miércoles, 7 de noviembre de 2012

El recodo


El aire húmedo del camino que bordea el arroyo hacia la estación, ¿por qué la habrían situado tan lejos?, le venía de perlas para su rinitis estacional. Pero no sólo por eso emprendería la caminata a lomos de él, sino por el deleite que la sola contemplación del paisaje le proporcionaba. El disfrute de la belleza es un bien intangible que no responde a parámetro objetivo alguno, de modo que el sentimiento provocado por una relación tan estrecha con aquel medio, había condicionado hasta su forma de vida. La mañana fresca y de incipiente luz, que no tardaría en tornarse intensa, invitaba a la reflexión, por lo que no le importó cubrir el camino a pié a pesar de la distancia. 

Una brisa suave le acariciaba el rostro. Limpiaba su mente y la dejaba presta para acoger el alegato de actividad probatoria que expondría en la vista oral a la que se dirigía. Se presumía como la batalla final de un asunto ciertamente desmesurado. Se trataba de desmantelar jurídicamente lo que en otros tiempos ya lejanos habría bastado con sólo aplicar la razón. 

Así que, como no hacía nada más que darle vueltas al asunto, aquel largo paseo, en contacto con la naturaleza, le ayudaría a madurar la argumentación que, como abanderado, le correspondía. 

Aunque la enfermedad terminal de su mujer le atormentaba en lo más profundo, no había tenido ningún reparo en enfrascarse en aquel proceso, que consideraba de vital importancia para la zona, sacando tiempo de donde no lo había. De estilo poco ortodoxo, basado en un gran sentido común, concitaba la admiración unánime de la comunidad por su proceder y erudición, de ahí que fuera designado como el paladín que les hiciera salir airosos de aquel inesperado conflicto: el clásico maridaje político-económico había desembocado en un oscuro negocio con intención de construir una mega urbanización con campos de golf incluidos, en aquel paraje tan querido, todo ello aderezado con una demagógica y miserable campaña en la que seducían a la población con sinecuras y negocios por doquier, en un falso alarde de altruismo desmedido. 

Al rayar el alba el sol ilumina tímidamente la campiña. A medida que se eleva y avanza, despierta a su paso las retamas de olor que pueblan el camino, perfumándolo. Este desciende ligeramente hasta desembocar en un paraje exuberante donde la vegetación se adueña por entero. Una gran cantidad de especies arbóreas irrumpen en todo su esplendor jalonando el manto verde que les sirve de sustento. Enseguida se percibe el inconfundible susurro del humilde cauce que serpentea con denuedo, merced a un trazado sinuoso horadado con tesón, hasta detener su curso en un remanso donde encuentra un buen y merecido descanso. Rodeado de un sustrato rico en nutrientes, El Recodo encierra una gran biodiversidad vegetal cobijo de vida y color sirviéndole descansar después de la dura brega. Piensa entonces en la suerte que ha tenido de seguir anclado a su raigambre natural, salvo en su época de formación y desempeño profesional, viniendo a su mente como un tropel todas y cada una de las vicisitudes padecidas. Decidido a plantar una dura batalla, mostraría toda la contundencia expositiva de la que era capaz y, en pleno éxtasis ensayaba su comparecencia en la vista preliminar, como si ya estuviese en ella, con gestos vehementes en su deambular solitario. En ella, tendría que mostrarse cauto y atenerse al más riguroso tratamiento oficial: «Con el debido respeto, señoría, entendemos que los señores políticos se encuentren seriamente ‘consternados’ por el devenir económico de la zona, pero confiamos en que su señoría tendrá a bien considerar, al tratarse de un espacio natural protegido, la no idoneidad de la construcción que se pretende por el daño medioambiental que lleva consigo, debiendo dirigir sus ‘especulaciones’ hacia otros lugares más idóneos, que los hay, donde soporten mejor este tipo de ‘atentados’. Que busquen y estudien que para eso se les paga». ¿No quedaba algo duro? Hay que tener mucho cuidado con estas cosas y mostrar cierta cortesía porque, si por cualquier injerencia se hieren susceptibilidades, podría ir en detrimento de la causa y eso no se lo permitiría. Incluso, ya lanzado, se atrevería preguntar a su señoría, con la venia, claro: « ¿Por qué, señoría, cuando de crecimiento económico se trata, lo primero que se sacrifica es el entorno natural?» Y terminando así, por ejemplo: «Desde aquí, señoría, proclamamos que preservar el medio ambiente es preservar el futuro y, por ende, la vida». 

— «Visto para sentencia»—zanjó el juez después de remangarse las amplias bocamangas de su raído terno y rascarse la punta de una nariz sospechosamente púrpura. Debía tenerlo muy claro el preboste para sobreseer así el caso y, tan solo, tras aquellos preliminares. Inmediatamente se vio rodeado por sus seguidores que no cejaban en parabienes y ánimos victoriosos. Sin embargo, una sombra de pesimismo se cernió sobre él al advertir cómo sus contendientes se abrazaban eufóricos lanzando hacia ellos murmullos y miradas cargadas de odio. 
Declinó cualquier celebración emprendiendo raudo el camino de vuelta. Sirvió como excusa el estado físico de su mujer, postrada como estaba por su enfermedad terminal, necesitando cada vez más de sus cuidados y compañía. De nuevo en la estación retomó el camino de vuelta a casa no sin antes pasar por su sitio preferido donde, durante su estancia, parecía detenerse el tiempo. En aquellas horas, El Recodo ofrecía su mejor estampa; los chopos esparcían su sombra generosa y el fluir del agua constituía el mejor aderezo para la mejor sinfonía. Desde allí, absorto en la lectura, había partido en innumerables ocasiones hacia sendas inciertas. Lejos, muy lejos. 

De repente, una bandada de estorninos surgió de entre los árboles oscureciendo por un momento el cielo inmaculado, y un rumor en las altas copas se encargó de llevar en volandas el desatino. De lejos, no pareció más que el sonido de un simple petardo; tal vez, ni siquiera eso. Pero una mancha carmesí a la altura de la sien delataba el infortunio. Creyó elevarse y apremiar el paso, consiguiendo solo mover algún dedo de su pié. Sintió que sus manos no obedecían, que escapaban. Ni el deseo pudo llevarlo en volandas. Perturbación y misterio. Pura nebulosa. 

El sujeto limpió el arma con destreza, al igual que un poco antes había hecho al taladrar el cerebro de la esposa, depositándola en la mano inerte cuidando que las huellas del finado quedasen impresas en la culata. Luego, en medio de una frialdad inquietante y con extremo sigilo, desapareció como alma de leviatán río arriba confundiéndose con las sombras, porque, hasta el crepúsculo, portador de las últimas luces, parecía ayudarle en el empeño. 

Lloran las acacias. Las sombras desdibujan la línea de las choperas que invaden las márgenes, y una extraña neblina comienza a extender sus tentáculos por las sendas del valle. La bruma nocturna, haciendo acto de presencia, se posará sobre el recodo como un sudario.












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