Cuando la calle rezuma ‘memento y salmo’, cierta desazón se adueña de mí acudiendo recuerdos que estremecieron mi alma de niño y me transformo cual licántropo. Mi semblante palidece y mi ánimo decae tan aceleradamente como un índice bursátil. Que se tranquilicen los fieles cofrades y todos los demás fieles, porque nada tiene que ver con creencias, aversión o fobias hacia un culto respetabilísimo, siendo además el verdadero. Aunque no los comparta, comprendo de verdad las ansias devotas que inundan las almas lugareñas ahítas de fervor religioso, sobretodo, después de estar todo un año preparando los cortejos. Pero no es culpa mía, de verdad.
Todo lo que me ocurre es fruto de un miedo cerval que germinó siendo niño y que ha permanecido indeleble a lo largo de los tiempos; no una justificación por mi comportamiento ni nada que se le parezca. Todo es más complicado y sucedió así…
En mi más tierna infancia, en los párvulos, debía tener cuatro o cinco años, a lo sumo, cuando la señorita, de la que estaba perdidamente enamorado, castigaba a alguien por el motivo que fuese —y en cuanto a mí se refiere seguro que no había ninguno— los enviaba al final de la clase cuya distancia desde los bancos poblados era considerable. Se trataba de una larga sala pétrea, fría y tenebrosa, que más bien parecía la antesala de los crematorios de Auschwitz, que hacía las veces de parvulario. Cuando recaía el castigo en mi persona, durante la travesía de aquel lóbrego túnel se adueñaba de mí un miedo atroz porque al final del mismo yacían un montón de imágenes en variopintas posturas con el espanto y el horror dibujados en sus rostros. Unos rostros que no apartaban de mí sus miradas huecas y que no eran más que las imágenes que, una vez recompuestas, las paseaban en santa y apostólica procesión para júbilo de la feligresía al llegar las estaciones penitenciales. La sala era así de espeluznante porque formaba parte de la iglesia y se alojaba en su lateral más umbrío. Y en su confluencia con la nave central junto al ábside, era donde se almacenaban —separadas por una robusta reja de hierro forjado— las tallas que, iluminadas difusamente por alguna vidriera juguetona, sobrecogían los ánimos de los párvulos más díscolos. Merece especial mención el hecho de que, desde allí hasta los primeros bancos habitados, había una considerable distancia y casi toda de materia oscura. Más tarde, dicho aposento serviría para dispensar, eclesiásticamente, la leche y el queso americanos a falta de un Plan Marshal como dios y Washington mandaban para cada hijo de vecino europeo, pero entonces no éramos europeos ni nada de nada. Y no lo éramos, entre otras cosas, por no haber intervenido en la guerra europea. Lo hicimos en la de casa matándonos entre nosotros en vez de matar a los de fuera, porque hasta para eso somos tontos. Pero eso es otra historia. Pues bien, mientras atravesaba el cada vez más oscuro camino con el corazón encogido y preso del pánico por saber lo que me esperaba al final del mismo, las tinieblas acechaban mi silueta resaltando únicamente los trazos blancos de la pizarra donde, con el arrobo del infante, había dibujado el rostro de mi señorita de la que estaba locamente enamorado, como ya he dicho antes, a pesar del inmerecido castigo. Ni siquiera el anhelo del deseo inalcanzable vino en mi ayuda. Solo desazón y miedo.
Esa, y no otra, debe ser la causa de mi aversión a esta época del año, pues nunca encontré otro motivo, síndrome o trauma que explicase tal comportamiento por mucho que hurgara en los rincones del subconsciente. Desde luego no es nada que me quite el sueño, pero así son las cosas y así las cuento porque hoy me ha dado por ahí y porque ya ha terminado la cuaresma y comienzan las liturgias que dan sentido a éste artículo.
Reitero que cuando estos sutilísimos matices de fervor sacrosanto inundan Granada, si puedo me largo con viento fresco, como ya he dicho, hacia el litoral que para eso lo tenemos al alcance de la mano, o a cualquier otro sitio que no lo invada el omnipresente incienso aunque, como le sucede a mi amigo Mariano, albergo serias dudas en lo que se refiere al libre albedrío. No obstante, alguna vez me han pillado y no he podido eludir, ya sea por compromiso en mi labor de cicerone casual, la tarea de visitador de monumentos y pasos ‘semanasanteros’, comprendiendo entonces que se despierten los más profundos sentimientos al contemplar las comitivas religiosas por unos paisajes urbanos únicos, un patrimonio artístico excepcional y un fervor popular solo visto por estos lares.
¿Cómo no comprender que el síndrome de Stendhal se adueñe de tantos fieles al paso de tanta fastuosidad y pompa bajo el lívido resplandor de los cirios? ¿Cómo permanecer al margen viendo los rostros henchidos de emoción en medio de un silencio sepulcral? ¿Cómo no admirar el increíble e inhumano altruismo costalero cuyo sacrificio supera lo indecible? Cómo, en definitiva, no admirar dichas comitivas camino del Sacromonte, por la vereda de en medio, jalonado con las hogueras que prenden los gitanos con inusitada devoción; por la senda incomparable de la Carrera del Darro donde la torre de la Vela ejerce de vigía impenitente contemplando la muchedumbre estremecida bajo el silencio de Plaza Nueva; por el Paseo de la Virgen; por la Plaza de las Pasiegas que preludia la entrada a la Catedral, esa joya renacentista convertida por obra y gracia de nuestro particular Miguel Ángel, d. Diego de Siloé; por el bosque de la Alhambra, donde Santa María se aflige bajo el frescor de los álamos en pos de la claridad desvaída del crepúsculo, hacia la puerta de las granadas; por el paseo de los tristes con la Alhambra al fondo y, por tantos y tantos sitios, todos bellísimos, marcos incomparables que también lo son sin procesiones, pero que, con ellas, un halo de misterio se apodera de todos y es entonces cuando de verdad se valora el silencio de Granada.