
Fue a la entrada de aquella maldita curva. Un poderoso haz de luz lo cegó, tan súbitamente, como el rayo que fulmina al árbol.
Amén del trepidante paso de la película de su vida, aquel fogonazo debería haber sido su último recuerdo. Aunque desde sus tiempos de estudiante sabía los efectos que produce la soldadura al arco si te sorprende la vista aunque sea de soslayo, no le pareció, sin embargo, que fuera para tanto, y menos cuando vio que no era la ‘eléctrica’ la que utilizaba el operario, sino el oxicorte con soplete. En este desguace tan desordenado no habrá quien encuentre nada, se dijo, mientras sorteaba hierros y chatarra de aquel lugar asfixiante. Ya podía despedirse de las llantas de aleación ligera que buscaba ante el caos reinante del lugar. Porque debía ser para eso por lo que estaba allí, aunque, a decir verdad, andaba un tanto ofuscado en aquel paraje donde la temperatura subía y el aire escaseaba por causa, probablemente, de aquel tipo y su autógena que desbrozaba metal a destajo. Tenía que salir de allí si no quería resultar intoxicado por el olor a escoria; para ello, solo tenía que sortear un gran balón de lona que se interpuso entre él y una extraña salida que no era más que un arco de hierro con señales inequívocas de haber sido cortado en el acto. El obcecado individuo del soplete parecía perseguirle blandiéndolo con destreza de ninja a juzgar por los arabescos imposibles que trazaba ante sus maltrechos ojos. Y en su precipitación por eludirle, supo que no podría atravesar aquel canal angosto si no giraba ligeramente la cabeza ganando así el camino hacia la oficina. Una vez allí, ya se encargaría de recriminar al operario de la báscula el que le hubiera enviado a un sitio tan inhóspito.

Mientras la prole se divertía con las ocurrencias de sus progenitores que parecían salir de una comedia televisiva, los entrantes hicieron las delicias de todos pues hasta de pizzas los había, pasando por hamburguesas, patatas fritas y demás grasas saturadas que él tanto aborrecía. «Alberto, tú deberías pedirte un pescadito a la plancha» volvió su mujer a la carga en plan cautivador. De eso nada, enfatizó. Vosotros atiborraros con la comida basura que tanto os deleita, que lo que yo voy a hacer es zamparme unas cigalitas que no se las va a saltar un gitano. «Jesús bendito, y serás capaz de seguir alimentando el ácido úrico, como tienes poco». Naturalmente, de perdidos al río. De todas formas el dolor no cesa, así que me voy a poner como el ‘quico’, respondió retador y altanero ante el alborozo de sus hijos, y porque ya era hora de que el padre abandonara su dieta estricta en un acto de anarquismo doméstico, que tanto mola a la juventud, tomándose la licencia que se merecía. «¡Bien hecho papi!». Y además un buen vino, a ver si se me pasa el frío que me inunda, se dijo ante el estupor de su mujer que no daba crédito a que su marido, tan estricto, ordenado y serio, fuera capaz de portarse así delante de los niños. Ya son mayores, Encarna, y no pasa nada si por un día nos lo pasamos bien ¿verdad chicos?

No sabría decir si fue por los efluvios etílicos o por el fragor de la fiesta, pero el caso es que notaba como la temperatura de la sala subía y subía hasta hacerle abandonar aquel frío que casi le paralizaba. Y hasta el dolor del dedo gordo desapareció como por ensalmo. Sin embargo, fue entonces cuando un deseo irrefrenable por salir de allí se apoderó de él, aunque no acertaba a decírselo a su mujer. Por muchos aspavientos que trataba de hacer, por mucho que intentó subir la voz que parecía no salirle de la garganta, no había manera. Algo extraño impedía relacionarse con ella.
— ¿Es éste? — preguntó el operario después de deslizar hacia sí el largo cajón de acero cincado.
— Sí — respondió la interpelada con un susurro.
El empleado de la morgue procedió a desanudar la anónima etiqueta que pendía del dedo gordo del pié del maltrecho finado, con ánimo de actualizar los datos, dejando al descubierto la honda huella efectuada por el sádico bramante. No tuvo por menos que comentar jocosamente para sí: «si no fuera porque está hecho un eccehomo, juraría que alguien ha tratado de cargarse a este tipo por el pié»
Francisco Cervantes Gil