miércoles, 30 de noviembre de 2011

El Plan




Justiniano Megías le propinaron un golpe bajo. Lo que estaba escuchando en el gran mural holográfico mientras se aseaba, le sobresaltó. El portavoz del Gobierno Global instaba, y esto era lo extraño, con insinuaciones muy poco subliminales, a ‘visitar’ las grandes granjas de inducción al suicidio colectivo, revistiendo de una serenidad inaudita aquel modo de caer en el fondo del túnel de los sueños. No daba crédito a lo que oía. El grado de desfachatez era insultante. Disfrazar el lenguaje, cambiando lo que importa al servicio del poder, había sido una prioridad de los gobernantes, de manera que al sustituir el nombre de las cosas intentando cambiar su significado, ocultaban también su sentido. Lo que generaciones atrás entendieron como exterminio, resulta que estaban equivocados. Ahora, merced a llamarlo de mil maneras diferentes, el camino en pos de la última morada sonaba como un cántico celestial; y si a ello se le unía la administración de un secuestro neuronal, debidamente planificado, miel sobre hojuelas. Todo era un engaño, puro teatro; todo formaba parte de un universal ‘atrezzo’ dentro del cual cada uno representaba su papel a la perfección. Sin embargo, pensaba, que cuando los ‘mandamases’ encargados de velar por aquel ‘crecimiento humano sostenible’ enviaban a la población, por contra, consignas y mensajes de tranquilidad, era cuando de verdad había que salir corriendo. Aquello que insistían en divulgar, no era nada más que el inicio de lo que todo el mundo sospechaba: que no tardarían en instaurar, por Decreto Ley, como casi todo, la eliminación vital obligatoria.

Nunca pudo suponer que las cosas se agravasen hasta tal modo. Habría sido mejor, quizá, haber seguido los estándares desarrollados por la neurociencia estatal y sus mecanismos empáticos y no complicarse la barba, en vez de meterse en aquel mundo de inhibidores y antídotos neuronales donde al final acabó y que solo le traerían complicaciones por su maldito inconformismo nato. Y todo, precisamente ahora, cuando planeaba como pasar sus últimos tres años de vida.

El «Biodecretazo», como venía presagiando la cibernética imperante, consistiría en adelantar en dos años la edad vitalicia estableciendo ésta en los 92. Si bien la esperanza de vida se había ido ampliando hasta los 120, los gobiernos habían cuidado de ir recortándola progresivamente porque la demografía y el aumento vegetativo de las poblaciones, así como la ausencia de guerras y epidemias, amenazaban con un verdadero holocausto de no adoptarse medidas contundentes. Surgiría así aquel ‘Gobierno Global’ de sutil lenguaje y tan drásticas medidas.

Todo espacio susceptible de ser habitado en el planeta estaba repleto, de manera que las ciudades parecían no tener fin. Desde el Cabo de Buena Esperanza hasta los confines más septentrionales, y desde Cabo de Hornos hasta el Polo Norte Magnético, se podía viajar, merced a los túneles de vacío, a velocidades supersónicas. Los agoreros que a lo largo del siglo XXI anunciaban la destrucción del planeta a causa del efecto invernadero y el consiguiente cambio climático, fallaron en sus predicciones gracias a la corrección en la producción de los gases FCF y de la utilización de los combustibles fósiles —la nueva fuente de energía se obtendría, como consecuencia de la colisión de protones en los grandes aceleradores de partículas, gracias al desciframiento de una nueva física. Por tanto, la verdadera destrucción de la Tierra vendría, si no se remediaba antes, por efectos de la superpoblación, haciéndose realidad las profecías del controvertido visionario Thomas Malthus a quien tacharon de loco siglos atrás. Por eso el Gobierno no cesaba en sus, cada vez más, frenéticas medidas. La insaciable especie humana, al sentirse amenazada, es capaz de cualquier cosa, de modo que, diezmó y reemplazó la mayoría de las especies por un ejército de robots para servicio propio cada vez más complicado, haciendo quedar como anacrónico aquello de que: «un robot jamás reemplazará a un humano». Se esquilmaban las masas arbóreas y desecaban grandes cuencas en una frenética búsqueda de un espacio imposible.

La conquista de otros mundos se había ralentizado por mor de las sucesivas crisis económicas, dado su carestía, y porque, la forma de cubrir las distancias siderales necesarias para tales fines, seguía siendo una utopía. El hueco del campo empírico, deseoso de albergar algún día las teorías de Einstein y su anhelada 4ª dimensión, seguía desierto esperando su advenimiento.


Justiniano disponía, por tanto, de tres años antes de que su ciclo vital se viera interrumpido por las ocurrencias del gobierno de turno, y ello suponía adelantar las actuaciones que había ido desarrollado minuciosamente. Así que si no surgían imprevistos de importancia, resolvería irse a las zonas del ecuador americano a la vanguardia en tecnología punta, o a cualquiera de los casquetes polares ricos en plutonio y gas con ánimo de pasar de la forma más confortable sus últimos años de vida.

Un plan arriesgado cruzó la mente de Justiniano. Su espíritu rebelde le impedía acatar el sistema establecido ya que seguía siendo uno de los pocos románticos que aún quedaban; por tanto, no cejaría en su empeño de alcanzar una mayor longevidad, que era de lo que se trataba. Bien mirado, se dijo, si le obligaban a dejar este mundo antes de lo que había estimado, arrastraría tras sí a más de uno de los que integraban aquella ‘fauna salvadora’. Siendo de esta manera como, camino de su casa, el plan comenzaría a tomar forma.

Habría que reestructurar el sistema, cambiarlo —bullía, acelerado, su intelecto.
Pensaba en la gran incongruencia que consistía en eliminar seres humanos mientras se potenciaba demagógicamente la producción de cyborgs y replicantes por doquier como el culmen de la felicidad. El tejido productivo y empresarial debía ser cambiado. Los humanos tendrían que volver a ingeniárselas solos prescindiendo de tanta robótica protocolaria — su cabeza se llenaba de febriles ideas en un alarde productivo digno de su mejor época. Destruir los grandes valles de donde se extraía la materia prima, se imponía como medida imprescindible, ya que, sin recambios, los androides desaparecerían paulatinamente ganándose espacio y, por ende, tiempo de vida. Habría que destruir, además, los grandes valles donde se alojaban los centros de fabricación robótica y descubrir donde se encontraban los, hasta ahora inexpugnables, detectores de ondas cerebrales de gran sensibilidad capaces de registrar cualquier señal por pequeña que fuese, como habían demostrado con creces. Para ello contaría con sus más fieles amigos y colaboradores. Aquellos que siempre le habían rondado y a los que nunca prestó demasiada atención: Los acusados de ‘trastornos de conducta’. Estos moraban en uno de los pocos arrabales que aun existían en el planeta guardando celosamente el secreto de los inhibidores contra la invasión mental. Coto privado. Todo ello debía ponerse en práctica antes de que el Servicio Telepático del Estado Central (STEC) descubriera cualquier atisbo de insurgencia.

Preso de una paranoia sin igual y mirando de continuo en derredor, recorrió el arduo camino de regreso a casa con el miedo metido en el cuerpo, y por sitios tan desacostumbrados, que parecía Odiseo en su azaroso viaje de vuelta. Finalmente, consiguió exhausto, acomodarse en la atalaya preferida —una gran terraza desde la que se divisaba ampliamente la ensenada— de su casa con idea de poner en orden lo que, de modo tan vertiginoso, había ido pergeñando.
El ocaso bañaba de oro la bahía. Atardeceres había visto muchos, pero nada comparable al que se divisaba desde allí. Mientras la bella puesta de sol languidecía, pensaba en todo lo bueno que le rodeaba y por cuanto merecía la pena seguir luchando. Sin embargo nada se detenía y no tardarían en llegar las temidas horas de la noche donde las mentes vulnerables ‘facilitaban’ el trabajo a los complejos detectores del STEC. El manto crepuscular, envolviendo todo de tinieblas, dejaba el campo expedito para sus fines.

Absorto en su quimérico plan, pueril y exento de cualquier experiencia logística, no oyó las llamadas que sacudían insistentemente la estancia y que a punto estuvieron, cosa que sin duda le habría salvado, de sobrepasar los decibelios establecidos. A través de la cámara de seguridad pudo divisar la desgarbada figura de su gran amigo Nicolás Gálvez. Se preguntó que querría «Nico» a esas horas y por qué llamaría de esa manera, pero que le venía al pelo para ponerle al día de sus planes. Confiado por quien era, desconectó el halo láser dejando franca la entrada a su amigo. Un sobrecogimiento súbito le embargó porque en vez de que asomara «Nico» lo hicieron dos individuos, de sórdido aspecto, que evidenciaban su pertenencia gubernamental, tomando ambos lados de la puerta.

— ¿Justiniano Megías? —inquirió uno de ellos.
— Si —balbució.
— Acompáñenos.

Con gestos de asombro propios del que no comprende lo que ocurre giró la vista hacia «Nico», esperando alguna respuesta esperanzadora, descubriendo entonces lo que temía: el rostro inexpresivo y la mirada vacía ya no eran las de su amigo. Para colmo, uno de los esbirros, como si quisiera mostrar lo evidente, descubrió la cabeza de Nico dejando al aire la horrible cicatriz que la circunvalaba.
Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta.