viernes, 20 de junio de 2008

Juntos pudimos

In memoriam
José M. Gutiérrez Puerta y José Rosell Badía

… y antes de que los más débiles, dueños de la superstición y el miedo,
generasen cierta confusión y agresividad…«El Señor de las Moscas». William Holding.

El colegio Luis de Góngora y Argote —lo del «y Argote» no se usaba ni aparecía en ningún sitio, ni en sobres oficiales ni en membrete alguno. Aunque era obvio que el nombre se utilizaba en honor al padre del Culteranismo, lo del segundo apellido, a tenor de lo sucedido, parece que no gustó mucho a la hora del «bautizo» colegial; así que, dejémoslo estar denominándolo en adelante: Luis de Góngora mondo y lirondo—, ubicado en la esquina del ala oeste de la Universidad Laboral de Córdoba ofrecía, a nuestro modo de ver, ciertos privilegios de situación frente al resto de los colegios por tener a mano todas las zonas deportivas y de expansión —si a expansión se le podía llamar estar lo más lejos posible del colegio—, sobresaliendo de entre todas ellos, la piscina olímpica. Esta se convertía, cuando se avecinaba el buen tiempo, en la reina de las atracciones, sobretodo, para los amantes del crawl y los saltos de trampolín que no eran otros que los podiums de salida que, habilitados a tal efecto, nos propiciaba la base desde la que impulsarse a modo de palanca tratando de entrar en el agua en el mejor plano posible. Lo de «olímpica» venía porque su longitud, multiplicada por dos o por cuatro, posibilitaba la realización de carreras en formato olímpico, siendo necesario, por tanto, efectuar dos o cuatro largos para poder cubrir cincuenta o cien metros.

Todos estos andurriales se frecuentaban habitualmente durante los ratos de asueto entre la salida del comedor y el inicio de clases, y desde el final de éstas hasta la entrada al estudio. Sin embargo, el lugar de congregación preferido a medida que se acercaba el final de estos ratos libres eran las inmediaciones de la puerta de entrada al colegio, pues más allá, no era audible la megafonía con todo lo que esto podía suponer. Llegar tarde después de cualquier aviso no era muy recomendable, casi era mejor no llegar encomendándose, eso sí, a la diosa fortuna para que la ausencia no se notara. Para que pasara desapercibida.

Era éste un espacio ciertamente austero el cual se adornaba a la derecha con un jardín ralo y simple, sin mantenimiento, formado por parterres que colindaban, paralelos y mellados, con la fachada de las aulas y donde convivían, a duras penas, entre la broza y la maleza: las adelfas, algún almendro o ciruelo y alguna otra planta difícilmente inventariable. Enfrente, la cuesta de acceso al canal a modo de línea fronteriza y limítrofe, cual foso de fortaleza Artúrica, y a la izquierda, las calles que conducían al campo de fútbol, piscinas y el gimnasio. Continuando más al fondo: los talleres, las pistas de atletismo y demás canchas deportivas, y allende las fronteras, el mundo exterior.

La mayoría nos sentábamos a la izquierda de la salida, en el pretil del muro que como antepecho o barandilla separaba la bajada de acceso a las cocinas, lavandería y demás servicios. El poyete de granito, incómodo, nos servía a falta de otra cosa mejor para esperar como lagartos al sol «sintiendo» el transcurrir del tiempo de la tarde primaveral en espera de la llamada al estudio o cualquier otro aviso siempre inoportuno. A pesar de todo, la considerábamos una estancia ideal por estar a tiro de piedra de la puerta de entrada donde apurábamos los últimos minutos antes de dar el callo, o lo que hubiese que dar. Aquella tarde era especialmente hermosa, plácida, tanto que su languidez empezaba a ofrecer, probablemente por la hora, cierta apatía generalizada. Sólo su quietud era rota por alguna estridencia proveniente de los altavoces que, colgados cual nidos por todos sitios como nexo de unión informativo, gruñían esporádicamente e interrumpiendo como casi siempre. Aunque lo que más agradecíamos, sin duda, era que a través de ellos saliera la música del momento, la que a la mayoría nos gustaba. Música que tenían a bien adquirir los educadores, sin duda asesorados por sus afines y compañeros de nuestra misma edad, que si no, de qué. El caso es que la disfrutábamos todos —había, sin embargo atávicos que no gustaban de estos sones; no pasaba nada, éramos tantos que había de todo y para todo— de modo que, en los ratos libres, que no eran muchos, nos deleitábamos con ella en solaz armonía.

Aunque generalmente no tenían que avisarnos cuando empezaban las clases o el estudio, esos avisos, cual estridencias, iban dirigidos especialmente a los rezongones, rezagados y remolones que eran los que, ciertamente, animaban el cotarro impidiendo, las más de las veces, que la abulia se generalizara; siendo dichas estridencias, emanadas de aquellas cajas acústicas, las que precisamente azuzaban al personal y, lógicamente, las que menos animaban, por contra.

Aún así, el tiempo libre corría que se las pelaba, y es que allí nos encontrábamos realmente a gusto; desde luego no era el momento, y estos abundaban, de pensar que en breve acabaría muy a nuestro pesar aquella aventura de la formación profesional, encontrándonos inermes cual neonatos, frente al mundo exterior. Y eso, quiérase o no, a estas alturas de la «competición», imponía un poco; sobretodo, por aquellas explicaciones tan teológicas y sombrías que sobre la vida ofrecían, a menudo, los curas.

Aunque no había muchas cosas que nos sacara de nuestra pertinaz rutina, no tardaría, sin embargo, en ocurrir un suceso que se quedaría marcado de forma indeleble en nuestra memoria por su cualidad humana; al menos, eso es lo que más tarde nos pareció. Quizá también influyó el hecho de ser la última acción reseñable de aquella Maestría que se acababa muy a pesar nuestro. En cualquier caso, y por no ser asunto baladí, merece ser rememorado.

Corría el curso de 1967 (en verdad, los que corríamos éramos nosotros, el curso, expectante, permanecería más que quieto. Hasta junio). En las postrimerías del curso en cuestión, en aquella incipiente tarde de la Córdoba agostada y somnolienta y después de agotar el tiempo libre, nos encaminábamos hacia las aulas a un ritmo muy distinto al que se imprimía cuando había que ir al comedor o salir de gira a la ciudad, o sea, ligeramente desganados. El objetivo que nos habíamos impuesto después de arduas deliberaciones psicomotrices, era llegar al aula, así muy puestos, coger los libros necesarios, no muchos, y enfilar posteriormente el camino hacia el estudio a través de aquel pasillo interminable y rectilíneo, sencillo y sin alardes, propio de aquella zona del colegio de construcción austera y funcional. El periplo hasta alcanzar el mismo nos obligaba a recorrer una buena distancia. Después de dejar el aula y cubrir un buen trecho en línea recta, llegábamos a un descansillo de distribución en donde debíamos coger otro pasillo que bifurcado a la izquierda —la prolongación del que traíamos continuaba, enhiesto, albergando las salas de juego, entre otras dependencias— ,y que era donde estaba la sala de Tv., hasta desembocar en el hall de donde, radiales, salían: el salón de estudio, las escaleras de bajada a los servicios y vestuarios y de subida a los dormitorios y, por último, la salida al patio exterior. Fruto de todo este itinerario, se llegaba por fin hasta el objetivo, que no era otro que, un profundo salón preñado de pupitres clónicos y anodinos en los que imperaba, siempre que «ellos» estuvieran presentes, un silencio sepulcral. Silencio que, con férrea autoridad y disciplina, impartían aquellos «cartesianos» dominicos.

—«Hay que aprovechar el estudio», —solían decir—.

El estudio, preñado de aquel silencio estremecedor, era un escenario propicio para todo tipo de sueños. A menudo, una dulce evasión de la realidad lo cual no era óbice para que no nos asaltara alguna preocupación que otra, pues, pronto empezarían de verdad los largos períodos de pasión tratando de salvar los muebles del curso, enfrentándonos entonces al mundo hostil sin colchón amniótico alguno; por eso, había hasta quienes, verdaderamente, se enfrascaban en el estudio con voluntad de adquirir una sólida formación que hiciera realidad sus sueños.

No obstante, el sopor producido por el tedio se adueñaba poderosamente de la estancia a menudo. Absortos cada uno en su mundo, no podíamos imaginar, ni por asomo, lo que a continuación se avecinaría siendo el comienzo de una aventura sin par. De un episodio singular dentro de aquellos dos cursos de Maestría, inolvidables.

Inesperadamente, el ambiente del estudio extremadamente quieto hasta entonces, quedó roto de forma violenta, y el despertar que lo produjo nos sacó del ostracismo sepultándonos de bruces en la cruda realidad. Súbita y atropelladamente, se oyeron voces a nuestras espaldas seguidas de pasos agitados y ruido de hábitos a lo largo de todo el pasillo central. Las zancadas largas cual triplista alcanzaron raudas la tarima del estrado, y de entre aquel torbellino de vuelos y crujir de maderas, salió un torrente de voz grave y colérica:

—« ¡Quién ha pintado el encerado de la M2A!», —tronó el clérigo—.

El Padre Director, como una exhalación, había cubierto con celeridad inusitada los treinta metros largos de la sala. Probablemente fue su nariz lo primero en tocar la cinta de llegada pues la prominencia de su apéndice nasal era asombrosa, de ahí el apelativo cariñoso de «el Picota». El bramido nos produjo un breve estertor, como una descarga eléctrica; como el respingo que precede al despertar brusco. Atónitos y sin saber lo que ocurría, observábamos el rostro descompuesto del otrora apacible dominico.

—« ¡Quién ha marraneado el encerado de la M2A!», —gritó por segunda vez sin saber cómo contener la ira—

Su aspecto lívido y el tono de su voz no podrían contener por mucho más tiempo la explosión de rabia que se avecinaba; pues, aunque pretendiera dominarla, no pasaba ésta desapercibida a juzgar por su expresión facial, sus ademanes y, sobretodo, por el mensaje amenazador que encubría.

Ya está, a alguien se le va a caer el pelo. Qué mosca les habría picado ahora para meternos el miedo en el cuerpo, no ya el miedo sobrenatural y místico que, subliminalmente, manejaban con maestría, como cuando años atrás, con las monsergas aquellas de las poluciones nocturnas y la mano pecaminosa, nos asustaban logrando que nos sintiéramos abominables; sino el otro, el miedo material, el físico.

Un silencio sobrecogedor se adueñó de la estancia. Por supuesto, nadie salía. Todos helados, petrificados (unos mas que otros; desde luego el autor o autores tendrían que estar pasándolo mal) y embutidos en aquellos pupitres de contrachapado, duros y pulidos, donde se resbalaba constantemente el culo hasta tocar el asiento con los riñones. El ambiente podía cortarse con una faca, con un tufo a suspense que imponía. Como una escena de Hitchcock; de esas donde el culpable, aún siempre presente, no es revelado hasta el final. Entretanto, un segundo cura acudió en apoyo de su jerarca posicionándose a una razonable distancia del mismo. No era mal tío el «Juanolo», sin embargo, hierático, asistía dócil al presumible «holocausto» que se avecinaba, presenciando impasible al histriónico superior. Al que siempre le reía las gracias.

Un tercero, el delator seguro, el «Bombilla», el que acompañaba a la visita —porque más tarde nos enteraríamos que fue por medio de una visita como se desencadenó todo, presenciando ésta en el encerado un espectáculo digno de la mejor lascivia española; fijo que exageró la escena hasta el paroxismo cuando se lo contaba al Director— acudió presto para no perderse la escena. Se le notaba ufano y majadero —sólo le faltaba hacer la «clac», y lo haría a poco que el jefe lo insinuara— en espera del auto sancionador.

—«Repito: el que haya pintado el encerado de la M2A que salga», —dijo de nuevo el presbítero—.
Esta tercera vez, aunque autoritario, el tono fue más conciliador dejando atisbar cierto coqueteo indulgente; entonces, pensaría, el incauto malhechor obnubilado por ese alarde misericorde, saldría sin duda postrándose ante tal gesto de gracia. El cura esperaba que el sentimiento de culpa, cúlmen que toda educación religiosa y dogmática lleva implícita, haría estragos en el pobre diablo hacedor de no sabíamos cuantos males, confesando así su mala acción.

Con los brazos entrelazados y las manos dentro de las anchas bocamangas del hábito marfil impoluto —siempre nos llamó la atención la indumentaria sin mácula y de elegante «caída» que portaban aquellos religiosos—, el «Padre» escrutaba cual rapiña las largas filas de pupitres del estudio entero. El gran fariseo de aquella orden de predicadores, quería subyugar con voz queda y cínica al autor lascivo —más tarde sabríamos que la pintura en cuestión del encerado, según otro cura menos expeditivo, «era un dibujo indecoroso» decía desaprobador; «eso, por usar cierto eufemismo», proseguía el celestino, «la cosa se agravó», siguió relatando el cura bonachón «cuando una visita del exterior desembocó topándose de improviso con el encerado del aula»—, como si no supiéramos de qué iba el asunto. Vamos hombre, que el que más y el que menos ya tenía diecinueve años; algunos más, pocos, desde luego, para creer que la escena fuese tan escabrosa y meternos el pánico en el cuerpo. Ni que fuéramos gilipollas.

Lo que no sabíamos, sin embargo, era lo que aquella gente, iracunda y fuera de sí, era capaz de hacer con tal de mantener el prurito disciplinario.

El clima creado no auguraba buenos presagios. Todos deseábamos que no saliera nadie. Que no fuese ningún héroe. Que simplemente fuera un tío normal y no saliera. Nadie con dos dedos de frente saldría a un escenario tan proclive a la tragedia.

—« ¡Salgan todos los de la M2A del colegio!», —sentenció ya, autoritario—.
Salir del colegio. No ya del estudio sino del colegio, qué extraño. Desconcertados fuimos desalojando la gran sala. Al principio de forma perezosa como tratando de poner en evidencia la orden de aquel individuo fuera de sí; como queriendo asirnos a algo invisible que lo impidiera. No tardamos en ser azuzados forzándonos a salir a empellones —no había que quedarse de los últimos, un mamporro te ganabas seguro— con evidentes signos de violencia. Por causa de la estampida, hubo un momento en que la puerta se taponó —todo sucedió muy rápido por querer salir al unísono— con una hilera de individuos apretujados de lado a lado sin que nadie pudiera salir a pesar de que, por detrás, todo el mundo empujara. En el rostro de los del «tapón» se evidenciaba la congestión propia del esfuerzo por querer salir de allí sin entender porqué no lo hacían si era mucho lo que apretaban, hasta que uno, el del centro, eyectado por efecto de elevarse la presión originada atrás, dejaba por fin expedito el desalojo produciéndose éste, entonces, con una rapidez inusitada entre pisotones, codazos e imprecaciones múltiples. Todo se evacuó como en un parto.

Cruzando de forma atropellada el hall alcanzamos el pasillo que albergaba la sala de televisión dejando antes a la derecha la escalinata de subida a los dormitorios, en cuyo basamento, indolentes y cansados, solíamos recibir a menudo y antes de subir a dormir —lo de dormir algunas veces podía ser una broma, porque los eternos bulliciosos no lo permitían haciendo constantemente gala de sus gamberradas, hasta que los curas, repartiendo hostias por doquier lo impedían, en ocasiones, con verdadero deleite. Se podía ver a menudo a gente, en los halls de las habitaciones purgando su culpa por «armar cachondeo»— las largas peroratas del Padre Director. Pasamos de soslayo y casi sin darnos cuenta por las prisas y empellones las cristaleras de separación del vasto patio exterior finalizando el pasillo y llegando al pequeño distribuidor. Cogimos otro pasillo a la izquierda y dejamos a la derecha aquel interminable de las aulas de donde habíamos partido hacía escaso rato sin pensar siquiera en que retornaríamos de aquella forma, y que infinito, atravesaba los colegios del ala oeste hasta penetrar en el Paraninfo.
Desembocamos al fin en el hall de salida. Atrás quedaban como fotogramas de una mala proyección embarullados por la velocidad y de forma consecutiva, ora a la izquierda, ora a la derecha: la sala de billar, la de lecturas, la sala de juegos de mesa y futbolines, la del Padre Espiritual y, por último, el bar.

El gran hall, el último escollo a sortear antes de que fuésemos vomitados por la puerta, era una destartalada estancia con grandes ventanales y una columna en medio y donde, a menudo, no había nada más. Este recinto de grandes dimensiones, solía utilizarse de cuando en cuando, para alguna jaculatoria que otra y para entonar en las noches sabatinas y como último acto antes de subir a dormir, siempre el mismo cántico:

Tomad Virgen pura
Nuestros corazones
No nos abandones
Jaámas…jaámas…

A la izquierda del mismo, según se salía, un pasillo conducía a la sala de cine y a los comedores (refectorios decían ellos con entonación solemne) y, a la derecha, al fin, la puerta de salida. Puerta con doble hoja de grandes vidrieras y prominentes tiradores de latón.

Forzados fuera del recinto colegial desordenados y perplejos, un murmullo general de confusión hizo presa de todos. Allí donde antes del suceso esperábamos sentados en el pretil del muro de bajada a las cocinas la llamada al estudio canturreando en ambiente distendido —en una ininteligible y a veces desaforada logomaquia inglis— canciones de Nelson Pickett, de la gran Janis Joplin o The Kinks, ahora se tornaba sombrío por la maldición que se cernía sobre nosotros y que, al parecer y si nadie lo remediaba, nos exiliaba indefectiblemente.

Entonces y con ambiente crispado, como culpándonos unos a otros, se empezó a demandar con verdadera fruición y cierta insistencia, detalles de lo sucedido. Unos hacían cábalas y suposiciones, otros, dejando volar la imaginación y en un alarde de «perspicacia», elucubraban acerca de conjeturas insólitas de difícil encaje. De pronto, en medio del murmullo, lo vimos de nuevo; allí, como un espectro, escoltado por los curas de marras apareció de nuevo la destartalada figura del Director entonando fuera de sí el consabido cántico que, como no podía ser menos, con voz estentórea, había utilizado hasta ahora para hacerse oír autoritario:
—«Todos fuera de la Universidad. ¡Quedan expulsados!».

Unos a otros nos mirábamos atónitos, desconcertados, estupefactos. Aquello tenía que ser una broma; no podía ser que por una gilipollez nos echaran así como así. Seguro que al vernos iniciar la marcha nos llamarían, eso sí, cabreados, pero nos llamarían haciéndonos ver lo mal que nos habíamos portado y conminando a que saliera el autor de la fechoría para darle un tirón de orejas. ¡Y una mierda! Aquello iba más que en serio. Verdaderamente se habían cabreado pero bien. No sabíamos ni por asomo lo mal que les había sentado aquel suceso que en otras circunstancias se habría calificado como una gamberrada. Sólo reaccionamos cuando los clérigos, «fustigando» a los más próximos, jaleaban y empujaban: ¡Fuera, fuera! ¡Vamos! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de la universidad!

¡Joder, qué modales! Cualquiera preguntaba nada y menos cuando podíamos volver, aunque lo hicieras de forma cándida. Una hostia seguro que no te la quitaba nadie, éstos no se andaban con chiquitas, y menos con el aspecto de furia que mostraban. Así que, lenta y parsimoniosamente fuimos enfilando la cuesta que, situada frente a la salida y a escasos metros, conducía al canal. Al exterior.

Atrás quedaron henchidos de frustración y cólera, en lo alto de las escalinatas de la salida, los prebostes. Allí permanecieron, como vigías y con cara de pocos amigos hasta asegurarse de nuestra partida hacia el destierro. Y allí continuaron, impertérritos, hasta que los perdimos de vista.

El pueblo hebreo partió de Egipto. Nuestro Mar Rojo era «el canal»; un canal para riego y abastecimiento de agua que, colindante, discurría delimitando territorios; sólo que, a diferencia de los israelitas, en vez de la tierra prometida sería un viaje incierto a no sabíamos donde y, el Mar Rojo —menos mal que no había que surcar sus aguas—, lo cruzaríamos por alguno de los puentes porque, aunque entre nosotros había gente buena y proba, incluso nacidas sin pecado original y más pías que las enaguas del Padre Roces…, de ahí a que pudieran dividir las aguas y derribar murallas…

De momento nos habían dado en el flanco débil, presuntamente lo que ellos querían. De un plumazo nos convirtieron en parias ¿Obedecería aquello a alguna estrategia encaminada a socavar nuestro ánimo? ¿Esperaban que, de volver, lo haríamos entregando, en bandeja de plata, la cabeza del autor de tan «horrible acción»? Si eso creían, estaban apañados.
Ajenos de momento a la gravedad con que querían rodear al asunto, partimos inconscientes sin rumbo, zangolotinos, siguiendo el curso del canal.

A esas horas, el ambiente impregnado por el aroma espeso de las moras que asomaban blancas y jugosas en las ramas ahítas de los árboles —el moral abundaba en ambas márgenes del canal ofreciendo solícito su fruto almibarado; un fruto que, habitualmente y encaramados en sus ramas, habíamos degustado con solaz deleite en ocasiones menos azarosas—, sólo se quebraba de vez en cuando por alguna ráfaga de viento mezquina, hurtándonos el aroma de su néctar.

Allá en lontananza se divisaba nítida la silueta de la «Uni» recortada sobre el fondo azul intenso del cielo cordobés. De construcción vanguardista y sobria —no como la de Gijón, por ejemplo y sin ir más lejos, con fama de ostentosa, por clasicista—, se destacaba inconfundible la mole cubista del Paraninfo (grabado nos quedará por siempre el mosaico­mural de Vaquero Turcios y aquella frase lapidaria de Séneca) y, sobretodo, la majestuosa y sin igual silueta de la Iglesia que, con su torre cual gálibo altivo, dotaba al conjunto constructivo de un aire singular y moderno.

La «Uni». ¡Ah! La uni, la universidad de los pobres, la de los becados. Sinécdoque entrañable. Tropo diferenciador de la otra: la genuina, la humanista, la laureada y egregia, la del Gaudeamus Ígitur, la de los hijos de los poderosos y no nosotros: los desarrapados, los surgidos del arrabal, los que sólo podían aspirar a una formación profesional o carrera de grado medio, técnica, eso sí, nada de fomentar humanidades ni cosa por el estilo, pues ya sería el colmo que, encima de cultivar las mentes de los obreros genuinos para amarrarlos al duro banco —como aquel forzado del corsario Dragut cuyos lamentos frente a la costa marbellí, cantaba Góngora— de la industria, pudieran anidar también en ellas la discordia peligrosa y subversiva. Para el nacional­catolicismo, claro.

Al principio nos tomamos aquello como un día de excursión —pronto sabríamos que no iba a ser así—, formándose dicharacheros los clásicos grupos con sus incondicionales. Entre bromas y chácharas, cada uno con los suyos, comenzó a formarse la comitiva. Una comitiva que, subrepticiamente, empezaba a ser encabezada por los más fuertes, por aquellos de más personalidad. Los más bulliciosos y bullangueros, seguían detrás.

Sin ser plenamente conscientes de la situación, la columna comenzaba a ser arrastrada por los primeros; éstos, quizá sin proponérselo, comandaban el séquito, los demás, a rebufo, se amoldaban cómodos. Solo estábamos al principio del camino, disponíamos aún de algún tiempo para recorrerlo.

La tarde avanzaba inexorable y a juzgar por el ánimo reinante, no parecíamos tener problema alguno. Había momentos de bromas y, las charlas eran a veces tan singulares, que parecía no haber pasado nada. Éramos jóvenes y fuertes, aplazaríamos para más tarde los problemas y las reflexiones; entretanto, había que gozar del tiempo que aún nos quedaba hasta el desenlace —comenzábamos el nudo— de aquella especie de pieza de teatro bufo.

De momento no había lugar para lamentos ni tristezas. Una extraña melodía surcaba el aire procedente del transistor de «Telesforo» (como no quería que le llamáramos). La enigmática canción, bella por demás, desgranaba sus notas no acordes con nuestro ánimo: el «Strawberry Fields Forever» de The Beatles quiso trepanar el ambiente contagiándonos su triste pesar. Una canción melancólica y psicodélica donde nada era real, o tal vez sí; quizá cambiando las fresas del título por las moras...
Pero no, no tenía nada que ver con lo que nos estaba ocurriendo, si acaso, con la tragedia que dicen, dentro de la canción existía —cuentan que al final de la canción y ahogada por el ruido de un tren, se aprecia una voz distante revelando la supuesta muerte de Paul McCartney suplantado por un «sosias» desde entonces; claro que, para poder observar esto, había que dejar agotar totalmente la canción y, cuando no se esperaba nada más, surgía la grabación extraña. Pero eso no ocurría nunca en la radio ya que no era habitual que dejaran consumir por entero las canciones; era tal el misterio, que había que apostar bien el oído al vinilo para apreciarlo— y cuyo título, elegido por John Lennon, correspondía al nombre de un orfanato de Liverpool, al sentirse éste sentimentalmente identificado con los niños de aquel centro.

El querido Telesforo, el amigo inseparable, el seleccionador del equipo de fútbol del aula, ahí es nada, con cuanta seriedad se tomaba el cargo; cargo que se adjudicó él mismo y que, contumaz, hizo que todos asumieran y obedecieran las alineaciones como si de un técnico profesional se tratara. Cuantos paseos a través del puente que cruzaba las vías del tren hasta la carretera nacional oyendo la música del momento —baladas del pasado festival de San Remo y otras grandes como la de Mireille Mathieu y su París en colére o Tina Turner entonando enfática River deep mountain hight; entonces con «Ike» que la «zurraba» de lo lindo— después de cenar y a la caída de la noche.

Un transistor se cotizaba caro, no todo el mundo podía; por eso andaba siempre orgulloso con el suyo a cuestas, el «armario», le llamábamos.

La comitiva cruzó el canal introduciéndose en el campo agreste. Sin embargo algo nos hacía girar a la izquierda, como si una brújula colectiva nos hiciera rolar instintivamente para no distanciarnos del «núcleo» en extremo. Como si algo sin identificar procurara que no se rompiera el «cordón umbilical» que nos ataba al recinto universitario. Así que otra vez, y como el que no quiere la cosa, aparecimos nuevamente a lomos del canal, y encaramados a su grupa, caminamos largo rato dubitativos y sin norte. Habíamos iniciado un viaje hacia ninguna parte y teníamos que encontrar necesariamente una senda. Se imponía pues, establecer alguna estrategia, aunar criterios, organizar ideas… Algo.

A medida que transcurría el tiempo algunos empezaron a soliviantarse. La desazón fruto del cansancio, de la falta de agua y de alimentos, pronto harían mella en el ánimo del grupo. Poco a poco, el conjunto empezaba a tomar conciencia de la gravedad del caso interiorizando preguntas sin respuesta. El desasosiego que originaba una posible expulsión con la reprobación que ello comportaba, la familiar la más importante sin duda, era descorazonador y no en los que parecían más pusilánimes precisamente. Aquello parecía en serio. ¿Qué repercusión tendría? ¿Conocíamos lo suficiente a estos curas? ¿Serían capaces de llevar a cabo la amenaza? ¿Qué maleficio se había apoderado de nosotros? ¡Maldita sea!, si no hubiera sido por la dichosa e inoportuna visita, no habría pasado de ser una trastada pueril, una chiquillada; obscena quizá, pero chiquillada al fin y al cabo, y que, ayudados por algún cura contemporizador, que los había, todo hay que decirlo, podría haberse saldado simplemente con jornadas extras de estudio o la privación de alguna cena que otra.

— ¡Venga macho, joder, que no va a pasar nada!—, terció Gutiérrez Puerta.

Para nosotros: el «Puertas». De espíritu indomable. Un rebelde. Una vez que llegó tarde al estudio, en segundo, en Juan de Mena, el Padre Pirallo que era el Director, le endiñó una hostia en pleno estudio sin venir a cuento. Airado, el «Puertas», dijo ir a contárselo al Rector emprendiendo veloz carrera hacia el Paraninfo. Después de forcejear con él para impedirlo, el cura no logró hacerlo en un principio y, siguiéndolo acojonado, consiguió atraparlo más tarde, ya lejos, por el pasillo. O cuando sorprendiéndonos a todos y con «dos pelotas» le reclamó al Barrada la nota de un examen —reclamar al Barrada era poco menos que un suicidio ya que el «genio» lo consideraba de una tremenda osadía, lo probable en todo caso, era que rebajase la nota y aprovechara la tesitura para zaherir despóticamente al insolente pupilo— por considerarla insuficiente, cateándole.

Las clases de D. Alfonso Barrada siempre fueron interesantes y distintas al resto, no exentas de cierto temor eso sí, pues, de todos era conocida su extremada soberbia; pero lo cierto es que las impartía de otra manera, mucho menos prosaica que los demás profesores. Desde Iniciación, allá por el pleistoceno —andaba el hombre con pinta de aquel Dr. Jekill parodiado con acierto por Jerry Lewis en su Profesor chiflado—, en San Rafael, cuando la asignatura adquiría el rimbombante nombre de «Educación Política» y simplemente se trataba de leer a diario un texto de Luiso y su barco María matrícula de Bilbao —aquel libro de J. Mª Sánchez Silva que junto a Martín Vigil enarbolaban entonces la literatura adolescente «permitida»—, desmenuzando el mismo y descifrando los palabros que entonces nos sonaban a chino, así como, hacer una sinopsis pormenorizada de lo leído, hasta Maestría, donde las clases se convertían en pláticas, para nosotros entonces pseudo­subversivas, cuando ya se llamaba «Formación del Espíritu Nacional», loados sean los dioses, que es cuando nuestro gran amigo «El Puertas» osó reclamar al «sabio heterodoxo» la calificación de un examen por exigua, poniendo en duda su infalibilidad. Terrible.
Sí señor, así era el «Puertas», un bizarro, el jefe de los cronometradores de atletismo. Un tipo que no dudaba en echarte una mano si se lo pedías; algunos, gracias a su gestión con la federación provincial, fueron jueces y cronometradores oficiales, eso sí, con unas pruebas específicas de por medio si querían el carné que lo acreditase. Dicho cargo permitía sacar unas pelillas que aliviaba la constante penuria financiera cada vez que se celebraban pruebas. Él se reservaba las mejores actuaciones, como jefe que era, dando las salidas con pistola y todo en las pruebas de velocidad. Era, sin duda, un gran tipo. Un auténtico amigo.

Ese mismo año ya echaron a dos por otear por debajo de la puerta, de noche, las estancias de las mujeres encargadas de la limpieza y otras tareas domésticas, así como a las monjitas. Las «marmotas» las llamábamos, como si nuestra prosapia nos impidiera utilizar otro lenguaje. Como si a nosotros, aristócratas decadentes, nos hubieran condenado a convivir entre aquella ralea.
A otros dos el año anterior. Aún resuenan en nuestros oídos el jaleo que se originó en el despacho del Padre Zabalza —un cura orgulloso de su origen navarro, habitualmente campechano, que se remangaba los faldones para jugar al fútbol con los novatos de San Rafael, ufanándose a menudo de su habitual destreza con el balón—, con golpes y alaridos de reo hasta confesar el horrendo pecado. Pecado de adolescentes. Castigo excesivo, coño.

El horror, la amenaza de la pérdida de beca por expulsión y su reprobación correspondiente, pendían sobre nuestras cabezas como espada de Damocles. Sin ir mas lejos, el año pasado expulsaron a otro por mala conducta —el díscolo muchacho de errática compostura solía vestir «moderno», demasiado ye­yé, a lo Rollings Stones decían ellos, además de ser, ciertamente, algo contestatario. Usaba habitualmente gafas de sol de espejos; de esas que impiden ver los ojos cuando te hablan. Si al menos hubiera vestido como los buenos chicos de Liverpool, antítesis de los «Rollings»…; pero claro, tuvo que imitar a los que sólo ofrecían el lado salvaje de la vida— sin motivo aparente para la expulsión que no fuera, únicamente, la exposición de motivos totalmente deformados. O la necesidad de cumplir, ineludiblemente, un cupo; un porcentaje o cuota de expulsiones ejemplarizantes. Y es que el miedo atenaza a la gente; de eso ha sabido mucho el clero siempre.

La urdimbre y la maquinación flotaban plácidamente entre los despojos de la duda, y el recelo se iba apoderando de algunos —en la partida del pueblo judío hacia la tierra prometida, en pleno éxodo, los escépticos, aprovechando la ausencia del gran guía, arrastraron hacia sí a los débiles entregándose con gran algarabía al desenfreno; fabricaron un becerro de oro y lo idolatraron mofándose de Yahvé—, ya que no digerían fácilmente cargar con el castigo sólo por culpa de uno; de modo que, con aviesa intención deslizaban gestos y mensajes subliminales. El murmullo de sedición se extendía sigiloso de grupo en grupo. Voces quedas, cuchicheos discordantes, gemidos de plañideras. Los lánguidos mostraban sus flaquezas atrayendo hacia sí a los tibios. No podía ser. Aquello no podía ocurrirnos. La aventura que se inició con jolgorio hacía apenas unas horas, empezaba a caer plúmbea como una losa en el ánimo de los timoratos. No podíamos dejar que esta historia perturbada nos hiciera perder los nervios, que las cosas se torcieran haciéndonos zozobrar. Teníamos que asumir que este tipo de sucesos, tocan cuando tocan, y no queda más remedio que apretar los dientes y tirar para adelante. La envidia no asesinaría a la solidaridad. No éramos así. No podíamos ser así.

Un halo de pesimismo embargó a una parte de la comitiva corriendo hasta alcanzar, como un reguero de pólvora, la cabeza. El estupor se tornó en desprecio, y antes de que los más débiles, dueños de la superstición y el miedo pudieran generar confusión y derrota, el grupo fuerte, los carismáticos, los líderes, tomando posesión del mando y haciéndose escuchar, «autorizados», en asamblea, prorrumpieron:

¡A ver, muchachos, atención! ¡Vamos a escuchar todos!
¡Ir pasando la bola!
¡Venga, ir acercándose!

El silencio se fue apoderando poco a poco de los distintos grupos después de muchos sschits y alguna imprecación que otra, del primero al último, haciendo correr el rumor hacia los más alejados; éstos, se acercaron hasta poder congregarse todos aprovechando un ensanche en el angosto camino del canal. ¿Qué pasaría ahora? ¿Se sabría ya la autoría? ¿Se habría descubierto al Buonarroti? ¿Qué irían a comunicar que no supiéramos?

«Hemos pensado…» —empezaron a decir algunos, interrumpiéndose entre ellos por querer hacerlo a la vez; pero dejando inmediatamente que a continuación sólo uno hablara— «…que el que haya pintado el encerado, no tiene que decirlo». Otra vez coincidieron varios de forma atropellada para decir lo mismo, hasta que se hizo el silencio nuevamente. El que había tomado la voz por primera vez, se hizo notar de nuevo con cierta vehemencia, presumiendo de la «responsabilidad» que adquiría, pavoneándose inquieto:

— ¡Que no lo diga ni a sus más allegados!

— ¡No queremos saber quién ha sido!

Y ya se invitaron todos:

— ¡Debemos mantenernos juntos, cohesionados! ¡El grupo nos hará fuertes!

Aquello tenía sentido, sí señor. Esto era, quizá, lo que echábamos en falta. Las voces y los gestos de aprobación y asentimiento fueron la nota predominante; frases como: « ¡No nos pueden echar a todos!»; « ¡A uno solo sí, seguro que va a la puta calle!»; « ¿Cómo van a expulsar a treinta y tantos tíos? —los externos, por su condición, estarían exentos, en principio— ¡Imposible!», se oían con frecuencia como «latiguillos» constantes, como dando la impresión de que, aquel razonamiento salido de unos cuantos, se nos había ocurrido a todos de inmediato. Al unísono.

Aunque aquello, quizá, era lo que menos importaba. Lo importante era que aquel alegato, aquel improvisado gabinete de crisis surtió el efecto deseado haciendo enmudecer la parroquia. La iniciativa fue acogida de inmediato incluso por los más reticentes. Un argumento así vino como anillo al dedo para alejar cualquier recelo. La verdad es que en el fondo, todos queríamos que sucediera algo así, aunque alguien tenía que tirar para adelante, organizando y dotándolo de cierto protocolo. El ánimo se recuperaba fluyendo de nuevo. La tranquilidad de sentirnos arropados y unidos nos llenó de orgullo y, lentamente, la confusión que hasta hacía bien poco se había apoderado de algunos, se disipaba con la misma ligereza con que acudió. Seguro que todo había sido un estado transitorio de ofuscación; un conato fugaz sin verdaderas pretensiones maliciosas. No podrían con nosotros, naturalmente que no podrían, de eso nada.

Al deshacerse la presunta conjura, de nuevo el optimismo se hizo notar. El rumbo a seguir, sin embargo, como un velero en un proceloso mar, no estaba nada claro.
Dirijámonos al arroyo, —apuntó alguien después de un largo rato—.
Eso, ya tendremos tiempo de ir pensando que hacer, —dijeron otros—.

Cayendo la tarde alcanzamos, acuciados por la fatiga, el curso del arroyo. Las aguas bajaban limpias y frescas dejando ver las ovas y los ripios de su lecho; en cuclillas, saciamos la sed como buenamente pudimos. La vegetación rica, plural: juncos, mimbres y cañas. Las lluvias, atrás generosas, había hecho crecer con lujuria las juncias, adelfas y demás vegetación de ribera.

El «recodo», guarecido por los chopos y los alisos que bordeaban su cauce, apareció de pronto apetecible en todo su esplendor. Aquel remanso de agua atrapada por el ensanche de una de las márgenes, había sido testigo mudo de más de un baño en pelota picada; después, con la prenda inédita y fresca a modo de turbante para mitigar el calor, regresábamos temerosos, a hurtadillas, por haber profanado las lindes. Por haber transgredido las normas. Por el miedo a ser descubiertos.

El arroyo Rabanales, grácil y azaroso, discurría con donaire en pos del gran río dejando a su derecha una vasta extensión de praderas cuajadas de encinas y pastos. A su izquierda, una zona cultivada de huertas con árboles frutales: albaricoqueros y ciruelos, testigos mudos también, que habían presenciado en más de una ocasión, impotentes, nuestra intromisión para esquilmar sus frutos. Algunas veces, no muchas por el peligro que entrañaba, nos levantábamos de madrugada abandonando la habitación con suma cautela. Furtivos y a socaire de la noche, consumábamos «el palo»; después, con la recolecta a pié de árbol la introducíamos en alguna zamarra o prenda por el estilo, la anudábamos a modo de hatillo fofo y húmedo para luego, a continuación, partir veloces derrochando adrenalina a borbotones y poniendo el culo a buen recaudo de los perdigones de sal y los tobillos de algún esguince al pisar los secos surcos del arado de la tierra labrada —el terruño
tierno, que diría Juan Ramón Jiménez, rememorando aquellas poesías que el padre Gago nos hizo aprender con gran tino—, hacia las habitaciones. Disponíamos de fruta para varios días. Afortunadamente, los curas nunca nos descubrieron.

A continuación se divisaba un terreno yermo con señales indudables de haber sido productivo alguna vez y expropiado, probablemente, a través de justiprecios miserables por mor del llamado interés público propiciados, presuntamente, por leyes arcaicas y romanas. Bancales baldíos como muestra inequívoca de la migración de las zonas de cultivo a la ciudad, provocado principalmente por el desprecio hacia el trabajo labriego y el ridículo pago del producto en origen, nunca protegido.
Inmediatamente después y ya en terreno universitario, aparecía llena de hojarasca, mugre y, como casi siempre, con restos de agua corrompida, la que fuera coqueta piscina del «Riñón» ahora rodeada de maleza, eternamente olvidada.

Cruzamos nuestro particular Rubicón mientras la luz del ocaso, atravesando el aire límpido, dotaba a la tarde de una belleza inmaculada. No tardaría el crepúsculo, sibilino, en ir alargando las sombras hasta hacerlas desaparecer llevándose consigo aquel efecto estremecedor. A esas horas emprendimos el regreso, abandonando, no sin cierto pesar, las inmediaciones del arroyo.
Éramos conscientes de que teníamos que volver y así lo decidimos. En cónclave. Al fin y al cabo, inicialmente, ya habíamos hecho lo que ellos querían que era abandonar la Universidad; pero, comprendíamos, por otro lado, que aquello no podía continuar. Tendríamos que dar gracias porque entre nosotros también había gente con un elevado grado de raciocinio, de lo contrario, no sabemos como habría terminado todo. Adiós, por tanto, a nuestra isla del tesoro. Quedaríamos, sin remisión, a merced de John Silver y del resto de sus secuaces, Morgan incluido. Adiós a aquel paraje hermoso, para nosotros, de vegetación exuberante para tan simple riachuelo, escenario tiempo atrás de alguna incursión infantil que otra para explorar su entorno jugando a ser unos livingstones cualquiera en busca de las fuentes del Guadalquivir.

Surcando entre penumbras el campo de fútbol oficial de la Uni, alcanzamos las pistas de atletismo. Apostados junto al muro de mampostería que las delimitaba, vimos algunas gentes recogiendo el material deportivo (por decir algo; en verdad, algún balón desvencijado y alguna otra cosa más) y algunos compañeros de otras aulas. Llamándoles la atención a gritos se acercaron y, sorprendidos al vernos, dijeron atropelladamente:

¿Dónde os habéis metido?, ¡Anda que la habéis liado buena!
Los curas están de puta pena, cabreados. ¿Qué vais a hacer?

¿Hacer?, eso queríamos saber nosotros. Sólo nos hacía falta que nos hicieran esos comentarios que tenían que haber venido, al menos, con una mínima ayuda; así que, cuando se fueron y nos quedamos parapetados a merced de los elementos junto a la rústica balaustrada pétrea, nuestra moral comenzó a bajar de nuevo.

Entre deliberaciones de «estrategas» y sin saber muy bien que acciones adoptar, el tiempo se esfumó tan rápido que la noche se cernió sobre nosotros y sobre nuestro ánimo. El frío nocturno, casi húmedo, no tardaría en hacerse notar y a los colegios no podíamos entrar, por tanto, teníamos que plantearnos donde guarecernos; un sitio donde pasar la noche. Las alternativas, sin embargo, no eran muchas, al contrario, más bien escasas e improbables: o la iglesia o el gimnasio; no había más, y ambos sitios con muchas posibilidades de encontrarse cerrados perfectamente. Por la cercanía, dado que tampoco nos convenía deambular demasiado, elegimos el gimnasio. Así que, allá nos encaminamos con la esperanza de que estuviera abierto.

Cruzamos el estadio que albergaba las pistas de trescientos metros de perímetro atravesando sus vetustas calles de ceniza por la recta de los cien. Por la senda de esas cuatro calles se celebraban los días festivos las pruebas con un bullicio ensordecedor. A medida que las surcábamos y como por ensalmo, el fervor del tumulto de aquella masa enardecida por la pasión, pareció reavivarse súbitamente saturando el ambiente y aumentando de volumen como en plena competición envolviéndonos en un halo de nostalgia. Allí, en pleno fragor se despertó nuestra afición al atletismo que era un deporte desconocido para nosotros hasta entonces y que, cuando se competía frente a otras instituciones, animábamos enfervorizados a los nuestros que los había realmente buenos, sobretodo, en velocidad y medio fondo.

Atrás iban quedando las zonas deportivas con su campo de fútbol y sus canchas de balonmano, y las voces del gentío que empezaron a rugir al cruzar las pistas y sólo por nuestra imaginación percibidas, fueron disminuyendo a medida que nos alejábamos haciéndose cada vez menos audibles. Hasta apagarse por completo. La atmósfera densa, de algarabía, que había generado nuestro subconsciente, fue ralentizándose y perdiendo aquella condición homérica que la relacionaba con lo excepcional. Con lo sublime.

Para no despertar sospechas y que no nos vieran vagando como zombies por aquellas diáfanas y solitarias calles, elegimos el campo a través a riesgo de perder algún pié por alguna de aquellas hendiduras y socavones. Surcando un pequeño bancal de algodón y sorteando los caballones y las matas, nos adentramos en el campo de fútbol del colegio: un terreno duro e irregular donde el balón botaba y rodaba a su albedrío sin importarle en absoluto la dirección imprimida y que, por efecto de los baches y algún que otro manojo de hierba, que no césped, trotaba sin rumbo volviendo majara al personal. Allí, por el mismo sitio donde atravesábamos ahora encogidos y silenciosos, tuvo lugar el curso pasado una contienda donde sólo la épica de Píndaro pudo haber narrado en justa medida, cantándola como dicen que sólo él sabía. Nosotros, la selección del «Telesforo» le dimos una «soba» de fútbol a la entonces M2A que trascendió los límites del colegio —en el primer tiempo, claro. Durante el invierno los partidos duraban dos días, dado que, el tiempo disponible entre la última clase y la cena, no daba más que para disputar medio tiempo; en la segunda mitad, nos ganaron. Vaya en descargo nuestro que entre sus filas figuraban varios contendientes del equipo oficial de la «uni»—, eso atrajo la atención de numeroso público, de donde sobresalía nuestra leal hinchada, venido para presenciar el duelo que prometía emoción y espectáculo.

La noche negra como la boca de un lobo no dejaba ver a escasos metros. La luna, con su medio aro incipiente, tampoco ayudaba mucho. Una brisa leve levantó un rumor en las hojas de los álamos que delimitaba el terreno de juego meciendo sus altas copas; detrás de ellos, vislumbramos entre tinieblas la grande y sobria pared del gimnasio que por ser la fachada posterior no tenía ventana alguna pareciendo por ello un descomunal lienzo claro contrastando así con la negrura de la noche. Rodeando por la derecha el austero edificio alcanzamos la hendidura que en su frontal, simétrica, albergaba la entrada.

Las puertas estaban entornadas. La suerte, de momento, se aliaba con nosotros. Las empujamos haciéndolas chirriar provocando con ello un aluvión de sschis onomatopéyicos que resultaron más ruidosos, por contra, que el bronco sonido de los goznes. Acomodándonos como pudimos, hicimos acopio de todo tipo de aparatos que nos valiera para pasar la noche; así que, excepto el caballo y el potro con anillas, todo valía: el plinto, los bancos de listones, alguna colchoneta y, sobretodo, la tarima almohadillada para los ejercicios de suelo, ésta era, lógicamente, lo más solicitado. Procurando no hacer más ruido del necesario —no más allá del clásico: «échate más p’allá» o «a ver donde vas a poner los pinrreles que te cantan cosa fina»— nos disponíamos a pasar la noche cuando oímos voces provenientes del exterior.

En espera de saber lo que ocurría afuera, el silencio se hizo aún mayor y, como quiera que ya era tarde para que hubiese gente merodeando por allí, supusimos que algo extraño sucedía. De pronto, los pasos apresurados, las voces y los ruidos que antes se oían lejanos, se hicieron patentes ahora:

¡Eh, oyes!, ¡chavales! ¿Estáis ahí?, —gritaron a través de un ventanuco frontal—.

¡Los de la M2A! ¿Estáis ahí dentro?, que ya podéis entrar al colegio.

¿Quién ha dicho eso? ¿Estáis de cachondeo o qué? —dijo alguno de nosotros—.

¿Cómo sabíais que estábamos aquí? —dijimos—.

¿Dónde pensábamos que podíais estar, cachondos? ¿En las ramas de los árboles?

¿Dónde está el «Picota»? ¿Y los demás?

Está en su despacho y los demás ya se han retirado. Nos han mandado que os busquemos. Están acojonaos. Antes nos preguntaron y dijimos que no sabíamos nada de vosotros.

Sin fiarnos demasiado, aquellos cabrones podían gastarnos una broma, nos fuimos incorporando mosqueados y, ¿Por qué no?, también esperanzados. Así que transcurridos unos momentos que parecieron eternos —realmente, no creíamos que estuviesen de coña, después de todo, aquello era algo serio—, nos encaminamos con el estupor aún reflejado en el rostro, deambulando como sonámbulos, con ánimos de ir hacia el colegio.

Enfrente, nada más salir del gimnasio emergía, como un espectro, la piscina cubierta (cubierta y cerrada, porque abierta, lo que se dice abierta no la vimos nunca, aunque sabíamos lo que encerraba aquel pabellón) pareciendo, con el alabeo de su tejado, un edificio tenebroso en la oscuridad de aquella noche estrellada. Juntos, vadeamos la otra piscina, la «reglamentaria», la de cuatro metros de hondo —pronto la llenarían, aunque la verdad es que la disfrutábamos poco con todo lo que nos gustaba ya que, entre que la instalación no disponía de duchas y que la depuradora nunca funcionaba, no tardaba en ponerse el agua oscura y pútrida por efectos inherentes a la falta de higiene—, y sorteando el vado de la cuesta de bajada a los recintos culinarios y demás servicios, alcanzamos la puerta de entrada.

Cariacontecidos, no había más remedio que adentrarnos en las entrañas de la bestia donde nos esperaría la reprobación y el rostro acartonado de la esfinge levítica que, con voz queda y mirada torva sentenciaría: «pueden subir a las habitaciones». Eso en el mejor de los casos porque, podría darse perfectamente, cualquier otra arenga subliminal encargada de demoler, como estrategia, todo fundamento identitario.

Y sin embargo no había nadie; nadie nos esperaba en el hall de subida a los dormitorios lo cual podría ser revelador de que algo no se había hecho bien. En el despacho del Director había luz. Estaba allí. Sabíamos que estaba allí, pero no salió.

Iniciamos en silencio el ascenso a través de la escalinata hasta el primer piso, pues tampoco nos subyugaba verle el careto al clérigo. Todo en silencio —no era raro dado la hora—, cruzamos los pasillos de las demás habitaciones que lógicamente estaban todas a oscuras (los mamones estarían todos durmiendo a pierna suelta, seguro, y nosotros con estos pelos y medio muertos de hambre) hasta alcanzar las nuestras.

Derrotados por el cansancio y la presión, porque aunque suponíamos que lo peor ya había pasado, no sabíamos lo que ocurriría mañana. Lo mismo continuaban con la coacción de marras en busca de las flaquezas humanas, de las miserias de algunos. No nos fiábamos ni un pelo. Desde luego iba a ser de las noches más silenciosas de aquel curso.
Tomamos la cama con verdadero deleite y entre el repaso mental del periplo efectuado, el abatimiento y el sonido tenue de una melodía dulzona que el «armario» del Telesforo dejaba escapar —como un ritual, la radio del amigo acudía puntual como cada noche—, seguro que Morfeo, acechando sigiloso, no tardaría en acogernos entre sus reparadores brazos. La realidad curvada por el sueño como en una quinta dimensión nos apresó de tal forma que nos impedía distinguir los acordes de la melodía, pero es probable que hablase acerca de cálidas aguas y acogedoras sombras de cocoteros, seguro que sí, algo así como La playa de Marie Laforet. Si no, cualquier otra por el estilo habría sido lo mismo dado el abatimiento. Fuimos arrastrados pues, mansos, al onírico mundo. Sin poner ninguna pega, vamos.

A las siete en punto de la mañana el altavoz de las habitaciones despedía de forma delicada y débil la acostumbrada música clásica. Clásica y bella. Al comienzo sonaba tan lejana que parecía provenir del mismísimo Salzburgo, aunque todo era producto del sueño. Un sueño tan atroz que, si habitualmente requería ciertas dosis de tiempo extra para despabilarnos, hoy, por si acaso, no podíamos permitírnoslo; así que, aunque era bastante usual que nos tuvieran que echar de las habitaciones batiendo palmas insistentemente, aquella mañana anduvimos prestos y ligeros sacudiéndonos raudos nuestra pereza y bajando sin que nos tuvieran que azuzar ni un ápice.
Seguro que aquella música con la que nos despertaron era señal de un buen presagio, tan bueno, que nos iba a permitir empezar un estupendo día hincando el diente, en principio y con el hambre que teníamos después de no haber ingerido nada la noche anterior, a un suculento desayuno. Después ya vendría lo que tuviera que venir, qué cojones.

Una vez dimos cuenta del pan con mantequilla primorosamente cortado en tiras, empapado con fervor en el rico chocolate, cazado al aire y engullido a continuación antes de que se desprendiera, no nos quedaría otra que prepararnos mentalmente para una nueva embestida. Aquella gente, nos temíamos, no cejarían en su empeño volviendo de nuevo a la carga con sus arengas, coacciones e interrogatorios, en busca del cachondo, del autor «infame» que había enguarrinado el encerado y, de paso, denigrado a la clase educadora delante de unos desconocidos que, escandalizados cual ursulinas, encendieron las malas pulgas del Bombilla. Sólo faltaba que ni siquiera hubiera hecho un buen mural, un graffiti digno de encomio. Que le hubiera salido una chapuza. P’á matarlo, vamos.

Sin embargo, en contra de todo pronóstico, ni ese día ni en los posteriores salió a relucir el tan denostado caso. Seguramente, aquellos curas, atrapados entre el «vértigo» que suponía ejecutar un castigo colectivo tan desproporcionado —inaudito e irrealizable, por otra parte— y no poder disponer de una cabeza de turco al cual aplicar una pena ejemplar, optaron quizá y en contra de su voluntad por el silencio, no sacando a relucir un caso que, pensarían, pondría en evidencia sus dotes disciplinarias.

La verdad es que no salíamos de nuestro asombro; pero, si ellos no lo sacaban a relucir, a nosotros no se nos escaparía nada ni por asomo, después de todo lo que nos habían hecho pasar aquellos tíos poniendo en dificultades nuestra unidad y haciendo peligrar nuestra cohesión. Nuestra gran fortaleza. Algo tan banal había servido, sin proponérnoslo, para dar algunas lecciones de moral a muchos de aquellos tipos que a menudo parecían capaces de redimir la condición humana. Sorprendentemente, jamás preguntaron nada.
Jamás un alarde de compañerismo, solidaridad y altruismo, al menos que conociéramos hasta entonces, se dio dentro de un grupo.
Jamás supimos de un comportamiento colectivo tan generoso y modélico. Jamás supimos quien lo hizo.

FIN

Notas del autor
El presente relato está narrado sin otra pretensión que no sea la de resaltar, fundamentalmente y mediante un suceso ejemplar de un grupo de jóvenes, ciertos valores tan denostados hoy día como la solidaridad y el compañerismo. Si en alguna ocasión se me ha ido la mano resultando «demasiado trascendente» al describir alguna situación, pido excusas por ello; pero la nostalgia y la emoción de revivir escenas y paisajes, no me ha permitido expresarlo de otro modo. Lo siento.
Así como, no es tampoco mi intención, aunque en algunos aspectos parezca lo contrario, hacer una crítica exacerbada sobre la educación «castrense y espartana» impartida por los padres dominicos o.p. —ciertamente difícil y, a veces, complicada y problemática—, vaya desde aquí mi reconocimiento.
Creo que, en síntesis, lo ocurrido queda reflejado con cierta aproximación —naturalmente con la óptica de hoy, porque, fijaros lo que nos importaba entonces «el balanceo de los álamos» o el «aroma de las moras impregnando el camino»; pero existían, eran cosas que estaban allí y no éramos conscientes de percibirlas como otras muchas quizá de mayor enjundia—, aunque hay diálogos y situaciones fruto de la imaginación que han tenido, como único objeto estructurar y dar contenido al relato.
Esto nos ha enseñado con posterioridad, y en mayor medida según avanzan los años, que la vida hay que vivirla con verdadera fruición. Minuto a minuto.
Por respeto no menciono a ningún compañero en especial, y no ha sido por falta de ganas ya que la memoria sigue fresca aún, dado que no quisiera olvidar a nadie. Salvo a dos, por motivos obvios.
Reseñar por último, que alguien ajeno al relato, y después de haber leído éste porque no sabía que hacer con su tiempo, puede preguntarse qué tipo de representación pictórica podía haber en el encerado para merecer la expulsión de toda un aula y si se supo algo del autor. Debo decir que nosotros también nos lo preguntábamos. Al menos la gran mayoría de nosotros, también. Aún nos lo seguimos preguntando y, no sé si algún día lo sabremos.
Vaya como homenaje para todos los integrantes de aquellos dos cursos difícilmente olvidables, en especial para los ausentes. Para los que ya no están.
f. cervantes gil
Granada. 2008.

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