Autor:
Francisco Cervantes Gil.
Dirección:
C/ Compositor Luis Megías 10 (Los Cisnes. Blq.1, 3ºB).
18006. Granada.
Tlfnos:
958 815053 y 666 414376
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EL SÍNDROME DE BOABDIL
Era éste un diciembre frío. El más frío —decían— de los últimos cincuenta años.
Qué extraña paradoja, siempre le pareció absurdo que los indigentes deambularan por ciudades de clima hostil y gélido como aquella, en vez de hacerlo en zonas templadas.
Él, que había sido todo un señor, ahora se veía inmerso en la misma mierda de la que tanto había despotricado, por creerse estúpidamente invulnerable. Todo sucedió rápido; tan rápido, que la vorágine ludópata engulló su voluntad en una espiral sin salida.
La presencia ineludible de la debacle alucinógena después, le asió tan fuertemente a su grupa, que no se cansó de cabalgar a lomos de aquel ácido asesino hasta que le terminó socavando el alma.
Le alejó del trabajo y la familia, y así terminó todo: aquellos que habían permanecido juntos por amor, ahora tenían que separarse por la desgracia. Fue el ultimátum de Ángela, su adorada Ángela, su querida esposa.
Aterido de frío y con la esperanza de que el cajero automático que había estado oteando la noche anterior no estuviera ocupado por cualquier otro indigente, encaminose hacia él ya que no quería volver, ni por lo más remoto, al siniestro rincón donde todas las noches tenía que disputarse el lecho con los demás parias; pues esa noche, precisamente, no era cuestión de pasarla a la intemperie.
Las prisas y la debilidad, entorpecían su paso. El miedo a perder un refugio cubierto que le ahorraría los cartones y otros elementos de abrigo, le atenazaba. Así que, con el corazón en un puño, cubrió raudo la distancia a pesar del gentío propio de las fiestas.
Los rostros coloreados por destellos de guirnaldas con los que se cruzaba, eran de autómatas con sentimientos bajo mínimos.
Comprendió entonces por qué había andrajosos también en las ciudades frías y desangeladas, pues como le sucedía a él, ya no les quedaban energías para buscar otros rumbos, éstas se fueron perdiendo por el camino del hastío y la desesperanza.
Su instinto de conservación, no iba más allá de alimentarse con las monedas de algún alma caritativa o de algún incauto, quién sabe, y tratar de guarecerse en las noches del invierno crudo.
Su adorado cajero estaba vacío; así que, expectante y con las orejas todo lo tiesas que el frío le permitiera, esperaría a que entrase bien la noche. Mientras, aprovecharía para recolectar algunas monedas colgándose al pecho el mugriento cartel de trémula escritura, pues, en las fiestas de Navidad, la gente suele ser proclive a soltar la guita.
Al menos una vez al año, aquellas gentes miserables y compungidas invadidas por el fantasma de Mr. Scrooge, soltaban alguna moneda que otra. Estaba sobrio. Hacía tiempo que no se metía nada y eso le permitía discurrir razonablemente.
Tiempo atrás, había llegado a cotas inimaginables, hasta el punto de poner la navaja en el cuello de algún boqueras para que aflojase la pastizara. Otras, confundido entre el tumulto, trataba de hurgar en alguna faltriquera que otra, aunque en esto, la suerte siempre le resultó esquiva. Forzó la puerta del cajero con la habilidad de un caco. El tibio ambiente de la estancia le envolvió súbito, acariciando su rostro pulcro de ejecutivo.
Restregó los zapatos en el felpudo de la entrada como solía hacer siempre, y al atravesar el umbral, quedó absorto contemplando todo lo que creía haber perdido producto de un sueño maldito, hasta que el aura del hogar le invadió por completo.
La reconfortante sonrisa que siempre le dispensaba Ángela cuando llegaba, como preludio al cálido beso, le hizo más feliz que nunca, y el tropel de los niños recibiéndole alborozados, le hizo volver a una realidad de la que nunca debió salir. Como siempre sucedía a su llegada, ella se relajaba tanto dejando los pequeños a su recaudo, que su bello rostro adquiría el tinte y la luz que a él siempre le arrobaba.
Le recriminó que hubiera tomado en serio sus palabras y que se hubiera ido abandonándolos a su suerte, a ellos que tanto le querían. A pesar de todo —trató de razonarle—, habrían salido del pozo como tantas otras veces lo habían hecho en base al cariño que se tenían. Así que, con ánimo de recuperar el tiempo perdido, se dispuso a terminar la decoración del árbol de Navidad que los críos habían tratado de decorar con escaso éxito; después, ya se encargaría de preparar la mesa y de los otros menesteres…
La cena resultó fantástica, y cuando se apagó el eco de las panderetas y los villancicos y quedaron solos frente al titilar de las velas, dieron rienda suelta al amor que no habían perdido.
Súbitamente, un dolor horrible le trepanó las entrañas. Sintió cómo, nuevamente, la punta de una bota se hendía, de forma inmisericorde, en sus costillas al tiempo que le increpaban: «¡Maldito bastardo, vagabundo de mierda, lárgate y que no se te ocurra volver o te moleré a palos!», le gritaba furioso el guardia de seguridad, empujándole a empellones hasta casi atravesar la puerta sin necesidad de abrirla.
Retorciéndose de dolor y sin poder mascullar insulto alguno porque hasta el aliento le faltaba, anduvo a trompicones hasta que pudo apoyarse en la pared del otro lado de la calle. Cuando recobró el fuelle y pudo jurar hasta en arameo y ya a recaudo del poderoso tirano, un tropel de rondallas tardías le atropelló hasta perder el equilibrio y dar con su cuerpo ajado y maloliente en el duro pavimento.
Sus atrofiadas pituitarias no acertaron a distinguir los efluvios nauseabundos del rincón al que fue a dar de bruces. Allí quedó abatido y exhausto sin que nadie se apiadara de su estado entre la mofa del grupo que lo derribó y que fue perdiéndose entre la bruma matutina con la misma algarabía con que apareció.
Incorporándose como pudo y culpándose con reiteración de su infortunio, lloró desconsoladamente como nunca lo había hecho por no haber sabido defender todo lo que tuvo.
Allí quedó por largo tiempo ante la indiferencia de los pocos transeúntes de aquellas horas. A nadie le llamó la atención.
En aquella ciudad inhóspita y desalmada, a nadie le importó lo más mínimo.
Era éste un diciembre frío. El más frío —decían— de los últimos cincuenta años.
Qué extraña paradoja, siempre le pareció absurdo que los indigentes deambularan por ciudades de clima hostil y gélido como aquella, en vez de hacerlo en zonas templadas.
Él, que había sido todo un señor, ahora se veía inmerso en la misma mierda de la que tanto había despotricado, por creerse estúpidamente invulnerable. Todo sucedió rápido; tan rápido, que la vorágine ludópata engulló su voluntad en una espiral sin salida.
La presencia ineludible de la debacle alucinógena después, le asió tan fuertemente a su grupa, que no se cansó de cabalgar a lomos de aquel ácido asesino hasta que le terminó socavando el alma.
Le alejó del trabajo y la familia, y así terminó todo: aquellos que habían permanecido juntos por amor, ahora tenían que separarse por la desgracia. Fue el ultimátum de Ángela, su adorada Ángela, su querida esposa.
Aterido de frío y con la esperanza de que el cajero automático que había estado oteando la noche anterior no estuviera ocupado por cualquier otro indigente, encaminose hacia él ya que no quería volver, ni por lo más remoto, al siniestro rincón donde todas las noches tenía que disputarse el lecho con los demás parias; pues esa noche, precisamente, no era cuestión de pasarla a la intemperie.
Las prisas y la debilidad, entorpecían su paso. El miedo a perder un refugio cubierto que le ahorraría los cartones y otros elementos de abrigo, le atenazaba. Así que, con el corazón en un puño, cubrió raudo la distancia a pesar del gentío propio de las fiestas.
Los rostros coloreados por destellos de guirnaldas con los que se cruzaba, eran de autómatas con sentimientos bajo mínimos.
Comprendió entonces por qué había andrajosos también en las ciudades frías y desangeladas, pues como le sucedía a él, ya no les quedaban energías para buscar otros rumbos, éstas se fueron perdiendo por el camino del hastío y la desesperanza.
Su instinto de conservación, no iba más allá de alimentarse con las monedas de algún alma caritativa o de algún incauto, quién sabe, y tratar de guarecerse en las noches del invierno crudo.
Su adorado cajero estaba vacío; así que, expectante y con las orejas todo lo tiesas que el frío le permitiera, esperaría a que entrase bien la noche. Mientras, aprovecharía para recolectar algunas monedas colgándose al pecho el mugriento cartel de trémula escritura, pues, en las fiestas de Navidad, la gente suele ser proclive a soltar la guita.
Al menos una vez al año, aquellas gentes miserables y compungidas invadidas por el fantasma de Mr. Scrooge, soltaban alguna moneda que otra. Estaba sobrio. Hacía tiempo que no se metía nada y eso le permitía discurrir razonablemente.
Tiempo atrás, había llegado a cotas inimaginables, hasta el punto de poner la navaja en el cuello de algún boqueras para que aflojase la pastizara. Otras, confundido entre el tumulto, trataba de hurgar en alguna faltriquera que otra, aunque en esto, la suerte siempre le resultó esquiva. Forzó la puerta del cajero con la habilidad de un caco. El tibio ambiente de la estancia le envolvió súbito, acariciando su rostro pulcro de ejecutivo.
Restregó los zapatos en el felpudo de la entrada como solía hacer siempre, y al atravesar el umbral, quedó absorto contemplando todo lo que creía haber perdido producto de un sueño maldito, hasta que el aura del hogar le invadió por completo.
La reconfortante sonrisa que siempre le dispensaba Ángela cuando llegaba, como preludio al cálido beso, le hizo más feliz que nunca, y el tropel de los niños recibiéndole alborozados, le hizo volver a una realidad de la que nunca debió salir. Como siempre sucedía a su llegada, ella se relajaba tanto dejando los pequeños a su recaudo, que su bello rostro adquiría el tinte y la luz que a él siempre le arrobaba.
Le recriminó que hubiera tomado en serio sus palabras y que se hubiera ido abandonándolos a su suerte, a ellos que tanto le querían. A pesar de todo —trató de razonarle—, habrían salido del pozo como tantas otras veces lo habían hecho en base al cariño que se tenían. Así que, con ánimo de recuperar el tiempo perdido, se dispuso a terminar la decoración del árbol de Navidad que los críos habían tratado de decorar con escaso éxito; después, ya se encargaría de preparar la mesa y de los otros menesteres…
La cena resultó fantástica, y cuando se apagó el eco de las panderetas y los villancicos y quedaron solos frente al titilar de las velas, dieron rienda suelta al amor que no habían perdido.
Súbitamente, un dolor horrible le trepanó las entrañas. Sintió cómo, nuevamente, la punta de una bota se hendía, de forma inmisericorde, en sus costillas al tiempo que le increpaban: «¡Maldito bastardo, vagabundo de mierda, lárgate y que no se te ocurra volver o te moleré a palos!», le gritaba furioso el guardia de seguridad, empujándole a empellones hasta casi atravesar la puerta sin necesidad de abrirla.
Retorciéndose de dolor y sin poder mascullar insulto alguno porque hasta el aliento le faltaba, anduvo a trompicones hasta que pudo apoyarse en la pared del otro lado de la calle. Cuando recobró el fuelle y pudo jurar hasta en arameo y ya a recaudo del poderoso tirano, un tropel de rondallas tardías le atropelló hasta perder el equilibrio y dar con su cuerpo ajado y maloliente en el duro pavimento.
Sus atrofiadas pituitarias no acertaron a distinguir los efluvios nauseabundos del rincón al que fue a dar de bruces. Allí quedó abatido y exhausto sin que nadie se apiadara de su estado entre la mofa del grupo que lo derribó y que fue perdiéndose entre la bruma matutina con la misma algarabía con que apareció.
Incorporándose como pudo y culpándose con reiteración de su infortunio, lloró desconsoladamente como nunca lo había hecho por no haber sabido defender todo lo que tuvo.
Allí quedó por largo tiempo ante la indiferencia de los pocos transeúntes de aquellas horas. A nadie le llamó la atención.
En aquella ciudad inhóspita y desalmada, a nadie le importó lo más mínimo.
FIN
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