sábado, 13 de septiembre de 2014

Un mundo imperfecto


Si hay alguna vez en que se adueña de mí la angustia y la zozobra es cuando vuelvo a mi pueblo natal, lugar donde permanecí hasta cumplido los diez años. Tal vez sea porque voy tan de tarde en tarde que noto demasiado los cambios en este pueblo tomado por la horda extranjera que ha hecho del viento su fortuna. Entre la melancolía de lo que fue y la realidad de lo que es, media un abismo. La miseria contumaz de garras voluptuosas —propias del neorrealismo italiano y que nosotros no hemos sabido retratar a pesar de tener inmejorables motivos— que acechaba con asirte por cada rincón que asomabas camino a cualquier parte, pasó a la historia; y si a un viejo del lugar le hubieran dicho entonces que el viento que azota a un lado y a otro los sólidos cimientos de la punta más meridional de Europa se iba a convertir en el motor del pueblo, lo habría tildado inmediatamente de loco poseído por el influjo del levante furioso o del poniente sombrío. Sin embargo, esa presunta profecía jamás promulgada por nadie, pude constatarla cuando volví más de diez años transcurridos. Las turbas de surferos ya amenazaban con establecerse como si de nuevo colonizaran el viejo oeste hasta ir quedando todo a merced de su capricho. Al capricho extranjero que son los que mejor aprovechan las veleidades del dios Eolo, único por estos lares.  
Dicen que si logras acceder a la manivela del tiempo y girarla al revés, mostrándote pertinaz, poco a poco irá apareciendo aquello que deseas ver. Así que, cuando me veo deambular de nuevo por esas callejas zigzagueantes, que imprimen cierto carácter, en pantalón corto y con las coronarias libres, creo haberlo conseguido.
Los sitios por donde correteaba mi curiosidad infantil ya no son los mismos y de ahí la melancolía de la que hablo y que se adueña de mí al recorrerlos; y aunque hay rincones que aun se conservan prácticamente igual, rápidamente queda deformado por cualquier elemento otrora extraño y hoy cotidiano que te devuelve a la estampa actual y rompe el encanto de mi memoria como por ensalmo obteniendo el tiempo un significado distinto. Donde antes estaba la tienda de comestibles de Paca «la coneja» ahora hay un pequeño hostal con ínfulas minimalistas; de la casa donde nací, en la que teníamos un pequeño patio y una parra donde no solo los sarmientos pugnaban por sobrevivir, solo quedan las señales junto a una muralla árabe semiderruida patrimonio de la humanidad; de la panadería de Corrales ya no queda ni rastro, usurpando su recinto una gran tienda de marcas surferas; el cine Alameda ya no existe por causa de un Mercadona invasor y lo que fue el bar del «Conilato»… un letrero luce en su vieja fachada diciendo que compran oro. 
Y esto viene a cuento ya que, la última vez que me dejé caer por allí fue la más desazonante de todas porque, al merodear por su vericueto trazado, un aroma inconfundible de domingo tiró de mí con fuerza inusitada hasta lo que fue la casa de un amor infantil e imposible porque la destinataria jamás lo supo. En su lugar, me topé con un impersonal bazar chino atestado de baratijas de a euro la pieza. Un día, en medio de una de las clases, apareció un ángel hija de un oficial del ejército destinado al pueblo. Me enamoré de inmediato. En mi cabeza infantil solo había cabida para aquel rostro sublime que no solo llenaba las horas de clase sino las que dedicaba para seguirla hasta su casa, porque era tal el arrobo de su presencia que me impedía articular palabra con tan solo sentir el influjo de su aureola que, dicen, es un aro con el que Dios dota a algunas personas para poder asirlos mejor en caso necesario. A mí me hubiera gustado poder asirla alguna vez de ahí, o de donde fuese, para ocultarla a las miradas del resto de los mortales o de cualquier otro peligro amenazante como hacía el Capitán Trueno con Sigrid y llevarla allende los mares, a Thule quizá, para poder sentirla solo mía. 

Pasaban las horas y los días contemplándola a tres filas de pupitres con pasillo intermedio sin ni siquiera cruzarnos la mirada y aun así sintiéndome insignificante y diminuto, pero bebiendo los vientos por ella como Petrarca con Laura. Consternado y sin ganas de nada, el suceso no pasaría desapercibido para mi madre que debió advertir algo raro cuando me dijo: «niño, espabila que todavía no has llegado a la edad del pavo, que no sé que vas a dejar para cuando venga». Cómo decirle: mamá ¿no ves que estoy enamorado? Y a ella qué, solo obtendría como respuesta, probablemente, un capón y un «anda niño, que estás tonto». Ni siquiera un gesto de comprensión para mí que era su hijo. Estas cosas las madres no las entienden. Qué sabrán ellas del amor. Y así continuaba un día y otro con mi angustia en silencio ‘rumiando’ una salida hasta que decidí que no podía continuar con aquel tormento debiendo confesar a mi amada lo que por ella sentía. Cuanto antes le haría saber que no podía estar sin su presencia y que estaba dispuesto amarla para toda la vida con el riesgo que eso entrañaba porque era para siempre. Así me zafaría de la angustia que me atenazaba y, quién sabe, a lo mejor hasta lográbamos perder la cabeza juntos y huir hasta donde nuestro amor fuera entendido. 
Al día siguiente el querubín no apareció. Según pude indagar el destino de su padre fue tan fugaz como mi sentimiento, yéndose a algún lugar del que nada supieron decirme.
Vagué por las calles como un autómata. El recoveco trazado hasta llegar a mi casa se me hizo eterno tratando de eliminar de mi semblante los efectos de una fantasía desvanecida. Y cuando mi madre me vio aparecer taciturno y macilento como era costumbre desde hacía unos días, comprendí que nada se había eliminado no advirtiendo, sin embargo y para mi sorpresa, gesto alguno en mi progenitora que desaprobara tal situación. De inmediato entendí que el sexto sentido de ellas le había hecho comprender aquello que me afligía en lo más hondo. Derrotado, como el guerrero tras la batalla, me abandoné en el aroma de su seno. Mamá, ¿por qué no nos vamos de este pueblo?
Francisco Cervantes Gil

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