En el Rockefeller Center, mientras el sol no era lo único que declinaba, Mary Pickford me confesó que era lesbiana. Cuando el asombro se esfumó de mi rostro le contesté con la mejor de mis sonrisas: «bueno, nadie es perfecto» al tiempo que recordaba como la violaban encima de una mesa de cocina en una de sus películas. Willy Wilder que está a la que salta, me copió la frase para su inolvidable ‘Con faldas y a lo loco’ según me confesó ella misma. «Después de todo, fue lo único que pude atrapar de él» comentaría más tarde el bueno de Willy. De manera que aquí me tienen siendo el guionista más ocurrente y excéntrico de Hollywood, pero perdiéndome las mejores.
Todo viene desde tiempo atrás, de la época dorada del cine, donde creía caminar por el sendero adecuado hacia la celebridad merced a un calibrado plan que permitiera convertirme en un gran guionista en aquel Hollywood de lujo y glamour; pero, paso a paso, porque lo poco agrada y lo mucho cansa, de manera que si de atraer la atención de toda esta gente excéntrica y voluble se trataba, había que escoger muy bien los momentos. Elegía mis fugaces y contadas apariciones cuidando tanto el lenguaje verbal como el gestual con exquisito esmero, haciendo que mi lúcido intelecto fuera el blanco predilecto de los poderosos iconos de la ‘Meca’. Mi comportamiento esquivo, por tanto, no se asociaba a la falta de ingenio precisamente, ya que era lo único que de verdad destacaban, sino a una originalidad en el trato que me envolvía en un atrayente halo de inaccesibilidad. Excéntrico y heterodoxo decían; pero dueño de un excelso intelecto.
Una mañana me topé accidentalmente con Lubisch —supongo que todos conocerán de quien hablo— ¿o no tan accidentalmente? El caso es que me hizo ver lo interesante de mi colaboración con él para su obra ‘To be or not to be’. Como el que no quiere la cosa le solté que un genio como él estaba llamado para escalar cotas más altas dentro del Star-system sin necesidad de pasar por ocurrencias propias de principiantes, dado que eso era lo que se consideraba por aquellos tiempos trabajar sobre algo que tuviera que ver con el tan manido Hamlet. Al final hizo el guión a medias con el mediocre Edwin Justus Mayer consiguiendo una de las comedias más célebres y mordaces de la Metro Goldwyn Mayer, lamentando perderme, ya digo, las mejores.
Mi coriácea fama acrecentaba mi ingenio frente a todos los que ansiaban el culmen de la dirección en aquél loco contubernio alrededor de la industria del celuloide. El rédito que el desdén y la indiferencia me otorgaban, conseguía aplazar citas importantísimas con los que perseguían fama y fortuna, disponiendo de un tiempo precioso. Por tanto, lo mismo me permitía pavonearme por Sunset boulevard como por los múltiples partys de Bel Air donde polarizaba toda la atención a través de mi sarcástica y fina ironía.
Un día me llamó Selznick —ya saben, el productor— y creí que la estrella de mi vida cambiaba. Pero no. De nuevo, en un alarde de petulancia propio de mí, postergué el encuentro donde me ofrecía colaborar en el guión de ‘Lo que el viento se llevó’ junto a Sidney Howard y Jo Swerling mientras me exponía sus dudas a la hora de elegir ‘partenaire’ para Clark Gable porque todas torcían el gesto por la halitosis del galán. Le dije que optara por la bella Vivien Leigh que pasaba por una crisis amorosa y no dudaría en decir que sí dado la fragilidad que una ruptura de ese calibre dejaba (la verdad es que Vivien recurrió a mí porque, últimamente, no se comía un rosco). La idea le pareció tan genial que se deshizo en elogios hacia mí y hacia mi sublime ocurrencia. En cuanto al guión: «el guión lo escribiría yo solo, o nada». David O. Selznick, prepotente y fanfarrón como él solo, no volvió a llamarme.
Más tarde me ofrecieron ser asesor de la Paramount, pero lidiar con gentes de la Famous Player Laski y de la Gulf+Western en nada me seducía, pues conociendo a tan singulares personajes no iba a meterme en la boca del lobo. Estaría bueno que después de dar calabazas a tan insignes personajes, que adulaban constantemente mi genio creativo, no iba a trabajar ahora junto a cualquier pelagatos. Decliné amablemente la generosa oferta de Adolf Zuker, deshaciéndome en elogios hacia su ‘imperio’, con objeto de que mi reputación continuara incólume.
En Pickfair, la impresionante mansión de Mary Pickford, lugar de encuentro de lo más granado de Hollywood, George Cukor consiguió hábilmente apartarme del corro donde me estaba luciendo con mis aceradas críticas hacia el ‘stablishment’. Después de mucho alabar mi chispa y mi talento, me convenció para marchar juntos a Broadway donde tenía entre manos un trabajo (luego resultaría ser ‘Historias de Filadelfia’, otro éxito del ‘almibarado’ Cukor). Accedí pensando en que allí no serían tan exigentes como en Beverly, pero lo que no sabía era que la compañía de Cukor, declarado homosexual, me iba a traer más de un quebradero de cabeza como así fue. Acabé en boca de todos sin comerlo ni beberlo siendo pasto, además, de determinada prensa sensacionalista. Algunos decían comprender ahora lo esquivo de mi comportamiento para con todos menos para con el ‘tierno’ de George. No tuve por menos que darle esquinazo y decirle que se buscase a otro. Y se lo buscó. Un tal Joseph L. Mankiewicz, un desconocido ‘juntaletras’ por el que nadie apostaría un dólar.
Buscarme la vida en el inhóspito New York de aquellos días, con objeto de sacudirme el nuevo sambenito que me habían colgado, consistió en una tarea de lo más ardua ya que resultaba realmente impenetrable. Las tácticas empleadas por mí en la costa oeste no daban resultado en un ambiente tan hostil plagado de gangs, mafias y violencia, lejos del glamour de la época dorada. El trabajo se exigía con una antelación endiablada y esas premuras impedían desarrollar mi ingenio más allá de los tópicos de rigor. La necesidad hizo que me desprendiera de mi aureola megalómana bajando a las cloacas del género. Acepté pequeños trabajos en cortos y documentales hasta desembocar en la lúgubre serie B de infausto recuerdo. No tuve más remedio que zambullirme de lleno en la incipiente y mal retribuida televisión, donde cualquier cosa era bienvenida, degradándose poco a poco mi trabajo hasta llegar a ser de lo más nimio. Algunos cretinos los tildaban de zafios y carentes de talento cuando todo lo que necesitaba era tiempo para poder plasmar mis magníficas ideas. Todo se deterioró: el excelente trabajo que nunca me permitieron mostrar, y yo.
En una esquina del East side, junto a los húmedos pilares del puente de Queensboro desde donde se divisa el Empire state, deambula un tipo desaliñado y grotesco que aborda con insólitas historias a cualquiera que se dirija hacia Park Avenue o la calle 59. El pobre diablo, con la voz quebrada por la emoción, no hace otra cosa que ensalzar su figura y lo suntuoso de su trabajo. Pero, necios como ellos solos, no escuchan, no saben apreciar donde reside una gran historia ¡Pero tienen que saberlo!, clama el atrabiliario sujeto con vehemencia blandiendo un desvencijado diario que dice contener sus memorias, tienen que saber que allí, pese a los contenedores que le sirven de sustento y los cartones de asilo, no reside un tipo cualquiera, sino una celebridad que se codeó con los grandes. Un genio de Hollywood.
f. Cervantes gil. Granada, diciembre/2015