sábado, 29 de marzo de 2014

Don Alfonso

De pronto, irrumpe ante mí una manifestación entre la llovizna; y me veo envuelto, sin quererlo, en una algarabía bullanguera más propio de una fiesta que de una protesta. Las pancartas, alusivas e irreverentes, pidiendo una educación pública de calidad y sin recortes, rezuman agua y tinta deslavazando el texto. Aquí no hay forma de que las protestas se articulen razonablemente, y así no hay manera de que las cosas se tomen en serio ya que todo parece más un carnaval que otra cosa. Tampoco se trata de convertir la citada comitiva en un duelo rodeado de pompa y circunstancia; pero, viendo las cosas con el festejo que llevan consigo, ¿Alguien puede creerse que estas gentes sufran algún problema?

Lamentablemente, hoy no solo se sale del colegio con un montón de faltas de ortografía y apenas sabiendo ordenar sujeto, verbo y predicado, sino que se llega a la universidad con ese gran hándicap. Como resultado, se produce una falta de vocabulario en los jóvenes que cualquier conversación entre ellos, salvo las manidas excepciones, resulta de una apatía idiomática que tira de espaldas. Y todo por unos sistemas emponzoñados de política e ideología que han lastrado la enseñanza desde un tiempo a esta parte. Antes se salía, después del bachillerato, con cierta cultura general, de manera que en cualquier concurso de radio, televisión, etc., después del tiempo transcurrido, te asombras de saber un gran número de respuestas. Y es que, una cosa es educar y otra instruir. Pero me da que la protesta no va por ahí. 


No ha mucho me topé en el periódico local con un titular que decía: «Las inundaciones que ‘debastan’ China ponen a prueba la gran presa de las Tres Gargantas». Otro día oí como un reputado político pedía en el Congreso: «un poco de ‘urbanismo’, por favor». Otro: «vi la pancarta porque estaba delante ‘mío’». Y así podría seguir hasta llenar este artículo, o lo que sea, con frases altisonantes, palabras ininteligibles y muletillas degradantes provenientes del personal que se presume formado. Si el correcto uso  de la lengua no se exige a quienes lucen sus títulos con pompa y ornato, difícilmente podrá lograrse que lo haga el ciudadano de la calle.
A pesar de mi vasta incultura y albergar hondas carencias gramaticales, que le vamos a hacer, hay cosas que por flagrantes, llaman mi atención y despiertan mi curiosidad algo dormida últimamente. Y es que los ejemplos que nos adornan día a día hablan por sí solos.

Los políticos los elegimos para que nos representen y sepan hablar en público, aunque hay pocos que se atrevan a hilvanar tres frases seguidas sin mirar un papel. Y, desde luego, los que utilizan la lengua como instrumento de trabajo, habría que exigirles cierto interés y decoro en el empleo del lenguaje. 

Dicen que lo habitual llega a convertirse en normal, y de tanto ver las cosas mal escritas y con faltas de ortografía (que aun con nuestro nivel las advertimos) pueden llegar a confundirnos, consiguiéndolo de hecho en algunos casos.  
Cuando me enfrasco en la lectura de un libro, a veces me evado de la temática porque solo me fijo en el manejo que del lenguaje hace el autor. A nuestro nivel se ignoran palabras por doquier, como ya he dicho, aunque siempre ha de imponerse la consulta; pero al nivel de ciertos sujetos que tienen que velar por el idioma, esta ignorancia debiera ser imperdonable. Decía d. Camilo José Cela: «nunca se llega a dominar un idioma por completo; ni siquiera el vernáculo. Por eso hay que manejar constantemente el diccionario como herramienta de trabajo». 

La lluvia en otoño siempre trae un aire de nostalgia y eso me ayuda a transportarme a mi más tierna infancia. Así que, una vez pasada la marabunta ‘manifestera’ me dejo llevar por ese aire que lava el alma y…

Aún puedo ver a d. Alfonso escribiendo en el encerado, en aquellos tiempos en que se premiaba la caligrafía primorosa, la oración que, extraída de algún texto, iba a ser la protagonista del análisis morfológico del día. Nos inculcaba la ortografía a través de unos dictados aderezados de una fonética y una prosodia  muy peculiares, creando un vínculo indeleble entre lo pronunciado y lo escrito ya que diferenciaba la uve de la be, la elle de la i griega, la te intercalada, etc. Aprendimos así, no solo a escribir castillo, sino que también aprendimos a pronunciarlo. Con el paso del tiempo fui descubriendo que el recurso didáctico empleado por el viejo maestro, unido a cierta afición por la lectura (los tebeos también hicieron mucho), sirvió para que pudiésemos escribir con una letra legible (gracias a los cuadernos de caligrafía de Rubio) y una ortografía razonable. D. Alfonso era andaluz, y eso, quiérase o no, suponía cierta dificultad al pronunciar los vocablos, pero gracias a su actuación que como un actor imprimía con verdadero énfasis, su impecable castellano al dictar parecía provenir de la alta planicie. Pues no solo la morfología de las palabras es importante, sino también la fonética. Aquellos recuerdos que afloran como un torrente ante la trivialidad con que a menudo nos inundan ciertos planes de estudios al socaire de la ideología política que en cada momento toca, chocan con la pobreza idiomática con la que a menudo te encuentras. 

No es necesario mencionar que d. Alfonso no solo daba clases de Lengua al languidecer la tarde, sino que aprovechaba los albores del día, donde la mente despierta, para tratar de que comprendiéramos el principio de Pascal o el de Arquímedes. Solía desenrollar un viejo mapa que pendía de guita y alcayata, para recitar, con ánimo de que repitiéramos todos, los cabos, golfos, mares, cordilleras y capitales de los países que cabían dentro de aquel desvencijado hule cartográfico, de modo que nos ufanábamos de conocer la geografía del país y del extranjero sin haber atravesado ninguna frontera. Se entusiasmaba contando cualquier batalla histórica, y bajaba el tono cuando de relatar un episodio de la Historia Sagrada se trataba. Por último, se empeñaba en la conjugación de los verbos mientras flotaba en el ambiente la hora de salir en estampida en busca del Vita cal. A d. Alfonso siempre le recuerdo envuelto en una áurea egregia. Tal vez contribuyera a eso su pulcritud e impecable indumentaria, sus gafas ahumadas de miope o, simplemente, era el respeto que se le tenía muy lejos del compadreo que impera hoy en día. Sin duda era cosecha propia de gran pedagogo, porque el hecho de tener a d. Alfonso como único profesor durante varios cursos, ya que sólo cambiábamos de enciclopedia, contribuyó muy mucho a cuanto digo y expongo. Fue, en definitiva, un maestro de los que te marcan y recuerdas toda la vida porque  si quien te lleva de la mano es un maestro carismático y enamorado de su noble oficio, todo resulta más fácil.

¿Qué ha cambiado ahora en la enseñanza para que se den lugar estas manifestaciones y estas huelgas? Llevamos tropecientas leyes educativas de parecidos acrónimos que solo han servido para devaluar la enseñanza hasta llegar aquí, y todas con fecha de caducidad. Pues no ha cambiado nada, sencillamente sucede que todos los gobiernos prefieren un sistema educativo de adoctrinamiento ideológico o religioso que configure un pueblo aborregado; un individuo que piense por sí mismo es potencialmente un peligro para ellos, por eso tienen que elaborar leyes que les cuiden las espaldas. Pero algo habrá que cambiar, no se puede seguir con lo de hasta ahora. Según dicen, los que saben de la cosa, no solo estamos a la cola de cualquier informe o ranking evaluador, sino que tampoco hay una universidad con un prestigio internacional mínimo. La cultura del esfuerzo —siempre que no sea un señuelo— habrá de rescatarse, de manera que se premie e incentive al que se esfuerza y no el aprobado general a mogollón. Alguna vez hay que empezar desnudándolo todo de cualquier atisbo ideológico y tendencioso. Ni lo que se pregona en las pancartas ni lo que se pretende adoctrinar de nuevo debe darse por bueno ¿No se constituyen comités de sabios o de expertos, o de vete a saber tú, para cosas que al final no tienen ninguna trascendencia? Pues aquí vendrían que ni al pelo. Aquí es donde existe verdadera relevancia. 

f. Cervantes gil. 

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