Nada más estacionar el «ingenio» junto al arroyo Rabanales, cubriéndolo de maleza autóctona hasta desapercibirlo, un eco familiar llegó hasta mí. Nítido, como un reclamo. La atronadora ovación no podía proceder de otro lado que de las pistas de atletismo. Y hacia allí me encaminé, raudo, dispuesto a no malgastar ni un minuto de contemplación; ni un rostro; ni tan siquiera un gesto. Consciente de que antes de que te percates ya es otro instante, no estaba dispuesto a perderme ni un ápice de todo lo que aconteciera.
El viaje había sido relativamente breve, y alterado solo, si se puede llamar así, por la extraña sensación de compresión que se experimenta al curvar el espacio y trepanarlo; pero, como ya me habían advertido de tal efecto, no supuso gran inconveniente. Mayor problema tuve en ocultar la nave esférica, individual y de un solo uso donde me introdujeron con calzador, pues, me habían prevenido hasta la saciedad, dentro de un cúmulo de cosas, que su interior no debía ser contaminado si se quería retornar con éxito. Viajar al futuro no era posible ya que éste, por no haber ocurrido aún, era solo una entelequia metafísica; pero, al pasado, si que se podía. Hacía ya algún tiempo que los llamados «túneles de gusano» (atajos a través del espacio-tiempo) se habían materializado haciendo posible uno de los mayores sueños del ser humano, tal como había venido anticipando la revista Time. Atrás quedaban, por obsoletas, las velas solares que atrapaban los fotones para su propulsión y los motores de magnetoplasma; y se habían resuelto, con extraordinario éxito, los enigmas, tanto de cómo curvar el espacio para poder cubrir distancias siderales, como las máquinas a utilizar que superasen la gravedad cuántica e hicieran posible la 4ª dimensión. Empleé gran parte de mis ahorros para el viaje de mi vida sumergiéndome en aquella aventura con embeleso. La fascinación junto al delirio inusitado que me embargaba hacían superar cualquier riesgo, y la experiencia de volver a verte a tan temprana edad junto a todos tus amiguetes de entonces, no solo prometía ser entrañable sino excitante.
Emprendí camino hacia el recinto deportivo tras el rastro de los gritos de júbilo que emanaban de él sintiendo en la piel los efectos de una mañana fría, pero de luz intensa. El olor a tomillo y azahar, mezclado con el de los juncos de ribera, impregnaba el aire húmedo que saturaba el camino. Según lo trazaba, resultaba todo tan familiar que parecía no haber transcurrido el tiempo.
Aunque los seis años de mi estancia en la UNI permanecen indelebles, fueron los dos primeros los que dejaron una huella mas profunda, como una cicatriz, que el paso del tiempo no ha sido capaz de borrar; de modo que no tuve especial problema para elegir la fecha de un viaje que se antojaba apasionante; y si la coordenada seleccionada era correcta, debía estar corriendo el segundo trimestre del curso del 63. Tras el primer curso del año anterior, ya ejercíamos de veteranos frente a los de nuevo ingreso, y es que estar dos cursos en el colegio San Rafael dotaba de cierto prestigio. A los trece años casi todos los misterios quedan por desvelar adquiriendo la formación especial relevancia. Atenazados entre aquella enseñanza contrita y clerical y el sentimiento de culpa de la que suele ir acompañada, circulaba entonces, subrepticiamente, un manualillo con el título: El libro del joven, que corría en nuestra ayuda pretendiendo ahondar en los misterios de la sexualidad y quitando hierro a los placenteros estertores nocturnos llamándolos «poluciones», pero sin desentrañar la relación existente entre los otros estertores —los diurnos— y los granos en la cara con punta blanca y todo.
A medida que me acercaba a las pistas, un cúmulo de emociones hizo presa de mí acelerando el ritmo cardiaco. En medio de tal embargo, un tropel de preguntas se agolparon en mi cerebro: ¿Y si no estuviera allí? ¿Estaría por el canal fugándome la misa? ¿O me habría dado por bajar a Córdoba? Esto último lo descarté recordando que a Córdoba se solía bajar por la tarde; un domingo por la mañana, me dije, no podían estar en otro sitio que no fueran las pistas porque eran el punto de encuentro de casi todos y, porque, además, era donde podías disfrutar, una vez a la semana, de las competiciones frente a otros colegios foráneos. Aquí jaleábamos a nuestros atletas con alborozo y gritábamos a los rivales con acritud. Esas cinco calles de ceniza, en las que Píndaro hubiera sentido la más fuerte de las envidias, se poblaban de un público vocinglero y bullidor que aceleraba nuestro entusiasmo por el atletismo como más tarde quedaría patente. Y allí estaban. En la recta de los cien, inconfundibles, animando a un tal Malagón que corría los mil quinientos y siempre ganaba. Entonces, un deseo irrefrenable me asaltó a pesar de los inhibidores suministrados y del constante «deseo irrelevante, deseo irrelevante» repetido por el software de a bordo. De buena gana habría corrido a abrazar, uno a uno, a aquellos chiquillos entrañables arguyendo cualquier excusa peregrina; pero recordé el ritual pronunciado: «Los inhibidores orgánicos suministrados, impedirán toda participación activa; cualquier deseo pasará a situación de irrelevancia». Por tanto, aunque uno se lo propusiera, nada podía interferir en el devenir de los acontecimientos. Trabajo que me llevó tal empeño, sobretodo, por las miradas inquisidoras que me lanzaban yo mismo y el resto de mi pandilla. Recuerdo vagamente que me pregunté entonces quien podría ser aquél señor de aspecto melancólico que no perdía ripio de nada. ¿Sería alguien puesto por los curas para espiarnos? No te podías fiar de aquellas gentes de tan férrea disciplina, aunque lo más probable es que fuese algún familiar, el abuelo de alguno quizá, como era domingo…
Más tarde, abandonaron el recinto homérico encaminándose, probablemente, hacia los comedores. «El refectorio» como gustaba llamarlo con voz aflautada, merced a la mella en los incisivos superiores, el ubicuo padre Tarjetas, llamado así por el arte que tenía para quitarnos la tarjeta de entrada al cine a la menor ocasión. Separé, aún más, la distancia respecto al grupo pensando en retomarla más tarde, pues no podía reprimir el deseo de «acodarme» en la barra del quiosco para saborear un bocadillo de mejillones entre aromas a celtas cortos y antillanas, mientras que un desvencijado transistor Sanyo, que pendía de una alcayata, desgranaba el love me do de los Beatles. Posteriormente, me dirigí hacia Luis de Góngora donde pasé, ya de «mayor», dos cursos inolvidables. Vislumbré a lo lejos al «atribulado» padre Erviti paseando con su sempiterno libro entre las manos sin saber como podía hacer ambas cosas a la vez sin que se diera de bruces con las zahorras del camino; y me crucé con el padre Izarbe que me miró displicente y con pinta de no entender nada, pero respondiendo a mi saludo. Crucé ante los comedores, aún vacíos, camino de San Rafael, y allí sorprendí al padre Zabalza apostado en el umbral de entrada con su mirada incisiva que parecía desnudarte y aturullarte hasta parecer minúsculo. Casi me choco con el ‘infantiloide’ y aturdido padre Cea y tentado estuve de contarle mi increíble viaje, a través del espacio silente, en la seguridad de que solo él lo entendería, pues, a mí nunca me pareció un loco, sino un bromista irredento. En el refectorio, el afable padre Cirilo lograba un momentáneo silencio durante la bendición para ser turbado inmediatamente después, por el jaleo de varios centenares de gargantas prestas a engullir. Esperé a que termináramos ¿o a que terminaran? apoyado en el dintel de uno de los grandes ventanales frente al comedor escudriñando todo lo alcanzable, pues, solo disponía de un día y tenía que aprovecharlo.
La tarde discurría plácida. Seguía a distancia los movimientos de mí y de mi pandilla, escrutando con embeleso y cariño exquisito el rostro y las reacciones de cada uno de ellos, tratando de pasar lo más inadvertido posible. Atisbaba con fruición y desmenuzaba despacio los minutos lamentando no poderlos ralentizar para dilatar la estancia. Así transcurrió el tiempo hasta la subida a los dormitorios donde no pude, obviamente, acudir, pero que me podía imaginar como el padre Nemesio, aquel armario de dos cuerpos o.p., impondría silencio a base de hostias, pues, no sabría decir si fue aquella noche u otra, cuando recibí una junto al resto de la habitación por, según él, armar cachondeo. No sirvió excusa alguna. Tras la «caricia» fue como meter la cabeza en una escafandra.
La luna llena dotaba de un halo de misterio el camino de vuelta al «ingenio». Temía que, como en el cuento, toda la magia desapareciera mediante un chasquido de dedos. A mi espalda, un leve rumor en las ralas copas de unos álamos cercanos me hizo girar la cabeza admirando, una vez más, el sobrio «skyline» de la UNI bajo un hermoso cielo plateado. Tiempo después, cada vez que veía emerger en lontananza la torre de la iglesia camino hacia alguna parte, notaba que algo despertaba en mi interior.
— ¿Paco, te pasa algo? ¿Es que no piensas levantarte en todo el día?
La voz de mi mujer, como salida de la ultratumba, me sobresaltó; y mientras la miraba sin saber quien era ella ni como me llamaba yo —una extraña sensación que no me ocurría desde mis años mozos donde el sueño pertinaz no había quien lo saciara—, me interpeló de nuevo: «No olvides, mientras bajo a por el pan, hacer tus ejercicios, que luego no hay quien te quite la forma de la silla». «Ah, las pastillas no las olvides, que luego dices tonterías». «Dios, qué pena tener que llegar a viejos».
Excelente relato, mezcla de ciencia-ficción y humor berlanguiano --un género casi inédito-- de mi amigo Paco Cervantes que escribe mejor de lo que él cree, como ya le he dicho personalmente en alguna ocasión.
ResponderEliminar¡Ánimo Paco que lo de menos es que haya ahora tantos escritores famosos que escriben mal!
Sergio Coello