ANDALUCÍA,
hacia 1940
En los años de posguerra la vida se hacía
difícil en cualquier lado, sobre todo, en los núcleos urbanos. En el medio
rural, sin embargo, gracias al cultivo de la tierra y otros menesteres, aún se
sobrellevaba la penuria. En un viejo cortijo, heredado de su padre, que
descansaba sobre una pequeña loma rodeado de tierra fértil y nutrido arbolado,
vivía María Félix.
Félix era el nombre del marido, pero todos
la conocían por la unión de ambos nombres. Con su esposo y sus dos niños pequeños,
de siete y cuatro años, parecía no pedir grandes cosas más de lo que ya tenían,
excepto el inconveniente que suponía estar algo lejos del pueblo, sobre todo,
por la educación de los pequeños. Aunque regularmente, y, salvo climatología
adversa, recibían la visita de un maestro
de escuela rural que les impartía las clases con más empeño que destreza. Por
tanto, sus vidas transcurrían como casi todas las vidas de por entonces, con
más fatigas necesidades que otra cosa, aunque, por vivir en el campo, las necesidades
primarias estaban más o menos cubiertas.
A media mañana de un día templado y
luminoso, cuando el sol se encaminaba hacia su punto álgido, fue a visitarla su
amiga de toda la vida, Isabel, acompañada de su marido, a lomos de una
desvencijada carreta tirada por un famélico caballo. El motivo de la visita no
era otro que lograr algunos frutos del campo, con los que siempre eran
obsequiados, que les venían como agua de mayo. Y también para poder comer algo,
dicho sea de paso, porque su amiga, conociendo las necesidades de entonces, no
los dejaría partir sin comer.
—Vaya por Dios, qué contrariedad—, dijo
María.
Precisamente Félix partió antes del alba hacia el pueblo, con ánimo de estar a la hora del mercado, con lo que hemos podido recolectar. Luego hará algún trueque, ya sabes, para aprovisionarnos de cara al mal tiempo. Así que poca cosa os puedo ofrecer. Pero, pasad, pasad y escoged algo de lo que queda, les dijo solícita poniendo de manifiesto la proverbial hospitalidad de aquellas tierras.
Precisamente Félix partió antes del alba hacia el pueblo, con ánimo de estar a la hora del mercado, con lo que hemos podido recolectar. Luego hará algún trueque, ya sabes, para aprovisionarnos de cara al mal tiempo. Así que poca cosa os puedo ofrecer. Pero, pasad, pasad y escoged algo de lo que queda, les dijo solícita poniendo de manifiesto la proverbial hospitalidad de aquellas tierras.
Comieron y departieron contando historias
de juventud y otras, donde los miedos y las supersticiones propias de aquellos
tiempos truculentos, campaban a sus anchas.
— María, ¿como viviendo tan aislados podéis
estar tan tranquilos. No tienes miedo, tal como está la situación, y con todos
los peligros que acechan?— preguntó Isabel compungida y con evidentes muestras
de preocupación.
— Tanto como miedo no, Isabel. Además está
Félix y, hasta ahora, démosle gracias a la divina providencia, no ha ocurrido
nada. Miedo antes, cuando los cortijos de alrededor no estaban habitados y, los
que había, distaban mucho entre sí. Pero ahora, desde que se han trasladado a
vivir tanto Juan Castroviejo como los Verdegay, ya no es lo mismo, porque,
relativamente, quedamos cerca.
El sol se acercaba a las lejanas colinas
marrones tras las cuales no tardaría en precipitarse, dejando que el crepúsculo
se extendiera como un manto sobre las yermas llanuras. No hacía mucho que sus
amigos habían partido después de comer y de platicar largo rato, cosa que
agradeció pues así se acortaba la espera hasta la llegada de Félix. Más tarde,
y después de las faenas propias del interior, María salió para recoger la ropa
tendida —«ya estará más que seca», pensó— que colgaba en unas cuerdas atadas en
el lateral de la vetusta edificación, cuando algo presintió a su espalda. La
presencia de un individuo espigado, desaliñado y con un sombrero de ala ancha a
la espalda, dio un vuelco a su corazón impidiéndole por un momento articular
palabra, tal fue su sorpresa.
— ¿Quién es usted, qué quiere?— preguntó
visiblemente desconcertada.
— Perdone señora, no pretendía asustarla—
repuso el recién llegado arqueando la boca para dejar ver una de esas sonrisas
de medio lado de todo punto sospechosa—, pero tengo al carro no lejos de aquí
con el eje de una rueda partido y necesito ayuda, ¿Está su marido?
— Mi marido está detrás, al fondo, junto a
la alberca, recolectando unas frutas— acertó a decir atolondradamente tras unos
segundos de desconcierto. Actitud que no pasó inadvertida para el recién
llegado que esbozó una mueca sardónica. Sabía que Félix solía llegar al
oscurecer los días que bajaba al pueblo y para eso aún quedaba largo rato,
pues, el sol aún tardaría en ponerse.
— Entonces iré en un momento para ver si me
puede ayudar. Gracias señora.
María al ver que el forastero se alejaba,
agarró fuertemente del brazo al niño mayor y entraron a la carrera en la casa
atrancando la puerta por dentro. El corazón latía tan fuerte que parecía quererle
abandonar el pecho. Algo extraño denotó en aquél hombre que le produzco un
miedo atroz, exacerbado.
El tipo de aspecto descuidado se percató
del ardid de María y en dos zancadas trató de impedir el cierre de la puerta y
a punto estuvo de conseguirlo de no resbalar ligeramente en la arrancada.
Inmediatamente, María buscó en derredor tratando de localizar a su hijo pequeño,
comprobando, estupefacta, que no estaba dentro como creía. Tapándose la boca
con ambas manos tratando de evitar el grito desgarrador, se derrumbó de
rodillas abrazando al mayor mientras le recriminaba que no hubiese cuidado de
su hermano: «Yo también creí que estaba dentro, mamá, estaba aquí dentro con
sus coches», gimió presa del miedo el muchacho.
El tipo de feo aspecto giró a un costado con
ánimo de encontrar alguna ventana mal cerrada o algo que le permitiera acceder
a la casa, y entonces fue cuando vio al muchacho que le miraba con los ojos como
platos mientras sostenía con ambas manos un cochecito de hojalata.
— Hola chaval, menuda sorpresa, eh ¿querrás
decirle a mamá que abra la puerta?—, le propuso el gigante con una mueca que
quiso convertir en sonrisa, pero que solo consiguió asustar al crío que comenzó
a berrear llamando lastimosamente a su madre.
— ¡Abre, zorra!— gritó el sujeto fuera de
sí, pateando fuertemente la puerta.
La encrucijada en que se encontraba María
atenazaba sus músculos y su mente, donde, además de un dilema irresoluble, los
pensamientos se precipitaban como en una avalancha. Por un lado, sabía que no
podía abrir porque sería mucho peor para todos y, por otro, se retorcía de
dolor pensando en la suerte que correría su pequeño.
— ¡Abre o estrello los sesos del niño
contra la pared!— volvió a vociferar aquel ser mezquino, aquel extraño
visitante que se proponía truncar su tranquila estancia.
— María sentía que el alma se le doblaba de
dolor y que todo se aceleraba: la respiración, la sucesión de pensamientos,
todo. Solo acertó a gritar fuera de sí con ánimo de amedrentar, aunque podría
adelantar su nulo resultado: «¡mi marido no
tardará en aparecer, es su hora de llegar. Por favor, déjenos en paz y será
mejor para todos. No sabe quién es mi marido, le hará pedazos si se le ocurre
tocarnos!».
El forastero, emitiendo algo parecido al
gruñido de una rata, agarró al chico por los tobillos, lo levantó en vilo, y,
girando rápidamente en torno suyo, descargó la cabeza del muchacho contra la
pared. Un golpe seco dejó todo en silencio.
María supo rápidamente lo que había pasado
porque los gritos del pobre niño cesaron súbitamente tras el golpe letal. Se
volvió loca pateando la puerta y profiriendo atropelladamente, en una amalgama
ininteligible, golpes, alaridos e insultos.
Después de la atroz hazaña, el sujeto emprendió
carrera alrededor de la casa hasta acertar con un ventanuco de la parte trasera
por el que no le sería difícil penetrar. Para ello, solo tendría que romper un
travesaño de madera y una tela metálica medio raída.
La conmoción había producido en María un
estado de shock que la paralizó por completo. Tuvo que ser alertada por el
muchacho de las nuevas intenciones del sujeto para que pudiera reaccionar a
tiempo. Sobresaltada, agarró a su hijo mayor de la mano y, juntos, se
introdujeron en la despensa, un cuarto fresco donde guardaban víveres, aperos y
otros enseres, y cerraron la puerta con una tranca horizontal. Su fe pareció
renacer al fijar la vista en un hacha de gran hoja y reluciente filo que colgaba
de un gancho en el techo. La descolgó sin destreza, pero se aferró a ella con
tal fuerza que hasta se le blanquearon los nudillos. Desde dentro, oían presas
del pánico, las fuertes pisadas del energúmeno que había ido a destrozarles la
vida sin motivo aparente. El individuo soltó una patada, que les resultó tan
atronadora como si estuvieran derribando la casa, partiendo al unísono varias
tablas de la reseca puerta, para asomar la cabeza a continuación ante los
gritos de horror de María y el desenfrenado llanto del chico. Entonces pudo ver
con claridad las facciones desencajadas del perturbado: sus ojos inyectados en
sangre y su mirada furiosa, parecían los de una fiera presta a saltar sobre su
presa. De pronto, sacando fuerzas de flaqueza y tras un grito desgarrador,
descargó el hacha con tal violencia que rebanó de un tajo el gaznate del
malhechor. Su fea y repelente cabeza cayó a plomo rodando apenas media vuelta hasta
quedar inerte frente a ellos con la mirada hueca mientras el resto del cuerpo yacía
al otro lado de la maltrecha puerta. Y allí quedaron los dos, atenazados por el
pánico, hasta que la exhausta María Félix fue recobrando el fuelle y normalizando
la respiración.
Su marido, no tardó mucho más en aparecer. El
caballo y la acémila estaban tan cansados como el jinete. Sin embargo, pese al
cansancio, notó que algo raro flotaba en el ambiente ya que no divisaba ni a su
esposa en el umbral ni a los chicos corriendo hacia él como era habitual cada
vez que se ausentaba. Hasta que no logró divisar el cuerpecito inerte del
pequeño y la mancha roja carmesí encima de él, no reaccionó. Saltó del caballo
y, como un loco, comenzó a aporrear la puerta cayendo postrado de rodillas y llorando
desconsoladamente hasta que la abatida María desatrancó la entrada.
La noche cayó sobre ellos como una losa. La
luna, henchida y brillante, bañaba de penumbra la desgarradora escena. Tenía
cerco y, eso, presagiaba mal tiempo.
El suceso conmocionó a la vecindad y a todo
el pueblo. Nunca supieron las causas de aquel horrendo crimen ni conocieron
identidad alguna sobre el autor, sobre aquél hombre horrible y sanguinario que
les destrozó la vida.
De no
ser porque la fantasía popular ha ido novelando esta historia a través de los
años, convirtiéndola en una leyenda urbana más, podría pasar por real. Sea como
fuere, hay quiénes sostienen que, tras tan sangriento asesinato, María Félix
perdió la razón.