descuidado y abandonado; las raíces de los árboles trepanando el pavimento y levantándolo, al igual que les sucede a los templos de la jungla en los cuentos de Rudyard Kipling, como muestra inequívoca de la estulticia reinante. Recuerdo que a mi memoria acudieron entonces, embargado por la pesadumbre, los versos que Rodrigo Caro dedicó a las ruinas de lo que en otro tiempo fue Itálica famosa. Menos mal que, actualmente, todo vuelve a gozar de buena salud. De mejor salud, si cabe, aunque ya nada será lo mismo. Finalmente, alguien había recobrado la cordura restituyendo la dignidad del centro y dándole el destino que merece. Gracias.

En general, el claustro de profesores tanto religiosos como laicos, fue siempre ejemplar y, salvo raras excepciones, de gran calidad como posteriormente hemos ido reconociendo a medida que el tiempo transcurría. La formación técnica que adquirimos nos ayudó mucho, me atrevería decir que en general, para poder desenvolvernos en un más que difícil escenario laboral. La formación humana, también fue destacable si exceptuamos el sentimiento de culpa ¿? que toda educación religiosa lleva implícita y la disciplina de aire castrense que nos hacían cumplir, con prurito excesivo, aquella orden de predicadores dominicos que, al fin y al cabo, recordamos con mucho cariño.

En cualquier caso, esta es mi opinión sobre todo lo que viví, observé y aconteció, y que relato con el respeto que todo lo expuesto me merece y que someto a superior criterio, entendiendo como superior cualquier otro más autorizado, en la seguridad de que sabrán disculparme si atribuí cualidades de unos a otros, o confundí términos y situaciones, que de todo hay. Vaya en mi descargo pues, que el tiempo transcurrido pudo haber hecho mella en mi memoria jugándome la trastada que alguien sabrá enmendar y que, por descontado, desde aquí animo a hacerlo.

Sólo me resta mostrar, desde estas humildes páginas, mi cariño por todos los amigos que me acompañaron en tan singular aventura y cuya lista sería interminable; pero, en este orden de cosas y en justa correspondencia, si mencioné al primero de ellos que fue Vicente Arranz, también debo hacerlo con el último —por aquello de dotar a esta modesta narración de cierto equilibrio— y no siendo otro que el inefable Àngel Garcillán (el Miki), y digo inefable ante la imposibilidad de describir con palabras la amistad que nos une y de la cual me plazco después de tantos años, de tantas peripecias y de alguna que otra correría. Y no voy a extenderme más porque sé que lo va a leer y no quiero mostrar sonrojo alguno.

Y en cuanto al centro en sí, qué decir; por lo que a mí respecta, cuando por la carretera diviso, emergiendo en lontananza, la torre de lo que antaño fue la Iglesia, noto que algo se despierta en mi interior. Debe ser la emoción.



francisco cervantes gil
Granada- 2.008

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